Resumen de la obra
A pesar de siempre hallar trazados malos capítulos en el libro de la historia y como todos sus folios son interesantes no obstante, sus páginas siempre están abiertas para ser reescritas, he querido adelantar la vasta tarea ecuménica y ambiciosa de hacer de la utopía, una herramienta edificante de la historia de Cereté o al revés, tratar de crear entre ellas algo así como un firme juego de espejos en donde las aguas revueltas de la realidad cereteana reflejen el semblante ilimitado de la imaginación, para que la historia de Cereté aunque toda haya sido contada, se leyera de nuevo como una novela sin la necesidad de escamotear la realidad ni viciar la imaginación o viceversa, hacer ver que los acontecimientos históricos de este bello pueblo cumplen el terrible papel que ejercen sobre las vidas de los cereteanos que es el de precisamente afectarlas, trastornarlas, muchas veces destruirlas y casi nunca exonerarlas de la intransigente muerte. Por eso en estas notas se está pretendiendo de hacer un experimento literario muy arriesgado que invita a meditar sobre los recursos imprevistos, arbitrarios y espantosos de la creación poética, se puede palpar con facilidad por ejemplo, que la propia geografía de este lindo pueblo se agrupa toda en un inmenso plano personal que se ha tenido que dotar de unos tiempos y territorios que tiene características de forma distintas y elásticas es decir, en otras palabras lo que se está tratando con esto es de que el invariable capricho del destino en el bello Cereté, se vuelva literatura. Los deseos no terminan nunca de cumplirse pero siempre vale la pena luchar por ellos, y la literatura lo único que hace es tratar de navegar en las aguas agitadas del curso de los acontecimientos donde las ideas, sueños y acciones andarían todas siempre desbocadas. Estas letras no pretenden ser la biografía de Raúl pues tampoco por lo arbitrarias que pueden parecer a los historiadores, estarían servidas como la fiel reseña del magnífico Cereté que sin embargo el destino de una forma ingenua, accidental, afable y efímera lentamente me está consintiendo fraguar. Este escrito más bien resulta ser como aquella estampa literaria que estaría fundada en una timorata y rara transmutación bucólica que en verdad lo que sí se puede afirmar es de que sin mistificar el drama social, se hizo con el fin de ofrecer la esencia mítica de lo que quedó para siempre más allá de la moral, la justicia y la memoria efímera del cereteano, en un encantado homenaje no solo al magnífico terruño del Bugre, sino para dedicar también una consideración muy especial a aquella magia impalpable que tiene la naturaleza idílica de los sensibles corazones sinuanos, competencia enfatizada del alma que se siente perdurar en los cimientos profundos de aquel exquisito temperamento que tienen todos los hijos de este soberbio rincón del Sinú. Para conseguir ese propósito en este mensaje tratamos de identificar el compás que arman los diferentes rastros fugitivos que han ido dejando a su paso los diferentes hábitos nativos cuando en su loca carrera pisotean el suelo de los lastimados corazones cereteanos y ansiosamente huyen despavoridos soslayando a las habilidosas acechanzas que sagazmente le instalan a la vida, las recias y descorazonadas trampas letales suscitadas a partir de las cacerías apostadas por los inconmovibles e impacientes agujeros negros de la muerte, nuestra tragedia de siempre y de hoy que genera un miedo físico general tan antiguo y universal, que a duras penas lo podemos comprender y soportar sin problemas del espíritu aun basados en una pregunta sin respuesta ¿Cuándo seremos aniquilados? Es un problema en el corazón del cereteano en conflicto consigo mismo, que solo serviría para producir buena escritura porque en realidad, quizá es lo único sobre lo cual vale la pena escribir, lo único que justifica la agonía y el sudor de vivir si se logra entender que lo más despreciable en la vida es el hecho de tener miedo que incluso, no deja ver con claridad las verdades y las certezas del corazón. El mapa en la historia de todo el Sinú, debe yacer sembrado en el corazón del Sinuano que es quien no solo perdurará, sino además prevalecerá de manera inmortal, porque posee un alma y un espíritu capaz de compadecer, sacrificarse y resistir. Se cuenta a través de esta inaudita representación escrita la forma de cómo acontecen en el sereno Cereté, los últimos instantes de la porfiada persecución que le hace en el crepúsculo de su vida, la obstinada singularidad al abrumado corazón de Raúl. Se relata también en esta increíble solución descriptiva, el significado instintivo y filosófico que tiene para la viva Cereté el fortuito nacimiento de un árbol de Roble criollo sobre la impasible tumba del poeta. De esa misma manera también se expone en esta rara mezcla de escritura, cómo en el diario acontecer de la fascinante vida ribereña del río Bugre, a pesar del horrendo desconsuelo nostálgico que nos abruma a todos los cereteanos por la terrible gravedad infranqueable que ataña el desahuciado padecimiento invisible y letal que condena al agonizante Bugre, además de eso el hecho de sentir nosotros a tantos otros espinosos apuros individuales sorteados solitariamente por nuestros corazones, sin embargo, aún logramos subsistir en la adorada Cereté, con un considerable optimismo alucinado y engreído por la vida, disposición cautiva del ánimo que gira en virtud del exuberante derramamiento que hay en esta hermosa tierra, de la espontánea y mágica leyenda maravillosa de la esperanza, expectativa que además de estar enormemente esparcida de modo subliminal en el aura de este iluso pueblo, es la misma perspectiva que sin querer germina de forma espectacular a partir de la dulce y fértil almendra del amor cotidiano, quien tiene como médula al reto de la resignación, capacidad maestra de sobrellevar las adversidades que a más de coexistir colmadamente atesorada en los tronos esenciales de los incontrovertibles corazones femeninos sinuanos, asimismo es a la vez, un hábil consentimiento que infunde un enorme regocijo a los respectivos compases regulados por las francas, viables e infinitas rutinas diarias en los estropeados sentimientos cereteanos y que funciona además, como aquel casto y único beneplácito milagroso, probado, efectivo y barato, que todavía no se le ha descompuesto a las habituales consonancias locales, porque aún permanece sano y firme iluminando siempre el camino que añublan las gigantescas tinieblas de la amargura producidas por la constante zozobra, aquel temor que causan los presagios derivados de los incesantes atisbos nefastos, quienes invariablemente tienen encubiertos a los orificios negros de la muerte, no obstante sepamos que éstos yacen siempre muy cerca de nosotros, que aunque encerrados estén silenciosos en los impasibles cementerios, constantemente se preparan en los inmutables claustros mientras con mucha paciencia esperan, a que les lleguen las notificaciones que viajan dentro de los incesantes desafíos ordinarios que sin querer libramos, proporcionándoles justamente las intangibles ordenes de crispar al sensato colapso de la vida, sacándolos así de ese oscuro y sereno espejismo que los mantiene atados a sus permanentes retiros en los respectivos dispensarios de la muerte, quienes se convierten de este modo, en las únicas existencias pacíficas y ecuánimes de nuestros pueblos en donde con seguridad sin cremar todavía se encuentran recogidas la añoranza del pasado, la apología del presente y la quimera precisa del futuro cereteano.
Hay una tumba en el único claustro urbano que tiene la muerte en el franco Cereté, ubicado a la espalda de su tradicional templo central de San Antonio de Padua. Es una sepultura que yace enormemente distinta a los demás panteones. Tras caminar unos ciento cincuenta metros a la derecha, desde la inmaculada entrada principal del camposanto, se encuentra firme, un trascendental sepulcro que se tiende al pie de un presuntuoso Roble fresco. En un rancio cementerio de pobres, donde queda muy poco espacio libre y limpio entre el zumbido aplastante del sol y las columnas de los mortales rascacielos urbanos crucificados en cal húmeda. La gente motivada con mucha frecuencia todavía visita episódicamente en el rememorado mes de Mayo, a la tumba de Raúl. La mayoría de los seres humanos que llevan a cabo los reiterados homenajes al ilustre poeta en la necrópolis, de alguna manera sensibilizados con cierta razón, jamás lidiaron de cerca los inusitados afectos de Raúl pero, en nombre de todos los hijos cereteanos del tiempo, atávicamente les toca manifestar, una reservada comisión encomendada por la intuición furtiva del agradable municipio, para que promuevan unos intangibles resarcimientos espontáneos a nombre de todos los moradores de esta simpática parroquia. Ocurren como unos simples pretextos para aparentemente recordar al poeta, pero llevan por dentro en su esencia, el instinto claro de la voluntad popular, que trata de suscitar de un golpe toda la compasión que se le está debiendo desde hace mucho tiempo en el espontáneo Cereté al desatendido Raúl. Es un difuso y vivo remordimiento, que se encuentra encajado en lo más profundo del perspicaz e inconsciente colectivo cereteano. Se quiere evocar el nombre del poeta, tratando de expresarle un viejo cariño fingido, exaltando un arrepentimiento tardío y una admiración repentina por el inconmovible desprecio subconsciente que se le hizo en el sincero Cereté al Raúl abandonado en el ocaso de su destino. Fue tan nefasto para Raúl Gómez aquel ultraje encontrado en el llano Cereté por esos tiempos en que la vida al poeta todavía incluso, hasta le consentía de sobra la suficiente serenidad para poder descubrir aspectos secretos tan imperceptibles y naturales, difíciles de concebir aún para cualquier concentración experta del ser humano tras eso como por ejemplo, logró distinguir e identificar muy fácil y serenamente en ese difícil momento, el esplendor oculto que tiene la fascinante tonalidad multicolor del revoloteo incesante de las mariposas. A pesar de que todavía el relegado Raúl era capaz de darse cuenta de eso a su manera por esa época, a pesar de eso, sentía a la vez algo que era como un fantasma infausto. Era un espíritu que lo perseguía a todas partes donde él estaba, sin dejarlo respirar tranquilo ni de día ni de noche. Era como un viento irreparable que estaba enclavado detrás de sus oídos. Era un presagio mastoideo letal, cuyo zarpazo crucial no podía efectuarse en Cereté, porque ya estaba escrito en las sagradas escrituras oscuras de la muerte que tenía que cumplirse era en Cartagena. Es por esto que este mandamiento letal predestinado aprovechó el momento de la simpática oportunidad, que le dio el poeta al agujero negro de la muerte en la heroica. Esa sentencia mortal había sido respetuosa de la prescripción exterminadora para Raúl estando en Cereté. Por eso ya Raúl la reconocía rastreándole siempre los calzones a todas partes donde andaba. Pero resulta que el golpeado Raúl, cuando se afronta de verdad a la letalidad, recibe es una gran sorpresa porque precisamente, ya en el último momento de la vida, cuando se enfrenta palmo a palmo a la muerte, la reconoció en el acto y resulta que no se creyó malogrado en ningún momento como lo había supuesto para la partida, sino que por el contrario, cuando llegó la hora terminante, sin comunión, sin remordimientos de nada, sin desahuciar a nadie, por el contrario se sintió fue muy protegido, despojado de todo sufrimiento y amargura, porque aunque ella no le había dado la cara, ya la muerte le era muy familiar a Raúl y además, le había entregado el privilegio de que empezara a comprender desde mucho antes de viajar, el lenguaje oculto del tiempo con su respectivo vocabulario elástico e insondable. La muerte ya la había visto desde antes e incluso, anduvo acompañándolo hacía ya un tiempo, la vio de frente una vez aunque sin darle la cara una mañana soleada caminado con él por la cálida muralla del natural Cereté, pocos minutos después de que su amigo Álvaro Aleans, se hubiera ido en ese momento para su casa. Incluso no tenía nada aterrador la muerte. Le había dado a entender además a Raúl, que le correspondía morir al término del elástico y único primer tiempo exacto de la vida, sin descanso ni interrupciones, sin período suplementario, sin empate, sin tiempo para castigarse penales ni período adicional, además en un sitio preciso e ineludible, sin sufrimiento, sin amargura, sin miedo ni aflicción. La concentración necesaria para tener ese difícil intercambio de opiniones con la muerte, le había suministrado la calma suficiente que le hacía mucha falta, para poder quedar pasmado por la fascinación de la muerte y entender esas revelaciones que le purificaban los recuerdos y le permitían rehacer el universo bajo una nueva luz, aceptando tranquilamente con la conciencia limpia la respectiva idea mortal. Mientras en el mundo andamos con tanto afán tanteando los diferentes parapetos tropezados en la vida, se puede decir tranquilamente -Raúl- ¡que injustos hemos sido contigo! En esa tumba que es incomparable con la de los restantes muertos de Cereté, reposan los restos de un gran poeta a quien Dios tiene ya disfrutando eternamente de su santo reino.
En Cereté Raúl Gómez, era un tallo mortal procedente de un respetado grupo familiar, que jamás habían permitido prorrumpir un hálito viciado que terminara de alguna manera, impurificando la sana atmósfera de la humanidad cereteana. Visto inicialmente como un hombre que aparentaba mucha madurez. Augustamente bien parado siempre, transmitiendo un resplandor de autoridad, con un aura de dominio administraba comedida y discretamente sus intereses con las cosas y objetos comunes y corrientes que pasaban por sus manos. Era un joven totalmente concentrado en sus pensamientos. De una gracia natural y reposado dominio del juicio como buen profesor de sociales y gran sentido de la responsabilidad. Temperamento que incluso resultaba hasta demasiado compatible con la autoría de una prematura obra teatral propia, identificada con un calificativo hasta muy solemne incluso como el de las “Nupcias de su excelencia”. No hubo, sin embargo, mucho tiempo para seguirlo pensando y viendo así porque los suspicaces habitantes de Cereté, apenas empezaban a acostumbrarse definitivamente a Raúl cuando ya él se estaba transformando. En un sereno ir y venir de este pueblo, en un ligero cerrar de ojos, cuando ya inclusive había traspasado desde hacía mucho rato por los placeres solitarios de la pubertad, de pronto, se había convertido en un hombre raro. Aquel espíritu que tenía de iniciativa, había desaparecido. Se había descuidado en el vestir. Tenía una barba salvajemente descuadrada. Aunque todavía era un hombre excepcionalmente fantástico, manso, dulce, reservado y excéntrico, parecía más bien un loco con crisis de lucidez. Incluso, no faltó en este ardiente y árido pueblo, quien extrañado por el cambio de personalidad tan contundente y repentino que había sufrido el poeta, lo consideraran víctima de un extraño sortilegio.
En 1997 el féretro de Raúl, fue a parar a una bóveda de una reconocida familia cereteana, los Cabrales García. Nadie se conmovió esa vez, ni si quiera se asomó gente a la calle del cementerio con la ilusión de conocer aunque fuera por lo mínimo, el resplandor oculto de su leyenda. No se proclamaron bandos, ni se notificaron por lo menos horas, mucho menos días de duelo, ni minutos de silencio, ni siquiera la bandera llegó lastimada hasta la mitad del asta en algún nostálgico rincón del pueblo. Las enormes campanas de los templos cereteanos, no expresaron jamás lamentos ni mucho menos sus arrebatos, solo callaron apaciblemente sin pausa. Aplicaron serenamente con el silencio Cereteano al arrinconado Raúl, la noción rural estricta y firme de que los muertos, no le pertenecen a nadie más que a sus propios familiares. Un año después finalmente, recibió cristiana sepultura al lado del que fue su padre y profesor Joaquín Pablo Gómez Reineros, en tierra firme tal como lo había pedido en vida el poeta. La autorización impalpable que entregó la muerte del artista cereteano, la cumplió al pie de la letra con pelos y señales, el veterinario Rubén Gómez su hermano. A los pocos meses después de que el artista fuera sepultado para siempre al lado de su padre, encima de él, la agudeza eficaz de la diestra naturaleza había iniciado un desafío a las enormes expectativas suscitadas en la aludida tumba. Empezó, curiosa e inesperadamente a levantarse un árbol personal tal como si ese vegetal hubiera sido el árbol escogido por Raúl. Crecer un árbol de esa clase, por esos tiempos, en ese lugar del cementerio, en este ardiente pueblo, es poco menos que imposible. Sobre todo en un sitio tan celosamente acosado y escoltado, en donde reiteradamente ya se venían intentando infructuosas siembras de varios árboles ornamentales y pequeños tales como primero se experimentó con unos Limoncillos que no pegaron, después se sembró un palito sencillo de mango injertado que tampoco pegó, se probó con laureles de la india y otros pero ningunos alcanzaron subsistir porque en realidad, aunque muchas personas habían participado aportando sus diferentes sugerencias sobre el tipo apropiado del respectivo árbol conveniente para sembrar en ese sitio especial, jamás se le había consultado ni mucho menos tenido en cuenta en la decisión, al recuerdo y a la memoria de lo que había sido Raúl, quien ya aunadamente en la compañía de la perspicacia de la providencia, habían seleccionado era a un palo largo de un solo tallo de Roble Criollo. Surge entonces precisamente este árbol de esa tierra que descansa sobre los restos del poeta. Florece prósperamente porque con seguridad, allí había puesto indudablemente su mano limpia el ingenio natural de la vida y la muerte, a través de alguna dura semilla viajera de Roble. Crece velozmente esa planta y lo hace muy entalonada echándole tierra en los ojos a todo el mundo a pesar de que irónicamente corresponde es a una especie de crecimiento lento. Desde la castidad de la muerte Raúl, había pedido a la fatalidad, que le instalaran un árbol que sirviera sin contra tiempos tal como si fuera una antena vegetal enunciativa en el camposanto. Que le facilitaran un vivo faro que además de celosamente vigilar siempre a la dormida muralla y al curso agónico del Bugre cereteano, sirviera también para establecer una comunicación inaplazable con los otros cementerios. Quería que se percataran en todos los osarios, sobre todo en los cementerios de los sitios en donde él había estado haciendo teatro y poesía. Que supieran realmente que el poeta, ya había atravesado la imaginaria hipersuperficie frontera del espacio-tiempo u horizonte sucesos. Que precisamente ya se había encontrado de frente y cara a cara con la muerte. Que no se localizaba acompañando a los muertos de Cartagena como inicialmente lo creyó incluso hasta la misma muerte, ni a los muertos de Bogotá, ni a los de Manizales ni de ninguna otra parte, que mejor ahora, durante todo el tiempo dilatado que le restaba en la materia como difunto, sería fácilmente localizado, si era que alguien quería buscarlo en los oscuros y complicados mapas de la muerte, al lado de su padre, presenciando siempre a la inspiración candorosa y adolescente de Eber Alejandro, alagando la perseverante laboriosidad de Adria Paulina, requebrando a la apacible naturaleza de Delfina Espitia en fin, escoltando a todos los muertos de Cereté, debajo de aquel árbol de las alturas, donde de aquí en adelante, se iba a dedicar exclusivamente era a interpretar fielmente los anuncios indescifrables que anda entregando la materia, a medida que lentamente la máquina intacta que dilata al tiempo, va poniendo estrictamente las cosas en su lugar.
La corpulencia del árbol de Roble criollo es proverbial concurriendo una especie maderable y muy tenaz, que sin la influencia de Raúl sería de muy lento crecimiento. La madera es pardusca y ligera aunque dura y resistente como la íntima naturaleza del poeta. En los bosques colombianos, los Robles no suelen auspiciar cerrazones amplias y extensas zonas frondosas, más bien causan es una estrecha sombra. Por eso ese bendito árbol fue el escogido por la intrínseca naturaleza de Raúl, casualmente por que los frecuentes chaparrones escurrirían con facilidad desde el centro de la estrecha copa del árbol hacia abajo, por lo que el agua lluvia que alcanzaría al suelo sería abundante y limpia para refrescarse Raúl cuando llueva. Además, este es una especie maderable de árbol adecuada para el trabajo de Raúl en descifrar la dilatación del tiempo. Tiene un crecimiento que alcanza su madurez total hasta los 600 años y pueden fallecer a los 1.600 años como los célebres árboles de Guernica y Dinamarca. Se puede esgrimir con demasiado optimismo que no hay cementerios en este pueblo que se los pueda llevar la cruz. Las colgantes flores verde-amarillentas del Roble criollo aparecen en mayo el mes de Raúl, maduran sus bellotas en septiembre y caen sobre el suelo del poeta en octubre.
De los tres humildes celadores fijos del viejo cementerio cereteano, había uno de ellos que pareciera ser el más temerario en cuanto a la ciega obstinación por cortar el árbol de Raúl. Era un joven guardián de nombre Domingo Iglesias, oriundo de Martínez, aquel recóndito paraíso del bollo dulce en Cereté, ubicado sobre una extensa llanura al sur de la tierra del Oro Blanco, adyacente a la serranía de San Jerónimo. Como los celadores del ancestral cementerio de Cereté, eran conscientes de la altura del árbol y la agresividad penetrante para que posiblemente abriera fisuras en los distintos muros de cal por la raíz del vegetal que se había pegado sobre los restos de Raúl, en varias ocasiones, habían intentado talarlo. Un día argumentaron ellos que lo hacían para buscar visibilidad nocturna y además, disque para evitar sobretodo, que las raíces superficiales del árbol del poeta no agrietaran a las tumbas vecinas. Pero, definitivamente hoy en día el árbol de Roble Criollo, sigue con disciplina cumpliendo bien erguido, la tarea que el poeta fallecido le encomendó. Se nutre ese árbol succionando constantemente aquel alimenticio, exquisito y selectivo nitrógeno desleído y limpio que le suministra el poeta desde la muerte. De manera natural, ese vivo extracto mortal que arranca ese árbol desde las extrañas letales del artista, ya purificadas por la muerte, nuevamente la misma planta las pone a disposición de la naturaleza con el fin de que reiteradamente las lea el lenguaje original de la vida, para que sean recogidas por la fatalidad y transmitan el mensaje intacto que el gran Raúl le quería transferir a la inmortalidad.
El poeta en la época aciaga en que yo lo conocí deambulando sin rumbo por el centro urbano de Cereté, había adquirido ya el hábito de hablar a solas. Se paseaba bien solitario de un lado a otro por las calles del pueblo mientras la gente atónita lo miraba con mucha piedad. Había perdido según algunos que ya lo conocían desde antes, su antigua espontaneidad. El apetito y el sueño habían fenecidos por el mal humor. Vivía refugiado totalmente en la soledad y parecía más bien abandonado a la buena de dios. Expresaba en voz baja una larga serie de incoherencias, invocando un sartal de asombrosas e incomprensibles presunciones. Ya no hilvanaba muy bien las ideas. Atemorizaba a todos los espectadores presentes, con unas desatinadas explicaciones y pretextos. Todo el mundo en ese momento estaba convencido en mi querido pueblo de que Raúl Gómez Jattin, había perdido el juicio. Ansioso de la soledad parecía más bien que hubiera contraído algo así como la peste del insomnio. Como si lo hubiera mordido, en alguna parte de las sagradas cámaras del corazón, un virulento rencor en contra de la realidad que lo mantenía totalmente atado y maniatado a las torturas de la fantasía. A pesar de que algunas pocas personas viejas amigas de Raúl, relativamente jóvenes todavía en esos días como Álvaro Alean, cuando él no estaba presente, aprovechaban la ausencia del poeta en las esquinas del centro de Cereté, para exaltar públicamente delante de todo el cereteano que quisiera escuchar, la inteligencia artística de Raúl, diciendo que aquel hombre raro, era un gran artista de la letra ya registrado en el teatro y la poesía nacional. Reconocido incluso en todo el país pero, desgraciadamente sin saber porqué, era totalmente desconocido e ignorado como artista hasta ese entonces en el dotado de hermosura municipio de Cereté.
Efectivamente, los oriundos fundadores y sus descendientes de esta población, que ya incluso hacían evidente el plegado de la piel, quienes además ya hacía mucho pero mucho rato habían dejado de ser pelaos tenían la firme convicción, de que los oficios y profesiones validas que alimentaban con mucha fuerza la esperanza de llegar a ser alguien muy útil en la vida y que además, debían suscitar la digna admiración de un pueblo y el férvido júbilo de la juventud, profesiones que sí valieran la pena de brindarles confianza, tiempo y dinero con los hijos, eran las profesiones tradicionales que ya todo el mundo conocía de abogado, de médico, ingeniero, arquitecto, economista, odontólogo, profesor y otras. Resolvían el problema planteado sin tanto tartamudear, expresando aquellos facilismos simples impulsados y templados por la escueta firmeza que suministra la nostalgia de los años, diciendo con un terrible sentido práctico que -esas payaserías de cicco como la poesía y el teatro, eran costumbres gitanas–pa-flojo- o –pa-loco- Además -no sevvían pa-ná- En este pueblo no le distinguían a esas ocupaciones de poeta y actor de teatro, ningún provecho efectivo en el común de la gente, sobretodo que representara alguna utilidad práctica y estuviera acorde con la necesidad del momento histórico por el cual estaba pasando la bella población cereteana. Tal vez todo este modo de pensar nativo, aunque nos parezca muy desmedido y crudo obedece definitivamente a una realidad, que aunque es difícil reconocerla, se tiene que aceptar que el mundo en esta linda jurisdicción era o es, mucho más reciente de lo que era o es, en esos otros sitios más legendarios y muy desarrollados en donde ya Raúl había estado y era muy bien reconocido como artista. Tan reciente era o es esto por aquí que incluso, jamás habíamos tenido aún como pueblo un artista embajador tan digno de honrar en la vida y con tanto renombre nacional como Raúl. No habíamos estado tanto de cerca de un hombre tan sobresaliente y recordado en las letras como el poeta. No habíamos tenido artistas tan exagerados en su talento y digno de rememorar como él. En esta comarca, éramos y somos tan recientes inclusive que todavía es hora y tiempo, que muchas obras públicas de envergaduras en la región, carecían o carecen de nombre en especial. A pesar de que muy bien todos sabíamos o sabemos que las obras públicas tuvieron o tienen por lo menos autores políticos, pero nadie las había inaugurado en la memoria del hondo corazón del pueblo y en el inconsciente nativo profundo de los cereteanos, reconociéndoles el nombre insigne de algún personaje de significación local, recordando algún mártir doméstico, o poniéndoles aquella identificación que fuera especial y característica para nosotros. No se había hecho esto con nadie porque en realidad, es época en que todavía éramos o somos tan recientes, que nuestros mártires y próceres estaban o estuvieron moros antes de Raúl en el inconsciente, sin nombres y sin bautizar. Aquellas grandes figuras locales históricas o artísticas que valían o valen la pena reverenciar en el corazón de la memoria, no las teníamos previas al fastuoso Raúl. Carecíamos de muertos insignes como el poeta. Los únicos mártires y próceres que dominaban el pensamiento de nuestro recuerdo psíquico eran los anticuados y vetustos nombres del santoral, descritos en el viejo y nuevo testamento, sembrados en la memoria por el fértil temor a la muerte y a lo desconocido a través de las sagradas escrituras pero, no eran ni son reconocidos incondicionalmente como nuestros propios y verdaderos muertos. Es tanto, que cuando uno por alguna razón de manera atenta se quería o se quiere referir todavía a esas obras que carecen de nombres, tenía o tiene todavía que nómbralas indicando directamente el servicio que prestan o han prestado siempre, o describir desde cuando proporcionaban o proporcionan el servicio, o enumerando la función que cumplían, incluso a veces para bien poder identificarlas había o hay que especificar el momento y el orden cronológico comparativamente en el que aparecían por primera vez las obras con respecto a las demás de su tipo. En fin, la identificación se hacía o se hace por cualquier aspecto inédito clarividente, por algún talante sobresaliente y especial, que definitivamente escogiera o escoja la magia de la intuición popular tal que siempre permita identificar fácilmente en el corazón del pueblo cereteano a determinada obra. Por ejemplo se decía o se dice “puente nuevo” o “puente metálico” porque había sido cimentado un pasadero sobre el Bugre en puro hierro, mucho tiempo después del viejo puente de madera. Fue construido el puente nuevo metálico a 600 metros arriba del viejo, con el fin de que los camperos willys y las chivas que iban o venían diariamente de Lorica, no tuvieran que darse la vuelta por el puente viejo de madera para establecer su comunicación directa con Montería. La fantástica sagacidad cereteana lo identificaba así de esa manera, para poder diferenciarlo sin complicación del viejo puente de madera carcomida, diciendo puente nuevo o puente metálico. La denominada calle del comercio, que fue el foco vial embrionario del pueblo de donde se multiplicó expansivamente la población comercial y urbana del naciente Cereté. El llamado callejón de los almendros por la cantidad de arboles de ese tipo existentes en ese pequeño tramo. La nombrada calle de las Flórez, que es todavía una vía paralela ubicada arriba de la calle del comercio, era o es una senda residencial que para esa época estaba creada como en otro tiempo, fundada por y para ricos recientes. Las casas grandes, hermosas y frescas de esta calle han tenido o tienen aún, una vivienda residencial prototipo y ejemplar que era o es la más representativa de la respectiva calle, bautizada con una denominación que hace honor a su prestigiosa dueña, que era o es, un nombre hasta demasiado acorde con la belleza y amplitud del emporio, como Villa Devora. Residencia con relucientes pisos embaldosados en blanco y negro en contraste de ajedrez a partir de la puerta de la entrada hasta la cocina, y esto incluso se había atribuido más de una vez a la pasión y al temperamento dominante e influyente de su dueño el sonado conservador don Miguel García Sánchez, quien fue tal vez uno de los últimos miembros de aquellas grandes familias cereteanas que se arrodillaban en la calle, cuando veían pasar la pomposa carroza del arzobispo. Sin ocurrírseles que los pisos en ese contraste, fue una debilidad común del maestro constructor que era un emigrante cubano conocido como el maestro Baró, quien tomaba esta manía de las influencias generalizadas en estos parajes americanos, de los embelecos deslumbradores de los maestros de obras catalanes. Las baldosas de Villa Devora, tratando de mejorar el tranquilo silencio del ámbito, habían sido cubiertas por hermosas y aristocráticas alfombras que aunque tenían un solo nudo persa asimétrico, eran legítimas alfombras turcas importadas. La sala de esta cómoda residencia era o es amplia y con un sosegado espacio libre, con cielos muy altos como toda la casa, seis ventanas de cuerpo entero sobre la calle. En todas las habitaciones de la casa habían colgadas unas lámparas de Murano en lágrimas de cristal de roca. Era igual a la gran mayoría de las residencias tradicionales de la calle de las flores, que eran de una sola planta y con un pórtico de guapas columnas dóricas en la terraza exterior, circundando amplios jardines impregnados por la fragancia de las rosas, desde la cual se dominaba a la atravesada muralla que soportaba pasar a las lanchas motorizadas del Sinú repletas de manteca colora. Había en casi todas las residencias de la calle, galerías de helechos y begonias, atrios internos con la fuerte fragancia nocturna de los lirios o azucenas, pasajes domésticos de curiosos anturios inmortales, las dalias de fantasía, los bonches asiáticos, las resistentes veraneras, albercas con nenúfares criollos, los canteros de heliotropos que perfumaban las casas al atardecer, los girasoles de margaritas. Dispersas entre los hicacos y las astromelias, también se notaban con los pies bien plantados, el juicio y el recelo de las mismas señoronas de apellidos largos como doña Devora, amas de casa de la respectiva calle, administrando de cerca sus jardines. Pero aquella coherencia europea de la calle de las flores, obedecía más bien al hecho de que todos los propietarios de las construcciones de la calle incluso la misma Villa Devora, contaban con apropiados medios de influyentes y suficientes recursos económicos, además entre sí salvaguardaban alguna familiaridad, pero esa ligazón se acababa en el resto del pueblo, donde aparecían las butacas descompuestas, los asientos en madera y cuero de vaca de artesanía local, en los dormitorios sin piso además de los duros catres de tablas en esteras de bambú, aparecían también las camas de tijeras en lona blancas y las placenteras hamacas de pitas y a veces incluso, hasta las denominadas hamacas San Jacinteras pero chimbas. Sin embargo, ningún otro sitio del florecido Cereté revelaba la solemnidad escrupulosa de la calle de las flores, donde quedó ubicado por siempre el santuario de don Miguel García Sánchez hasta el momento en que se lo llevara la muerte. Al contrario de la calle de las flores, las otras vías públicas de Cereté, estaban a merced de los estropicios y los malos olores del mercado viejo o puerto, las basuras y las aguas negras. La calle de las flores tuvo siempre la suficiente atención, tranquilidad y la fragancia agradable de sus jardines de rosas. Las viviendas de la calle de las flores los medios días en Cereté, eran las más frescas en aquel momento del silencio mortal del calor en el que todo el mundo afanado buscaba a la escurridiza e intangible sombra sobre sus cabezas, cuando en realidad la tenía sin resuello reducida al silencio bajo las propias plantas de sus pies. Era una dicha los medios días hacer la siesta en la penumbra de sus dormitorios, y sentarse por la tarde en el pórtico a ver pasar los cargueros y los barcos fluviales de rueda de madera con las luces encendidas al atardecer, que con un reguero de música nostálgica iban despidiéndose del dormido concreto de la muralla. Se decía también la calle del cementerio. La carretera negra. El colegio de varones del centro. El colegio de niñas del centro. La calle del colegio de las monjas, que era o es todavía un colegio de la congragación de las hermanitas Terciarias Capuchinas, donde las señoritas de la clase media del piadoso Cereté, aprendían desde hacía medio siglo el arte y el oficio de ser maestras prestantes, era un colegio caro que tenía sus puertas abiertas a todos los aspirantes que pudieran pagarlo sin preocuparse de sus pergaminos pero con una condición que en el devoto Cereté aunque esencial, era una categoría innecesaria porque casi todo el mundo en el pueblo la cumplía, de que fueran hijas de matrimonios con padres católicos. La calle del Iris, donde quedaba un teatro llamado Iris de sillas en hierros y madera, una parte de ellas en la exclusiva luneta y la otra al popular aire libre, funcionaba con la misma etiqueta variada del teatro Fénix donde las chicas también iban a lucir los vestidos que habían estrenados el día de la virgen del Carmen, el 24 o 31 de Diciembre y no habían podido lucir en la misa. En el teatro Iris de la misma manera se festejaba también el día de la independencia de Cartagena todos los años, en el 11 de Noviembre, con unos aparatosos disfraces que algunos como los de Antolín Villadiego, se pintaban la cara de azul o se coloreaban con el rojo achiote pero, otros salían enmascarados en plásticos o tela con capuchones de llamativos colores. Esto se hizo así hasta que una noche trágica de caseta novembrina en dicho teatro, a alguien se le dio por invitar también a la muerte y ella ni corta ni perezosa atendió puntualmente y asistió disfrazada a la invitación, cuando la ciega cólera de un disfraz que nadie supo quién era, sin asco con un puñal, como si fuera el trinche de la muerte acabó con la vida de otro disfraz. Las instalaciones inicialmente colmadas del teatro Iris, quedaron esa misma madrugada totalmente vacía después de que la muerte de manera insolente se quitó sin vergüenza su fehaciente disfraz. La calle del Fénix, que se llamaba así porque allí quedaba otro teatro igual que al Iris pero llamado el teatro Fénix, donde se había impuesto la misma fórmula de los grandes estrenos de Méjico, Norteamérica y Europa. El teatro Fénix además de contar con los mismos pasajes en luneta y al aire libre semejantes a las del teatro Iris, tenía una galería popular adicional correspondiente, a dos frondosos palos de Mangos de Rosa y mangos de Calidad, ubicados en unos patios traseros, vecinos, ajenos y totalmente al frente de la pantalla de proyección cinematográfica, donde desde un comienzo algunos jóvenes osados y con las suficientes condiciones físicas, comenzaron a disfrutar trepados gratinianamente de las películas. Después de que la genial e inicial confidencia se propagó casi que por todo el engreído Cereté, inclusive, los vendedores ambulantes subían gustosamente a ofrecer y entregar los diferentes aperitivos refrescantes y pasa bocas solicitados desde las alturas de los arboles. Llegó el momento de haber inclusive, hasta más personal en la copa de los árboles que en voz alta no se cansaban de criticar y vituperar la producción cinematográfica, que el escaso número de espectadores satisfechos, que reglamentariamente habían cancelado su ingreso a la respectiva función. Habían también las llamadas calles del hospital, que eran o son las vías que deben su nombre porque llegaban directico al único y pomposo centro hospitalario del pueblo. Unas de las calles que conducen directamente al mencionado hospital, perdió después su nombre original por ser la vía, no donde velaban cadáveres algunos, sino porque era y es la calle donde burbujean los mostrarios de ataúdes, entonces en el querido Cereté se le bautiza a esa vía la tenebrosa calle de las funerarias. La calle Cartagenita, llamada así porque era una vía que salía desde la plaza central fundadora de Cereté e iba directico a un viejo y famoso burdel llamado Cartagenita, sitio donde los adolescentes llegaban atormentados por la curiosidad de lograr comparar la extraordinaria diferencia que existía entre las niñas y los animales, y donde los grandes parranderos convertían en realidad los deleites creativos del pensamiento además, fue fundado y creado por un hombre joven demasiado gordo llamado Jamallá, quien después de haber aprendido en la policía y por un tiempo en Cartagena, la especialidad de atender muy bien con todas esas jugadas secretas de la vida andariega y cabareteras de los sitios nocturnos y también a veces diurnos. Entonces, cuando todavía Jamallá no tenía los descomunales kilos de peso, llegó al bello Cereté y puso en práctica su eficaz preparación en la policía y la heroica, poniendo un negocio de preciosas matronas jóvenes traídas precisamente del mismo Cartagena, y al adquirir tanta fama y renombre con el negocio de Jamallá, por la esmerada y exquisita atención que daban en ese sitio maravilloso llamado Cartagenita, entonces la intuición popular y facilista de la gente cereteana a la bendita calle, le puso tranquilamente sin más complicaciones el nombre de la calle Cartagenita. Cuando contaba ya con mucho renombre y prestigio, el sitio ubicado en la calle Cartagenita, el gordo Jamallá o dueño del cabaré, no necesitaba, ni tampoco podía por lo gordo, ni siquiera pararse de la mecedora para recibir la plata y las cuentas del efectivo movimiento de la empresa, tenía el mismo puesto literario de un papá grande, sin la necesidad de que le dejaran quemar la casa o el negocio, era un homologo a la mamá grande precisamente por lo gordo, que ya tenía adquiridos la bobadita de unos 300 kilogramos de peso, la cara y el cuello se le había puesto como un carbón por lo negro, la voz le había perdido la agudeza de la escuálida juventud y la tenía más gruesa, grave y ronca. Esa calle Cartagenita no perdió actualidad en el corazón de la juventud cereteana, porque después que se acabó el cabaret de Jamallá, inclusive muy cerca del papá grande y al finalizar la calle, construyeron el prestigioso colegió público y mixto de bachillerato Marceliano Polo, quien le debe su nombre a un acreditado docente cereteano. Este famoso colegio fue la institución cereteana que se dio el placer y el gusto de traer a Cereté un docente intelectual de la talla del físico Pote. La universidad de Córdoba quedó boquiabierta y no pudo aguantar las ganas de robárselo y así fue se lo robó y se lo llevó cuando se enteró, de que un físico tan eminente enseñaba física pura cerquita de Jamallá. La calle del Chelo que era otra vía identificada por el hecho de heredar su nombre, del dueño del prostíbulo que se ubicaba en la respectiva arteria. Un hombre que tenía el mismo negocio pero era la antítesis exacta del gordo Jamallá, de contextura frágil, tenía la vos delgadita y fina, al contrario del mamador de gallo y obeso Jamallá era de mal genio y las cuestiones expertas de la mancebía las tenía aprendidas aquí en la misma región, y estaba ubicado en un polo geográfico contrario de Cereté en el extremo noroccidental, totalmente opuesto a la ubicación de Jamallá. Todo el mundo le decía con mucho cariño, el Chelo, precisamente porque a su madre que se llamaba Cielo, cuando él estaba niño y siendo muy pequeño a su mama, la llamaba y con mucho cariño le decía Chelo, porque la lengua todavía no le daba por su escaso desarrollo lingüístico y edad para decir claramente Cielo. La calle de la Planta, que se llamaba así porque era la calle donde quedaba un local que inicialmente tenía la primera y única planta eléctrica del pueblo además, era el sitio cereteano donde se fabricaron por mucho tiempo, a partir de una materia prima tan común y corriente como el agua, unos grandes bloques de hielo a gran escala, que eran como unos diamantes cristalinos hexaédricos paralelepípedos rectangulares de un metro de largo, treinta centímetros de ancho y lo mismo de alto. Bloques humeantes que expelían un fresco vapor glacial con difusas agujas en su interior, que descomponían a los penetrantes rayos solares en colores brillantes de azul violeta. Para ampararlos del previsto deshielo, había que revolcarlos siempre en una amarilla y pegadiza pila de afrecho de arroz y que consiguieran quedar envueltos de una capa irregular protectora del bendito afrecho. Eran divididos como si lo hicieran con una adiestrada y tajante cierra intangible pero, a través de unos firmes e inteligentes punzones cortantes, que trazaban muy bien el corte de los bloques en perfecta línea recta. Cuando le sofocaban los vapores del temperamento a un bloque de hielo, rascándole el vientre con un metálico cepillo inoxidable, ellos de la cólera adquirida hacían vomitar a los osados cepillos de una dúctil y nevada masa blanda, que puestas en unos pequeños vasitos cónicos y chorreados con una tintura almíbar de diferentes colores y sabores, ayudaban a embolataban el paladar y la vista para poder soportar, las empapadas de sudor ocasionadas por el sofocante calor de la región. Estaba también la calle de la turca Zunilda, porque allí estaba ubicado uno de los grandes graneros abastecedores de todo el comercio cereteano y el nombre de la dueña era Zunilda Zaab. Existía la calle de la muralla, en fin, las calles de Cereté de esa manera, quedaban identificadas y también el resto de las obras públicas. Había también la calle de San Antonio, cuyo nombre fue escogido del santoral de las sagradas escrituras por el padre Correa, enseguida todo el pueblo cereteano lo adoptó con mucho beneplácito y disciplina para que de pronto Dios no fuera a tomar como agravio personal, el desprecio que el caprichoso Cereté, le había parecido la metodología utilizada por sus intermediarios.
En épocas de fuerte invierno al río Bugre, por la confabulación de la lluvia, se le perdía su cauce en la ciénaga tragándose la enorme región, y se convertía todo indiviso en un inmenso tremedal de agua donde solo se escuchaban las trompetas de las parejas de grullas, con una extensa fauna de solitarias garzas de largas patas amarillas, el pato cucharo, el pato barraquete, el pato cuervo, el chavarrí, las hicoteas, las manadas de ponches, las babillas, los pisingos, los flamencos criollos, las viudas y había toda clase de patos cienegueros. Cuando los moradores tenían el agua al pescuezo, con un pesar en el corazón propio de damnificados remotos, abandonaban su terruño que lo dejaban en un sitio, con un nombre, pero lo encontraban con otro parecido calificativo en otro lugar cercano. Huían hacía las regiones más altas como Tres Marías, Cazuelas y el Banco de los Indios ubicadas en la margen izquierda del río Sinú. No lo hacían desplazándose de la misma manera en dirección contraria, es decir hacia la margen derecha del Sinú y el Bugre en dirección a los lados de Martínez, porque esos hermosos lugares casualmente venían también por esos días azotados de igual forma, por una negra e intensa creciente de monte, que casi siempre venía arrasando y anegando de podredumbre y de manera silenciosa, todo lo que encontraba a su paso. Flotando en la superficie de la ciénaga reiteradamente, quedaría una señal constante indicando que en ese prodigioso sitio, debajo en el fondo de la ciénaga estaba ubicada la fértil tierra del hundido pueblo de Cereté. Los demás puntos geográficos de la extensa ciénaga, aunque sus terrenos estuvieran también bajo la misma agua, la superficie del pantano cereteano subsistiría marcada de manera constante por una espesa vegetación de flores que nacieron silvestres en ese terreno, no fue necesario sembrarlas para que nacieran esas flores en Cereté. A medida que el agua paulatinamente subía su nivel, a esa medida seguían muriéndose poco a poco los diferentes tipos nativos de hermosas flores, las primeras que morían eran las rosas, enseguida lo hacían las begonias, las dalias, las margaritas, las azucenas, los heliotropos, los helechos, los lirios, los hicacos, pero otras especies como los nenúfares azules y blancos eran demasiado veteranas, que seguían incluso hasta más florecidos, como si nada les hubiera pasado, quienes a esa misma medida poco a poco iban también alargando mucho más sus tallos y bejucos, quienes habían quedados en conexión bien enraizados directamente desde el enorme fondo de la ciénaga, porque en realidad su interés natural y providencial era que de no se confundiera el terruño quedando marcado e identificado ese sitio prodigioso por siempre en la superficie del agua, para que el ánima del astro Sol y el alma de la Luna enamorada, que ya conocían desde hacía mucho tiempo la belleza del suelo cereteano, no olvidaran invariablemente el sitio exacto donde había quedado escondido y ahogado este pequeño lote de planeta encantado y hermoso jardín cereteano. Tanto era el celo que tenían los benditos nenúfares para dejar muy bien reconocido y con la mayor claridad posible la identidad de este corto valle cereteano, que incluso hasta se turnaban muy bien los respectivos compromisos de cada uno durante todo el día, tal como si este pequeño tramo de llanura perteneciente al Oro Blanco, hubiera sido un corto trayecto del valle del Nilo en Colombia. Abrían durante el día unos de los respectivos tipos de nenúfares sus lindas flores azules, cuando empezaba la luz del incandescente Sol por las mañanas para hundirse en el agua por las tardes, mientras que las otras clases de nenúfares con plenitud abrían en la oscuridad sus flores blancas a la relumbrante Luna y estrellas en los inicios de las negras noches, y se cerraban cuando aparecían nuevamente los tibios e iniciales rayos solares del amanecer. Cuando el susodicho invierno fuera demasiado fuerte e intenso, para perseverar por todo el tiempo necesario el pleno bienestar de los nenúfares, aparecerían las sedentarias Jacanas quienes serían unas aves limpiadoras, que siempre andarían vigilando y defendiendo biológicamente la buena salud de los nenúfares florecidos, ellas con sus expertos picos pasarían minuciosamente depredando y limpiando de los insectos y otros invertebrados vegetantes a los respectivos nenúfares, para que continuaran la subsistencia sana y siguieran viviendo mamitiaditos e impecablemente flotando muy saludables y florecidos en la superficie del agua, situada justamente sobre la misma dirección de la profundidad donde estaría ubicado el suelo cereteano que había quedado escondido debajo de esa capa de agua del gran charco. Unos astutos misioneros cayeron en cuenta de esta extraordinaria cualidad particular y propia de la tierra cereteana y en un largo verano devastaron, una pequeña área plana del campo florecido, que estaba poblada de toda clase de hermosas flores silvestres, lo hicieron para construir en él, un sagrado templo en madera de la iglesia católica, mirando al río, una plaza en frente de la iglesia y unos 500 metros de camino perpendicular al Bugre, quién más tarde sería la calle del comercio, que iba verticalmente desde la nueva plaza católica de manera directa hasta el río. El puente de madera fue construido en el mismo material de la iglesia, mucho tiempo después al frente del respectivo templo católico. Esa fue la dirección precisa en la ciénaga para escoger el sitio exacto donde se debía construir el puente viejo de madera, enfrente de la sagrada iglesia de madera. Incluso para construir el puente viejo de madera hubo que destruir también jardines ribereños repletos de flores. Es decir en Cereté, las malezas eran los matorrales de flores. A medida que descendía insensiblemente el apenado nivel de las inundaciones, las almas desafiantes de los pescadores más arrojados y sigilosos, a ese mismo ritmo, volvían a instalar lentamente sus nuevos albergues y cambuchos, con las ilusiones evocadoras de pueblos soñadores y ríos perdidos, que resurgían en la memoria pero con distintos nombres parecidos a los anteriores y en otros lugares cercanos. Los mismos ríos volvían a existir con otro curso muy próximo al viejo. Hasta el mismo puente viejo de madera quedaba a veces muy pero muy por debajo de las aguas. En los intensos inviernos ni siquiera se le podían vislumbrar sus cortas barandas, en toda la región solo permanecían distinguidos en la ciénaga, el sitió exacto o el área marcada por los nenúfares donde quedaba el suelo preciso del florecido Cereté. El puente viejo de madera siempre estuvo atento comunicándose con la iglesia y su plaza central, a través de la distinguida calle del comercio, a quien también para poder marcarla como trocha naciente y empezar a trillarla como una travesía primitiva inicial, hubo que abrirle paso entre los atajos de plantas de flores. La muralla extendida ha sido siempre como un kilometro de fino cemento en concreto, construida en un fuerte y largo verano, sobre la garganta de la margen derecha del arco que describe el meandro del río Bugre en Cereté. Va en sí desde unos metros arriba del puente nuevo, hasta el propio pegue un kilometro abajo con las raíces superficiales de una gigantesca bonga Majumba ribereña. Ha sido la muralla un testigo fiel, mudo y apacible de como se fueron desapareciendo de manera lenta los florecidos campos cereteanos atestados de las hermosas flores, madrigales que ella los encontró sembrados en un primaveral Cereté y también fue la muralla, un espectador silencioso de aquella bonanza naufraga que tuvo el pueblo y el lento agotamiento del río Bugre. La muralla triste observa con nostalgia no más, de como se le viene arrimando cada día más y encima de ella, la otra margen del río, la muralla la ve cada día más cerca de sí. La muralla ha visto angustiosamente de como se perdieron de sus pies, todos tipo de peces, de como se ha enturbiado el agua de sus fauces, de como la están enterrando cada día más, sin una noche de velorio, sin llantos, sin duelo y sin amargura. El río Bugre no ha quedado sino como un caldo de cultivo para proteger las diferentes especies de ácaros tan selectivos como aquel arador de la sarna. Es por eso que el estrato córneo de la piel de los cereteanos, se puede utilizar para identificar como una carta dental o un mapa genético en cualquier parte del mundo, porque tienen los túneles originales del acaro arador de la sabrosa sarna. Incluso han llegado compañías transnacionales con el fin de hacer estudios de la susceptibilidad del animal a la ivermectina y otras moléculas, en los fructíferos cultivos cereteanos del Sarcoptes Escabiei. El viejo puente de madera se le muere lentamente de frente y en la presencia de la sosegada muralla, se le desploma en su cara y le cae sobre sus duros hombros. El río Bugre agoniza estremecidamente delante la triste mirada e indiferente a propósito de la serena muralla. Fue construida con el fin de que en compañía del portentoso puente nuevo, ayudara al apurado y viejo puente de madera, para que terminaran de consolidar a este lindo pueblo. Buscaban estabilizar y terminar de aquietar con dos tiros más, al revoltoso e indomable caudal del Bugre. Este acostumbraba a mudarse tras los inviernos con mucha frecuencia, alterando su curso como río, cambiando fácilmente la dirección del torrente caudal. El puente viejo de madera, quien para la muralla siempre estaba dormido y atravesado sobre el caudaloso Bugre, sin embargo, se mantenía muy despierto señalando tenazmente con uno de sus extremos a la iglesia San Antonio de Padua y marcaba entusiasmado, el sitio exacto de la ciénaga que siempre permanecía lleno de flores. Se quiso dejar la muralla con el puente viejo de madera en un verano, como señal inicial definida en caso de que las flores se murieran y desaparecieran en un invierno, pero no fue así, siempre permanecieron firmes las flores y el puente marcando continuamente el sitio abandonado en el mapa de la ciénaga. Después en otro verano al puente viejo de madera lo acompañó también el puente nuevo y el concreto de la muralla, con el fin de poder someter definitivamente al indomable río Bugre, para que quedara cortando para siempre la denominada calle del comercio. Es más y le sigue, paralela a la muralla también se levanta de inmediato, después de limpiar entre los matorrales de flores, de los claveles criollos y otras más una calle semejante vinculada al río llamada la calle de la muralla. En seguida casi de inmediato, se levantaron en esa incipiente arteria, viviendas que observaban el frente paso del río y que no necesitaron escrituras, ni decretos, ni edictos, ni fallos de sucesiones, sin permutas, sin concesiones, sin contratos. Nadie se opuso a la construcción de aquel sector escogido para residencias por ricos recientes, en esas moradas de primera que miraban el correr de las aguas del río Bugre. De esos terrenos se encargaron la familia García quienes fueron los organizadores más osados, que realmente promovieron ante el gobierno nacional, la iniciativa que terminó en la construcción definitiva del puente y la muralla. Cuando se levanta la trinchera amurallada y su vía, surgen automáticamente dos nuevas calles aledañas, marginales y paralelas a la del paso del comercio. Una arriba y la otra debajo de la calle del comercio. La calle de arriba se bautizó de la Flores porque allí respetaron en ella a la devastación de los jardines de rosas y flores diversas y su aspecto quedó adornado de madrigales, la otra calle debajo de la calle del comercio, tomó su nombre del santuario recordado en las sagradas escrituras, y sin mucho esfuerzo nemotécnico porque, era el mismo nombre del fundador del templo de la iglesia, la calle de San Antonio.
El acogedor Cereté era en ese entonces una florecida aldea en un huerto de flores, con construcciones domésticas que a cualquiera de ellas se podía llegar en la misma tarde caminado de a pie y sin montura. Las casas eran en paredes de bahareque levantadas con filas de caña flecha, amarradas con bejucos y repelladas integralmente con una mezcla de moñinga de vaca, cal y arena, debajo de unos techos de palmas amargas, sostenidos sobre unos horcones de palmito. Alzadas a la orilla del rio Bugre en unos terrenos de nadie, cenagosos y baldíos. Terrenos que la mayoría en el centro de la aldea, mucho pero mucho antes de un gran incendio, correspondían a viviendas con negocios propios de unos audaces y advenedizos comerciantes turcos y criollos, que habían desplazado a los antiguos habitantes del irrumpido jardín cereteano, quienes aún seguían trabajando con sus perecederos recursos de siempre, pero reconfortados en todo caso por el claro sentimiento de haber sobrevivido a las múltiples calamidades de los aciagos tiempos, gracias a la piedad de las flores. Construcciones que después de quemadas en su mayoría, fueron remplazadas por paredes de madera y techos de zinc a la orilla de un inestable y recién nacido caudaloso río Bugre. Era tan reciente el Bugre que su parecido padre el río Sinú, tenía muy poco tiempo de haberlo dejado huérfano y recién parido, por eso el río Bugre y su padre se atemorizaron por la presencia de la muralla y los puentes. Su padre el Sinú decidió cambiar de curso, cuando se dio cuenta de que le habían construido el puente nuevo y la resistente trampa mortal de la muralla, que era válida para poder dominarlos y estancarlos obligados, pero el río Sinú la había interpretado como una obra que tenía intenciones nefastas contra él. Fue tan drástico y definido el Sinú al cambiar su curso, que lentamente se fue llevando también con él a cosas que no estaban en juego como al bocachico, al bagre, a la mojarra, al sábalo, a la liseta, al babbú, al moncholo, el cacucho en fin, se llevó a toda una familia de peces de agua dulce y fue tanto el miedo, que tampoco dejo ni siquiera a las lanchas de motores que transportaban la manteca colora, el ganado, las frutas y el pescado para Lorica y Cartagena. Pero, abandonó sin saber de lo que se perdía por lo valioso que era el despreciado ancladero del Bugre cereteano, desperdició a un excelente y fructífero puerto de extraordinaria y privilegiada posición con respecto a Lorica y Cartagena. Con el recién marchado río Sinú, contando con un Bugre adolescente, aun así era un pueblo activo con una ruta de comercio permanente. Fue por aquí por donde llegaron los primeros árabes en pantuflas con el kibbe libanes, con aquellas truculentas ruletas donde se apostaban las partidas con vacas, con toros, con terneros y hasta con cuarterones de tierra. Los árabes trajeron las carabinas, los revólveres largos y cortos, las escopetas de uno y dos cañones y las bagatelas de la suerte. Llegaron cambiando además telares desconocidos, geniales gargantillas, pulseras y anillos de fantasías, acuarelas cosméticas y cofres con bailarinas de cuerda que las cambiaban por guacamayas, por plátanos grandes, por animales domésticos como las gallinas, los pavos, las vacas y los terneros, incluso hasta por tareas de tierra cambalachaban los desconocidos cortes de seda y olan. Fueron los árabes quienes audazmente delimitaron con camellones y carreteras cerradas, extensas áreas circulares de agua pertenecientes a la superficie natural de la ciénaga baldía, para luego secarlos y declararlos terrenos emancipados como si fueran nuevamente redescubiertos. No había un instante de reposo. Todo el mundo vivía fascinado en Cereté por una realidad inmediata que entonces resultaba más fantástica que el vasto universo de cualquier romántico soñador. Decenas de forasteros transitaban habitualmente por Cereté sin tener que suscitar inquietudes ni anticipar proclamas ocultas. Era una bonanza de alucinación. Cereté se sumergía en una bienandanza de maravilla. Fue la época cuando fácilmente encontrábamos distraídos en cualquier esquina, parados tranquilamente en las fritangas o en las mesas de fresco, animadores y comediantes de la televisión nacional como Pacheco y Bebe, artistas muy famosos vestidos en elásticas sudaderas ajustadas al cuerpo con zapatillas en colores de bailarín. Nos estrellábamos con tan renombrados en el mundo artístico como Antonio Aguilar, como Flor silvestre, como los Enanitos toreros del Empastre, a Pedro Infante, a Paquirri, a Joselillo de Colombia, etc. En cualquier parte del fascinante Cereté encontrábamos aventurando de pronto al excelente Poncho Zuleta muy enguayabado, tomando whisky de donde Ina García con el Bakike Esquivia, el Nabo Cogollo, Nando Otero y José Miguel Ramos, discutían mucho sobre la diferencia que había entre el son “Vallenato” y el son llamado “Sinunato”. El Bakike decía que “Sinunato” era aquel ritmo que resultaba ser un “Vallenato” cualquiera pero acompañado de instrumentos de vientos como el clarinete, la trompeta o el saxofón y que podía o no incluir historias que fueran del mismo valle del Sinú. Por esto el Bakike indicaba que la “Polaca” de Orinson Durango hubiera podido ser un “Sinunato” y no simplemente un “Vallenato”. En nuestro pueblo estaña la plaza de toros del Socorro de Cereté, que no tenía nada que envidiarles a la Santamaría de Bogotá, a la Cañaveralejo de Cali, a la Macarena en Medellín, a la plaza de toros de Manizales, en ella se hacían a cada momento, espectaculares tardes taurinas de la ganadería local del Socorro a sangre, sol y arena presentando a toreros de renombres con famosas alternativas vigentes. Se había desatado por todo esto tanta furia y fiebre de la juventud ceretana por los toros de cartel, que aparecieron nombres artísticos en el ruedo criollo como el del Nolillo de América, el Pachequín de Colombia Eterna, el Filpe Suramericano, el Pepe Ruiz de Cereté, El Noval del Sinú, El Zurita del Socorro y otros oriundos cereteanos aficionados a la tauromaquia, a quienes no los dejaba dormir tranquilo la ilusión de conseguir la fama en lidiar toros bravos y de llegar a ser grandes alternativas de prestigiosos carteles que no tuvieran nada que ver con las drogas de moda, sino con el mundo taurino. La plaza se utilizaba también para otros grandes espectáculos que iban desde los caballos amaestrados de Antonio Aguilar, hasta el hombre que arrastraba con prisa un campero halándolo con dos grandes anzuelos incrustados en la piel de los omoplatos. Todo el mundo existía encantado de haber nacido en el bello jardín cereteano por unas circunstancias apasionantes e inmediatas. Había un intenso campeonato de futbol aficionado de primera división, donde participaban 20 equipos oriundos todos de Cereté, con niveles futbolísticos de reserva que aunque era aficionado los clubes profesionales del Junior de Barranquilla, el Unión Magdalena, el Millonario y Santa Fe de Bogotá, el Nacional y Medellín de Antioquía, el Cali, el América en fin, casi todos los clubes del futbol profesional colombiano se morían para que los jugadores cereteanos les sirviera para ellos presentarlos como reservas propias. Ninguno de los jugadores criollos aficionado en los cuales se había fijado el futbol profesional, fueron capaces de vencer la inmensa nostalgia que les causaba el hecho de pensar en tener que desprenderse del querido pueblo. Había jugadores tan hábiles con el balón que hacían de 5 y 6 mil pinolitas y respingones como el Cascarita Bustos. Este diminuto cascaroncito de hombre que jugando al futbol se convertía en un semejante y habilidoso cascarón humano, le llamaban así porque prácticamente sorprendía la manera como encascaraba la pelota, y se daba la gran magnificencia de que cuando iba a toda carrera en el campo de juego, súper escondía la esférica de tal manera, como si la llevara metida en una cascara que nadie pudo jamás saber donde la llevaba, hasta que al final incomprensiblemente la sacaba y la dejaba ver nuevamente entrando al arco contrario. Disfrutaba la afición cereteana de observar a jugadores tan excelentes de la talla de Julio Muñoz, el gran Gaviria, el famoso Conchen, el arqueado Revollo, de Guaranda y muchos más, porque eran campeones que contaban con unos arranques que le imprimían tanta velocidad a la bola, que cuando corrían la pelota por inercia quedaba dormida y adherida entre sus genitales masculinos. Eran jugadores que tenían tanto genio para practicar el futbol, que daba gusto ir a verles sus gambetas, sus dribles, sus amagues que engañaban, asustaban y espantaban a cualquiera y no tenían nada que envidiarles a Pele, a Maradona o a Messi y otros que serían delante de ellos como unos pelagatos del futbol al frente de estos grandes deportistas cereteanos. En Cereté se hacían encuentros de futbol a muerte. Había un portero de dos metros y medio de altura que nadie supo de donde carajo había salido ese deportista denominado el gran Sobrao, pero que tenía el distinguido privilegio de poder estirarse como un caucho súper elástico en el arco de poste a poste, para evitar goleadas en las porterías de la cancha de Santa Teresa. Este arquero del futbol dejo a la fanaticada cereteana un discípulo fiel llamado el Pintoso, quien a pesar de ser deportista de mucha menor talla, tenía mejores cualidades que el glorioso Sobrao, además vestía elegantemente como arquero joven siempre de negro impecable. La pequeña empresa privada local estaba locamente volcada sobre el futbol aficionado. Los dueños de los almacenes de ropas agachates, esos propietarios agachados en Cereté eran uno que si el puntero derecho de un equipo, que si el defensa del otro, que si el medio campista o delantero incluso, hasta los patrones de los almacenes legales de ropa de categoría como el Londres, el Madrid y otros jugaban el deporte del balompié, los dueños de las droguerías como por ejemplo los Puches, eran futbolistas y hacían una fiesta de loco entusiasmo con el ánimo de los partidos de futbol, los amos de las estaciones de gasolina no pudieron aguantar las ganas de vincularse a las transmisiones del futbol. Daba gusto ver el desfile tan copioso de notar tanta gente de cómo salía los sábados y Domingos por las tardes de los barrios en dirección a la plaza Santa Teresa, tal como si se espantara un nutrido hormiguero humano ubicado en los suburbios del pueblo por ejemplo el barrio Santa María, que solo él, tenía dos equipos de futbol. Los sábados y domingos a los muchachos, los envolvía como un efusivo sentimiento con mucha añoranza porque estaban siendo desafiados íntimamente por el entusiasmo de llegar a ser por lo menos, un aficionado inactivo del fútbol. Esas tardes de fútbol eran renombradas y muy famosas, enloquecían a todo Cereté incluso, fue un escenario ideal para que muchos jóvenes, que viendo frustradas sus esperanzas como futbolista, escogieran otro oficio y arte pero relacionado con el mismo balompié, algunos se dedicaron fue a transmitir los mismos partidos del espectáculo y esto dio asiento u origen, al nacimiento de una radiodifusora criolla llamada la voz de Cereté y aparecieron narradores renombrados en toda la región y el país como Edwin Tuiran Ruiz, Marcos Tulio Rhenals, Jairo Polo Herrera entre otros. Dentro los forasteros que aparecieron en Cereté, atraídos por los vientos de la fantasía y el bienestar en el pueblo, que les había llegado a sus oídos esa fama de que en este medio se impulsaba el deporte y a todos los sectores del bienestar, hizo venir a personal como Juan Gil guiados por el buen olor que percibían en su olfato comercial, aparecieron unos experimentados mecánicos oriundos del Corralito de Piedra, otros eran expertos en soldadura eléctrica y autógena procedentes también de la misma heroica, herreros especializados que venían igualmente del propio Cartagena que utilizaron todos al boxeo como un medio de publicidad o como un intermediario deportivo, para que el pueblo de Cereté les conociera la capacidad en la prestación de sus servicios profesionales de alguna manera y para eso cada uno por su lado, fundaron en sus respectivos talleres una cuerda diferente de boxeo y es así como aparecen Boxeadores criollos profesionales como Juan Martínez que le ganó una pelea por nocaut técnico a Pambelé, florecieron también otros guerreros boxeadores profesionales como Mario León que peleó 50 veces el título mundial mosca en todas partes del mundo, sin poder ganárselo. Salió un pupilo nacido en el Cañito de los Sábalos, que casi da el salto del amateurismo hacia el profesionalismo, por lo muy bueno y rápido pero, fue tan de malas ese muchacho que no le pudieron encontrar un contendor, para si quiera practicar en toda la región, por el preciso peso raquítico de mosquito hambriento y que le coincidiera con más de dos metros de talla que tenía. Casi todos los fines de semana habían gigantescas peleas en las galleras, en los parques, en una de las cuerdas, en el circo de toros, en fin, en casi todas partes se construían improvisados cuadriláteros para hacer las grandes peleas amateur entre los contendores de las diferentes cuerdas de los talleres. Algunos de estos recién llegados cartageneros como Genaro Ávila, no le gustaba el boxeo e hicieron algo parecido pero con el beisbol y aparecieron nombres como Nacamura, sin embargo algunos de sus familiares se dedicaron al boxeo como le sucedió a su hermano Bonifacio Ávila que lo trajeron joven a este pueblo y siendo un niño se inició como boxeador en esta tierra de profetas. En Cereté todo era alegría y la gente vivía cautivada por respirar el néctar penetrante de las rosas que se conservaba disperso siempre sobre el cielo cereteano y que mantenía a todo el mundo en un delirante regocijo tan demoledor propiciado por los bellos tiempos. Llegaron al amañador Cereté contrabandistas famosos procedentes de la Guajira, a quienes también les llegó a la península el penetrante aroma de la tierra cereteana. Tocó a Cereté Crispulo Lopesierra, un lacónico señor de casi dos metros de alto, siempre bien vestido con camisa guayabera beige, zapatos tres coronas con suelas de cuero, semicanoso, calvicie moderada, delgado, conocido por todo Cereté cariñosamente como el viejo Crispulo. Era el comandante de un grupo de diez o doce guajiros parientes del mismo viejo Crispulo. Vino Enrique, Jaime Lindo, Jaime Cardozo, vino Mi Dios, Jorge Lopesierra, el Monchy etc. Todos ellos mantenían bien sujeto en la pretina incluso el mismo viejo, un revólver Smith & Weston 38 cañón largo. El viejo Crispulo mantenía una quería en cada barrio de Cereté y a todas las visitaba la misma noche que parrandeaba en las madrugadas cuando estaba tomando tragos. Muchas mujeres se morían de amor ciego por el respetado Crispulo Lopesierra. Los guajiros inundaron a este bello pueblo de millones de pacas circulantes de cigarrillos Kent y Marlboro, entraron también miles de litros de agua de colonias María Farina. Cuando el viejo Crispulo estaba entrando algunos camiones llenos de contrabando, casi siempre se iba la luz eléctrica en todo Cereté y en el pueblo por costumbre se cerraban los ojos para no ver lo que pasaba en los camiones, incluso era tanta esa práctica que todo el mundo estaba de acuerdo que a veces se iba la luz por otras razones y enseguida la gente tranquilamente decía –eso eqque deben está pasando aggún contrabando-. El viejo Crispulo tomaba como licor solo whisky Old Par, una vez al mes o después de finalizar un viaje victorioso y duraba diez a quince días en cada parranda. Comía en las madrugadas de los alborozos, puro pollo adolescente criollo y guisado. Cuando estaba en los regocijos lo acompañaban todos los compañeros de trabajo y los familiares guajiros del viejo Crispulo, andaban todos como una jauría y se podía reconocer fácilmente cuando estaban en eso, porque andaban de 3-4 camionetas Rangeres a todo trajín con pasacintas de puros vallenatos de los Zuletas y Jorge Oñate a todo volumen. Después de culminar la entrada exitosa de un viaje del codiciado contrabando, en los días siguientes, se notaban como llegaban al frente de la casa del viejo Crispulo, las largas filas de los distintos carros de la policía y el ejército, felicitando al viejo contrabandista por el triunfo de la operación. Aparecieron también en el pueblo docentes estrenados en diferentes partes del litoral. Prosperaron talentos adiestrados en otras partes, como por ejemplo de Cartagena llegó el profesor Alfonso Banquet, que además de ser un gran pedagogo y máster de la taquigrafía china, conjuntamente había inventado muchos trucos de la contabilidad moderna, también era un gran instructor de beisbol y gran conocedor de la música antillana. En estos lares se hizo presente también un gran docente físico del altiplano, a quien le pegó el aroma en Bogotá de las flores cereteanas y le llamó la atención los buenos tiempos florecidos de este bello pueblo. Era un gran profesor de física pura que incluso, la universidad de Córdoba cuando de pronto se dio cuenta que estaba revuelto entre nosotros, en este bello municipio, semejante intelectual, docente capacitado que tenía la talla de un físico como Einstein, inclusive que delante del Pote tal como se distinguía, tenía que ver lo que iba a hacer con él y las conclusiones que estaba formulado. Entonces la universidad de Córdoba tranquilamente se llevó al Pote de este maravilloso pueblo. Llegó también un adiestrado profesor Sanpuesano llamado Ciro Solano Portacio, que prácticamente fue algo así como un reclutador de docentes desde otras partes del mundo hacía este pueblo, quien trajo a docentes destacados como el gran profesor Pacheco y al genial Tival Flórez que dejaron la semilla en el profesor Morales. El profesor Ciro Solano fundó un centro de estudios de comercio avanzado y alta gerencia de la contabilidad y la mecanografía llamado Lucas Pacioly, quien era una institución que no tenía aprobación permanente de funcionamiento y para sus efectos, era visitado todos los años por un grupo de funcionarios para que pudiera ser aprobado su funcionamiento, por el ministerio de educación anualmente. Cuando llegaban los visitadores del ministerio, no se sabe de qué almacén ni de donde pero Ciro Solano, sacaba tantas maquinas de escribir, como todas las que necesitaba para adecuadamente ejercer la enseñanza, las presentaba para que le constara a los visitadores, de que en realidad los estudiantes tenían disponibles las maquinas de escribir constantemente a su disposición para adiestrarse y aprender a escribir con ellas nuevecitas, además adecuaba los salones de una manera tan espectacular y asombrosa. Dichas maquinas de escribir aparecían sacadas como si vinieran directamente de la fábrica, con letras y números blanquitos nuevecitos distinguidos fácilmente en las teclas relucientes, estrenando cartuchos de cintas combinadas de rojo y negro sin comenzar, que lo más seguro se las prestaba a un almacén que era el único que contaría con un tan copioso y suficiente número de estas maquinas de escribir. Es tanto que una vez trajo de pronto a un profesor que lo presentó como instructor permanente de mecanografía, para que observaran con sus propios ojos los visitadores del ministerio, del tipo de pedagogos tan eficaces con que contaba el Lucas Paciolys, docente que incluso escribían 5.000 palabras por segundo en las maquinas de escribir. Después de que los visitadores del ministerio, se habían percatado por sus propias narices, de la connotada capacidad estructural y locativa, del adecuado personal capacitado y bien formado con los suficientes armatostes necesarios para su objetivo en la institución, cuando ya no les quedaba ninguna duda de las muy buenas condiciones proporcionadas, para dar el visto bueno final de las muy buenas capacidades del Lucas, entonces Ciro Solano antes de que estos visitadores firmaran la autorización de funcionamiento y regresaran a sus lugares de origen, incluso antes de devolver la gran cantidad de maquinas prestadas, se los llevaba para que disfrutaran una feliz noche de parranda, con todos los servicios pagos, con el fin de que le firmaran el visto bueno en un agradable estado de euforia, los invitaba a donde el popular Chelo o a donde la reconocida gorda Seferina. Los visitadores que venían a dar el visto bueno todos los años parecían ser los mismos, incluso se llegó a conocer por esos tiempos que hasta se peleaban entre sí, la selección de quienes se ofrecían para venir comisionados por el ministerio, para supuestamente ajustar las cuentas a Ciro Solano. Los estudiantes cuando observaban esta hermosa y apasionante comedia, en vez de sentir un enfado por las consecuencias nefastas de esta película, concebían era lo contrario, sentían era una gran felicidad por apreciarse como unos elementos importantes en la complicidad y el gran sentimiento de ser un aliado primordial del rector y dueño del Lucas don Ciro Solano Portacio, quien por esta complicidad guardaba una silenciosa recompensa de una cierta condescendencia con los morosos del pago de la correspondiente pensión mensual, pero al final sino pagaban, sacaba de clases a los estudiantes negligentes. Era tan alucinante la alegría en este bello pueblo, que la misma gente tuvo la necesidad de ingeniárselas para armar a todo tipo de sones que abarcara a todo el amplio espectro del sentimiento, del apetito y del gusto musical, y que cuando alguien quisiera escuchar un determinado son, no tuviera que ir a buscar artistas en otras latitudes. Además de la tradicional y famosa banda de música de viento, Dos de Febrero de Cereté, surgieron grandes artistas que fueron desde aquellos magos solistas de la guitarra, hasta los promotores de grandes orquestas musicales cereteanas. Aparecieron nombres artísticos fascinadores en las artimañas con la guitarra como el Cabo Herrán, quien era un maestro tan hábil en el manejo de este instrumento que lo convertía también a veces en una tumbadora e hizo muy bellas composiciones utilizando solo cuerdas y conga como: “El Guayabo de la Ye” y el “Golero Emparamao”. Florecieron colosales y magnos intérpretes como el maestro Bastidas y el gran Lander Prioló, quienes conocían muy bien los trasnochadores remedios adecuados para tratar en las madrugadas de forma eficaz, la asfixia congénita de los acordeones. Había grandes orquestas comandadas por autores tan duchos que incluso, las boquillas de las trompetas logró sacrificarles el color y la forma natural de sus labios superiores, los pistones de los mismos instrumentos había formado unos callos de roca nevada en la yema de los dedos índices, medios y anular dominante de hombres como Antolín Villadiego y el gran maestro Amado Otero. Si alguien no quería escuchar algunos de estos ritmos mencionados pero, ambicionaba incorporarse en unos deslumbramientos fachendosos de otros tiempos en otras partes del mundo, podía contratar la magia incorpórea del piano automático y ademanes fantasiosos del profesor fuerte. Cuando llegaban las entusiastas fiestas de fin de año, en el momento que ya había pasado el nacimiento del niño Dios, al instante que ya todo el pueblo gozaba deseándose prosperidades y se estaban golpeándose las espaldas de júbilo, dándose los alegres y felices años nuevos, los habitantes de Cereté cuando aún se estaban entregando el feliz año tranquilamente decían –Enesto nos estamos dando los felices años nuevos otra vez- Es decir el pueblo disfrutaba una fiesta de Diciembre, y ya estaba pensando, planeando y mirando con añoranza nuevamente al otro Diciembre. En Cereté se veía con melancolía la necesidad de inventar rápidamente otro jolgorio antes de que se viniera la Semana Santa porque, esta bendita semana religiosa que era además muy sabrosa, pero se le veía muy lejos después de Diciembre, porque estaba ubicada después de un espacio de tiempo demasiado distante. La llamada Semana Santa en este pueblo cereteano en realidad de religiosa y de santa no tenía nada, ni un pelo si quiera, ha parecido siempre más bien, como una cita con la glotonería y el azar para complacer el gusto del paladar jugando dominó, para comer apostando a los naipes, para beber alcohol mezclado con la chicha de maíz o sin chicha y disfrutar hasta la saciedad del estomago porque por esos días, aparecen los audaces revendedores de bagre pintado que lo han traído siempre ya bien compuestico y saladito del alto San Jorge y además han vendido grandes hicoteas, que se las remataban a los adiestrados pescadores cienegueros quienes las atrapan manualmente, después de haberlas localizado a través de unos reconocidos golpecitos en el fondo de las profundidades del agua, porracitos propiciados por el infalible olfato de los típicos y apalancados chuzos. Todo empieza en el corazón cereteano oficialmente el Miércoles de Cenizas, cuando las señoras comenzaban a amenazar a los muchachos mal criados diciéndoles –bueno ya soltaron al diablo- La cuaresma que son cuarenta días que en realidad todo el mundo en Cereté aprovecha para ir haciendo el presupuesto de las comidas, la chicha, los dulces y los gastos que se vienen y se inician desde el Domingo de Ramos después de comprar un juego de dominó y unos paquetes nuevecitos de cartas de azar, todo el mundo empezaba a conseguir que si el mamey, la guayaba dulce que aprovechaban los palos de la casa que si no los habían montado mujeres con la menstruación pues entonces no tenían gusanos, el mango y la papaya verde, la piña madura y la panela para hacer el exquisito, negro y dulce mongo mongo. Este dulce se cocinaba con leña en un caldero grande orejón, revuelto con un adiestrado palote que ya por el oficio de tantas semana santas había adoptado el mismo color del mongo mongo, además eso debía hacerlo una persona que le sabe o sabía coger los puntos de sutura necesarios para cerrar definitivamente la elaboración del dulce. Desde ese mismo domingo también se empezaba a moler el maíz duro para fabricar la chicha y los bollos limpios a partir del grano milagroso, había que dejarla enfriar y cortarla con batata, echarle clavito y canela para que la chicha de maíz cumpliera la fermentación precisa que alucinaba a los cereteanos. Era una semana de comidas y juegos donde desde el Jueves y viernes santos, a las tres de la mañana se levantaban los hombres para ayudar a las mujeres a matar las hicoteas, quienes por esos días hacían una sola comida en la casa, la dejaban listica en las mañanas, haciendo un inmenso caldero de cien libras de arroz de fríjol blanco cabecita negra, un grandioso sartén lleno de hicoteas guisadas, un mote de palmito amargo y una ensalada de remolacha, zanahoria, y papa picada. Jueves y viernes santos los adultos se la pasaba, jugando, comiendo y porque no decirlo también bebiendo. Los niños se dedicaban a jugar el cabe con las bolitas de cristal en los pisos de tierra limpia. El plato de fríjol con hicotea guisada, revoltillo de bagre, ensalada y un vaso de chicha, sin ningún sentimiento de vergüenza las mujeres risueñas, se la ponían varias veces en la mesa de juegos a los hombres donde estaban todo el día jugando cartas o dominó. El viernes santo a las 12 del día los señores, salían a sorprender las higas de los arboles de la finca para que se utilizara como mates puestos alrededor de las muñecas de los recién nacidos y los defendiera en contra del mal de ojo. El sábado de gloria la gente consideraba por dentro como un sentimiento de liberación del espíritu que incluso acostumbraba expresarlo diciendo de manera figurada que se iba era a romper la olla, que casi siempre la destrozaban matando un gordo marrano, un grandioso pavo o una gorda gallina criolla rompe ollas y misteriosamente como por encanto todo el mundo dejaba tiradas, retorcidas e incompletas por cualquier parte las azarosas barajas, también las fichas de los aventurados dominó se extraviaban del inmediato abandono. El Blanco padilla acostumbraba romper la bendita olla de una manera tan contundente, que no quedaban ni siquiera las migajas esparcidas en su finca de Severá con dos noches de fandango y ron blanco, que el de su propio bolsillo las pagaba. Contrataba una numerosa banda de músicos de viento a quienes les autorizaba amenizar unos acalorados fandangos desde las 10 de la noche del sábado de gloria hasta el amanecer, en el domingo de resurrección durante las horas del día, hacían una caseta en su finca con la misma banda de músicos y ellos, por intermedio de unos tiquecitos que vendían los integrantes de la banda y a uno de sus músicos les tocaba cobrar a cada una de las parejas entusiasmadas por cada porro que bailaran, tocándoles el hombro y enseguida, el bailarín pagaba con su respectivo bono sin si quiera mirar a quien les entregaba el respectivo pago de la piececita o porro que estaba en ese momento bailando. Como las mujeres bailarinas eran pocas con respecto a la cantidad de los varones asistentes que eran mucho más numerosos, entonces había que pedir baratos para poder bailar, porque las mujeres no se sentaban, apenas se paraban mientras los músicos hacían el cambio de un porro a otro. En la tarde del domingo de resurrección, antes de empezar el toque de la última noche de fandango, el Blanco Padilla sacaba la cuenta con los músicos a ver cuánto dinero habían recogido en los hombros de los bailarines para el pagarles el resto del trato.
En Cereté se caminaba en base a una bonanza sustentada por la misteriosa confabulación entre los cultivos de flores y los ríos Sinú y Bugre, subrayados por los potreros de ganados animosamente devorándose los verdes cultivos de nutritivas flores. Aturdidos por esas consumaciones alucinadas y locas ofuscaciones propias de la alegría, los cereteanos que tenían en sus manos la facultad de hacerlo, desbarataron y arrasaron los inmensos cultivos de flores y los jardines de las demás variadas plantas alimenticias que en su gran mayoría, fueron destruidas para cultivar el oro blanco del algodón. En los campos de un tajo acabaron con el apasionante rojo, el incisivo fucsia y el triste rosado de los atardeceres de las rosas cereteanas, acabaron con el verde reconfortante de la clorofila de los placidos campos, terminaron con el amarillo pacienzudo de las dalias sofocadas, desaparecieron las flores de los pastos de Admirable, se esfumaron el azul fulgurantes de los heliotropos y los lirios tampoco se salvaron, no tuvo tiempo de salir ileso el reconfortante morado de las veraneras y todos esos bellos contrates que reflejaban con precisión el ánimo de la humanidad en los colores de la apasionante flora cereteana partieron exterminados y villanamente asesinados, fueron asfixiados a través de grandes peñones, que quedaban volteados con las patas para arriba, detrás de los puñales aradores y asesinos que utilizaban unos encolerizados tractores, aparatos que para poder enfurecerlos debidamente, primero había que torearlos y calentarlos adecuadamente para que ya exhalando candela de la ira y del desespero, buscaran furiosa y afanosamente con quien desquitarse su intenso calor interior y rabia, allí era el momento cuando se los tiraban enfurecidos y armados hasta los dientes, a los serenos e inofensivos campos florecidos. No les quedaba otro consuelo a los benditos campos llenos de flores, que expresar su triste lamento de agonía y dolor, arrugarse vistiéndose de un luto fértil y cerrado de negro. Pero eso no le bastaba al tractor enfurecido, porque no estaba contento aún, quería que el campo quedara totalmente plano e inmóvil, sin una señal de vida. Era tanta la ira que se les había despertado a esos enloquecidos aparatos, que como no quedaban satisfechos a pesar de tanto darle y darles a los apacibles campos con el arado, cambiaban de armamento, dejaban guardados a los atravesados fierros iniciales y agarraba entonces con sus pechos de hierro, a darles candela a los campos con unos afilados rastrillos en sus manos, que terminaban de aplanarlos y afeitarlos, hasta que el campo tristemente quedaba totalmente liso convertido en una viuda tierra, plana, serena y siempre vestida de negro. Sobre esa tierra masacrada, viuda y golpeada, sembraban después el algodón por todos los maltratados campos, que al final de manera natural la providencia no podía cambiar el luto cerrado de negro, por algunos de esos lindos colores vistosos y alegres que antes habían vilmente exterminado, solo podía permitirse envolverse después de esa masacre, apenas aceptaría vestirse aún enlutada, del blanco adolorido y empolvado del algodón, y sin maquillarse. El cultivo de las flores cereteanas solo permanecieron intactas en los jardines interiores de la Calle de las flores, y eso por la suplica de las señoronas aquellas de apellidos largos y refinados, también se salvaron en Cereté por la obstinación de la familia Calume, quienes no contaban con ese nombre tan restringido y cortico de la mayoría de los humildes cereteanos y fueron ellos, quienes se opusieron de manera tajante a la exterminación total de los cultivos de flores y rosas, y en una pertenencia propia ubicada en la margen izquierda del Bugre, dejaron un predio propio destinado exclusivamente como un hermoso jardín de flores y rosas, que incluso esos terrenos han sido últimamente urbanizados y terminaron en llamarse como Barrio el Jardín. Las calles por la época de los primeros meses del año, se llenaban de las largas filas de los dormidos y pesados zorros que andaban bamboleantes llenos hasta más allá del tope de los abullonados sacos de algodón, arrastrados por los tractores que con su diabólica cara de mal genio, con su caluroso temperamento, roncos de tanto traquetear y con sus fumarolas eran los dueños de todo lo que estaba pasando por esos tiempos. Al pueblo de Cereté le fueron invadidos sus campos de flores, por una cantidad exagerada de pistas de aterrizajes y empresas de aviación agrícola que fumigaban los insecticidas necesarios para combatir las plagas de los campos de algodón. Esas empresas tenían casi todos los grados de un ejército de capitanes, cadetes, pilotos, copilotos, tenientes de vuelos en fin, todo ese batallón con el sabor de diferentes soles procedentes del Tolima, que se disputaban entre sí a las mujeres cereteanas, haciéndoles piruetas y cabriolas en los aires que los oriundos no podían innovar, para demostrarles su descomunal arresto. Fue por esto que muchos jóvenes cereteanos de la época, celosos con esto de las mujeres, optaran por estudiar aviación también y entonces apareció como una manada de pilotos cereteanos y de la región, sobresalieron nombres de nuevos soles en el mundo de la aviación cereteana como el capitán Rhenals, el capitán Espitia, el capitán Almansa y otros. Para quitarles la ira por esos tiempos que andaban deambulando locos por las calles a esos encolerizados tractores, además la bonanza de náufrago que desbocadamente invadió el ambiente, se complementó con unas denominadas fiestas patronales de 6 días de bravos toros criollos lidiados en corralejas, celebradas todos los años a mediados del 2 de Febrero. En la corraleja de toros se desquitaban en el anonimato las ilusiones, aquellos grandes aficionados que no habían podido satisfacer sus pretensiones en el conocido circo de toros del Socorro. Durante los 6 días de toros, que eran aproximadamente de 40 a 50 pesados toros bravos diarios que se lidiaban, apenas se terminaba de bregar con el último animal de la tarde, se empezaban a sacar las sillas y mesas de maderas procedente de las rasantes cantinas de la barrera para los fandangos que comenzaban a las 10 de todas las noches durante los mismos 6 días de toros. Los dueños de toros tiraban los billetes de a pesos nuevecitos a los pies de los toros para que algún torero desafiara a los valientes animales. Hasta muchos días después de haber finalizado las fiestas en corralejas, en cualquier parte de Cereté, seguía apareciendo billetes que caían desde los cielos de a pesos nuevecitos, surgían como enviados del firmamento que habían andado desde arriba observando el panorama del pueblo a ver si valía la pena volver a esta hermosa tierra. Algunos arriesgados banderilleaban sentados a los bien armados astados. En vez de sobresalir el calificativo de toreros triunfadores y exitosos, aparecieron fue nombres de los toros famosos por lo asesinos que habían sido como el Yacabó, el Barraquete, el Tapaetusa, el Chivo Mono que no eran nombres de toreros célebres de lidiar las corralejas como Maderita, quien más bien tenía fama era por el número exagerado de cortadas recibidas en su cuerpo que más bien parecía era un pescado arrollado, la cara ya estaba deformada con los retorcidos labios de la boca cicatrizados en el pómulo derecho, las lesiones de los parpados le habían sanado pero de manera inclinada y los ojos le permanecían inclinados, llorosos y no los podía cerrar muy bien encima de una ñata nariz enqueloidada. El Barraquete cogió una vez a un hombre, que nadie supo en realidad de donde había llegado, ni quien era pero, cuando trató de sacarle un mantazo lo embistió ese toro bravo, que lo levantó con el astil y lo mantuvo con las puntas de sus cachos por los aires casi como tres horas, lo revoleaba de todas las formas y maneras, tanto que la gente al final se fastidió de verlo en el aire casi tres horas dando vueltas y malabarismos en los cuernos del toro sin pasarle nada y no hubo quien se lo quitara, al final fue el toro quien cansado de tanto darle y darle se le cayó de los cachos el torero quien salió enseguida corriendo sano y salvo y con las manos arriba. Después recorrió en compañía del negro Buba, todos los palcos colmados alrededor de la plaza recogiendo plata en la copa de un sombrero vueltiao que presentaba boca arriba en la mano y para identificarse decía –Yo soy el negro Rocha y demen algo por ahí, yo fui el que duré tres horas bailando fandango en los cachos del toro- Se hacía también en Cereté al mismo tiempo un doble reinado de la belleza del algodón, uno para preciosas mujeres jóvenes y señoritas, llamado reinado nacional del algodón para niñas de la clase lavada y alta de Cereté, al cual asistían candidatas sin necesidades básicas quienes la mayoría por alguna razón ya habían conocido el algafan, el cytotec, el sintocinón y eran enviadas al pueblo a concursar presentando las maneras vigentes de vestir a la moda en los diferentes departamentos de Colombia, llegaban el primer día de la fiesta en avión al aeropuerto de Ciénaga de Oro, para que entre ellas se disputaran la corona nacional del algodón. Había también otro certamen de belleza este sí, el susodicho reinado de clase baja para mujeres bellas, demasiado necesitadas pero muy admirables, lindas y jóvenes, que le llamaban reinado popular del algodón. La mayoría de estas candidatas populares, venían permaneciendo sin brújula en los pobres hogares cereteanos, después de haber hecho casi siempre los mismos cursos, que la mayoría de las veces antes de existir el Word, el Excel y la ley 100, eran los famosos cursos de mecanografía y contabilidad. Tenía también Cereté un mercado público justo en el extremo más bajo de la muralla que colindaba en la ribera del Bugre con las raíces superficiales y tabulares de una extraordinaria Ceiba. Donde todos los jueves con la lenta y silenciosa añoranza de un motor, a paso de canalete orillándose por el rio, llegaban las nostálgicas canoas atestadas de queso. También aparecían de pronto los alegres golpes de las ondas de agua que anunciando la bienvenida de los veloces y bulleros portátiles repletos del valioso e inmaculado cuajo de la leche. Además cubiertos del sol con hojas de plátano, dentro de unas latas de madera amarradas en las aguateras de unos trotadores burros y mulos, todos los jueves de queso llegaba en abundancia este producto al puerto. Se rebasaba así la capacidad de una mula de treinta y dos llantas en ocho ejes del alimenticio queso, que llegaba en total procedente de todas las regiones del Sinú. En todo tamaño aparecían los nevados cubos blandos de leche coagulada. Ese queso desfilaba orgulloso los jueves por la calle de la turca Zunilda, antes de ser distribuido por todo Cereté. Por esa época era muy fácil encontrar en Cereté procedentes de Cartagena, camiones de coco y plátano descargándose donde Monroy, donde Agustín Arroyo y los revendedores. Se veían casi todos los días los camiones abasteciendo de bultos de 50 kilos de azúcar a la colmena del Gordo Guerra. De sacos de arroz pilado a la miscelánea donde Regulo Guerra. Caminones llenos de calderos y ollas de aluminio descargadose donde Carlos Aleans y Juan Chiquito. Tractomulas bajando víveres a las colmenas de los Betines que eran unos hermanos advenedizos del sur de Bolívar. Encontrábamos debajo de un palo de higo a veteranas camionetas picout cabina cerradas, originaria de los páramos y regiones andinas, en formas de mouse, con un par de compuertas traseras que al abrirse hacia los lados descubría una tarima que en pocos minutos estaba totalmente rodeada de observadores y curiosos de todas las edades, profesiones y ocupaciones, de donde sacaban los cachacos cantidades de pequeños frascos transparentes llenos de largos rollos de lombrices planas y cilíndricas, disecadas limpiamente en alcohol, paraban los frasco llenos de muestra en el suelo, junto a una cajita intocable de madera donde guardaban una culebra mapaná rabo seco de nombre Margarita. Con vertiginosos y audaces pregones incitadores para la compra del último purgante de amplio espectro descubierto en Mauritania, que ya incluso había sido probado con éxito en todo el norte de Libia y Túnez. Purgante que tenía la ventaja de descomponer las proteínas de todos los parásitos intestinales que encontraba a su paso hasta convertirlos en los necesarios aminoácidos esenciales suficientes para combatir la desnutrición proteico calórica en los niños. Ofrecían una estupenda pomada que aplicada en la frente, desaparecía los malos pensamientos, las arrugas de la piel, además juraban que servía para la eyaculación precoz, para la frigidez, para la impotencia, para el cansancio, para el mal de amor, tenían suficientes pruebas que eran indispensables llevarlas de compañía para la luna de miel en fin para todo. Traían los más finos cortes de tela resistentes al sol y al agua. -Haciendo su ropa con este corte de tela–se la podían poner hoy, se podían repetir mañana, si quiere pasado mañana se le puede poner claro que no se desmancha- y con las mejores ofertas de precios nunca vistos, tanto era que se le desvalorizaban en las manos del vendedor y tenía que deshacerse del corte de tela y rematarlos tirándoselos a los presentes en el rostro. -Se lo vendo en 100 pesos, se lo dejo en 50, se lo cedo en 25, mejor se lo dejo en 12,5 pero mejor finalmente lléveselo en 10- y se lo tiraban a los espectadores asistentes dándolo por comprado. Los visitantes más famosos en Creté, se alojaban en el hotel Plaza que era un hotel que tenía una calidad de cinco soles. Era con soles la compostura con que se podía medir la súper altísima calidad del servicio del hotel plaza porque, para describir la alta eficacia del servicio, por el método de estrellas, ya se había sobrepasado los límites de la medida de la disposición apreciativa de atención y no bastaba estimarlo por la simple escala tradicional del número de estrellas. Había también en Cereté un famoso hospital que acaparaba todos los niveles de atención en salud. Para construirlo no se necesitaron concesiones, ni comodatos retóricos, ni convenios, ni donaciones, ni escrituras, ni personería jurídica. Tenía una muy buena dotación hospitalaria y un calificado personal de prestigiosos trabajadores sociales y videntes de medicina preventiva. Habían consagrados cirujanos que extirpaban hasta las malas costumbres. Dedicados internistas que despresionaban exitosamente la sangre con agradables sahumerios. Acreditados radiólogos que además de tener una lucidez penetrante que les permitía ver la realidad de los estudios radiológicos más allá de cualquier formalismo con sus ojos biónicos, gozaban también de olfatos caninos que le sugerían correctamente el diagnostico manifiesto de las pruebas reportadas. Ilustrados patólogos de la muerte. Versados ortopedas muy diestros en implantar eficaces prótesis magnéticas óseas. Autorizados ginecólogos que corregían, efectivamente, en el vientre de sus madres las translocaciones genéticas y las malformaciones congénitas intrauterinas. Expertos bacteriólogos que con solo mirar al sol a la orina y la sangre anticoagulada en el tubo de ensayo, detallaban perfectamente el futuro próximo y describían el hemograma completo. Había cardiólogos peritos en inmunizar al corazón del horroroso mal de amor. Distinguidos pediatras en capacitar a los padres y hacer tratamientos farmacológicos para que los niños adquirieran el uso de razón a los 2 años, consiguieran la pubertad a los 7, y lograran terminar carrera a los 14 años de edad. Distinguidos urólogos que desterraban la impotencia sin recurrencias. Cirujanos plásticos que eran adiestrados succionadores sin secuelas de la grasa epiplónica y pericardica. En fin era una gama de científicos y un sin números de expertos en el tema que atendían casos que iban desde el más minúsculo nivel seductor de atención, hasta el escaño más alto de salud total, que llegaba hasta sorprendentes confines ubicados detrás de la muerte esperanzado en la fantasía de la resurrección. Se expedían de manera hábil y especializada desde los más descriptivos certificados de nacido vivo, hasta los más bien encausados actas de defunción. Fue tan prestigiosa la calidad profesional del personal y la particularidad de la prestación del servicio de salud en el hospital San Diego, que la Universidad de Cartagena incluso no permitió jamás por ningún pienso, que sus bien adiestrados residentes de cirugía general terminaran la especialidad, sino rotaban adecuadamente su último año por el exitoso hospital cereteano. Fue por esto que por esa época los dichosos habitantes del fausto Cereté, favorablemente tuvieron la oportunidad de aprovechar la magia contenida en las tan habilidosas manos de prestigiosos cirujanos generales surgidos aquí tales como, el gran Chiquillo Rodríguez y el respetable Jorge Ordosgoitia. Eficaces operadores que hacían laxas disecciones tan nítidas y limpias, quienes además mantenían siempre un campo quirúrgico tan seco y amplio, que más bien pareciera que sutilmente fueran cauterizando enseguida a los vasos sanguíneos tronchados, con los milagrosos extremos versátiles de sus disecantes dedos. Era tanta la actividad diaria del hospital San Diego que en las afueras del centro hospitalario, los sanguinarios comerciantes del precioso líquido vital a muerte, se disputaban entre sí a los diferentes clientes que necesitaban la sangre. Mientras más sangrientas fueran dentro del claustro las actividades hospitalarias de los médicos con sus pacientes, más exquisitos eran los movimientos para los siempre azorados mercaderes del precioso fluido. Los sanguinarios mercaderes con el rostro siempre colorado ya no se distinguían por sus propios nombres originales de la pila bautismal, sino por el tipo de sangre congénito que manifestaban, decían tranquilamente -allá está un O positivo-, -por acá viene un difícil A negativo-, -aquel es un raro B negativo-. En fin, era una gran feria que se movía en medio de la sangre, el licor y el cigarrillo. Eran tan inhumana esa persecución detrás de los diminutos y consentidos glóbulos rojos, buscando a las minúsculas y frágiles plaquetas y persiguiendo al límpido suero humano. Estas escenas terminaban por agravar más la permanente angustia de los familiares de los pacientes comprometidos, quienes eran los que enloquecían dispersos en las respectivas diligencias. Cuando el paciente desgraciadamente fallecía, a pesar de que ya por algo doloroso, se salía airoso de las manos de los vendedores de sangre, se presentaba entonces una diferente pero sería contienda con los vendedores de ataúdes, quienes aparecían con el desatado apetito de unos gallinazos despiadados, que había sido liberado por el visto bueno que irremediablemente había impartido ya la orden de la muerte. Cuando ya el familiar lograba resolver la cuestión del ataúd, aparecía una nueva disputa entre los conductores de los carros de plaza o los llamados choferes de plaza disponibles alrededor del hospital, quienes se peleaban a ver quién era el más preferido por el doliente, o quién era el más conocido, o quien le había hablado primero, o quien le había llevado el primer muerto, o quien le había llevado el médico tal día en fin, era angustiante para cualquier familiar tener que enfrentar esta penosa cadena de la muerte. Incluso había conductores tan astutos como el Jhony Pico que cuando se percataban que determinado familiar, tenía un pariente nternado y estaba muy grave encerrado dentro el respectivo hospital, empezaban con tiempo a cuadrar los servicios de transportes con los familiares por si el emparentado enfermo agonizante de pronto infelizmente se moría. Inclusive, tanto era el apremio suscitado mentalmente por los conductores, que cuando divisaban adolorido desde lejos, a ese determinado contacto familiar del enfermo que ya previamente había hablado con ellos, le sacudían en la distancia las manos en señal de que estaban esperando y le preguntaban –ajá y cómo va el hombre- Si el familiar le contestaba –hombe está lentamente mejorando- Entonces el conductor, ni corto ni perezoso por lo general le respondía tranquilamente –miedda la cosa está grave entoncee-. Claro, porque el chofer de plaza sabía que si mejoraba la salud del moribundo enfermo hospitalizado, entonces a salvo se perdía la oportunidad de tener que trasladar un cadáver que era mucho más costoso, que tener que trasladar a una persona viva. Aquí en este hospital era el sitio donde desde hacía mucho pero mucho rato, se extraía como si fuera un servicio público de cualquier baño oficial, la orina filtrada directamente no de los riñones sino de las muñecas de los brazos de los enfermos sin riñones. Baño público que se convirtió en una unidad renal privada después de ser entregada y deglutida sin reservar ninguna dignidad, sin sentir asco, sin apreciar nauseas, sin necesitar gaseosas, sin ameritar jugo, sin agua y sin ningún pasante pero eso sí, fue muy bien y felizmente digerida por aquel estomago hambriento de ese monstruo devorador de la bulimia nerviosa de esta sociedad trastornada, que adiestra a todo el mundo para comerse sin asco lo ajeno y ya trabajado por cualquier otro. Se trasplantaban en este hospital los muy buenos pensamientos a control remoto sin transmitir los perjuicios del donador al receptor. También se implantaban las prótesis de marca pasos con chip de búsquedas en caso de secuestros a través de ondas electromagnéticas. Era tan prestigioso este hospital, que los enfermos desahuciados de la costa atlántica no podían concebir tranquilos la muerte, si el certificado de defunción no era expedido por el acreditado hospital San Diego. En una ocasión llegó deshauciada una paciente procedente de Soledad Atlantico. Eran las siete de la noche de un sábado ardiente a mediados del mes de Enero, las sombras de la oscuridad ya estaban frescas y el abrazo de la penumbra había acabado con el apretón del sofocante calor del día. Se desataba una intensa brisa loca llena de alegría. Las ventas del granero durante todo el día habían sido demasiado intensas y muy buenas de por sí. Repentinamente ingresaron a la tienda tres hombres preguntando que si habían tomates, Sielva María, una morena cara fileña y nariz delgada oriunda del panelero municipio norte santandereano de Convención, quien por esos días había festejado los treinta y tres años y además, era una dama que se había paseado durante mucho tiempo de su vida por casi todos los pueblos de la costa atlántica, era una mujer de mirada alegre y dientes brillantes, boca chiquita y muy elegante, de cejas casi encontradas, el pelo lo tenía largo y muy coposón, era la dueña de ese prospero negocio de víveres en Soledad en donde finalmente se había asentado y casado con un soledeño, aunque todavía era muy temprano, ya se disponía a cerrar el granero porque estaba sola y además, ese mismo día se había enfermado en horas de la mañana, es decir le había llegado el mes o la bendita regla y como era de costumbre para ella, cuando esta llegaba siempre la removía y le descomponía todo el cuerpo. Aunque se sorprendió con la solicitud del delincuente, no porque hubiera sospechado algo raro, sino por aquel interés en tomates, ya que para ella era raro que unos tipos bien vestidos a esa hora preguntaran por ese fruto de cocina. No obstante, tratando de disimular un poco el sobresalto que la invadió, salió sin embargo a ver si en realidad no se hubieran terminados los tomates, miró hacía el acostumbrado rincón donde permanecerían guardados en las cajas de madera y efectivamente todavía había una tomatera en los guacales, pero cuando volteó la cabeza para responderles, no la dejó contestarles tranquila el asombro de tener que soportar tan de cerca, el mal aliento que desprendía la boca de una pistola, arma que ya tenía montada en la mano derecha uno de los atracadores, además con la mano izquierda también la agarraba con fuerza por el cabello. En ese momento sintió un tirón tan brusco en el cuello por lo tan violento que fue el jalón del tipo, -esto es un atraco- exclamó el atracador en voz alta. Uno de los otros dos delincuentes acompañantes preguntaba -¿que si en donde estaba la plata?- no dio tiempo de contestarles porque enseguida ellos mismos identificaron a la cabina en donde sospecharon que podría estar depositado el dinero, efectivamente hacia allí corrió y abrió con una maestría experta la registradora eléctrica sacando rápidamente, a toda la plata que se había hecho durante el día mientras el primero seguía sosteniendo a Sielva María con el revólver enfocando siempre el cuello de la morena de Convención. Al momento llegó de pronto el esposo de la bella Sielva María quien había estado todo el día haciendo unas compras para el negocio en Barranquilla y con un palo que ni el mismo supo de dónde diablos lo sacó, le pegó en la cabeza al atracador que sostenía la pistola. Pero no fue suficiente ni oportuno para poder evitarlo y en ese momento se escuchó un disparo y es cuando la pistola del tipo escupe el tiro que le entra a Sielva María por la garganta quien cae muertecita. Los atracadores salen corriendo a la calle y son recogidos por tres motos que los estaban esperando en el centro de la vía. Al poco rato los vecinos y curiosos lentamente se fueron aglomerando y comentaban, pero casi todos los que la veían tendida en el suelo rápidamente decían en voz alta de que -está muertecita- Emitían esos conceptos a pesar de que todo el mundo observaba que Sielva María abría sus ojos y los movía, aunque si le permanecía inmóvil el resto del cuerpo. Ella escuchaba a esos absolutos pronunciamientos de la gente e intentaba discutirles que no, que ella está viva y pretendía además levantarles las manos, moverles la cabeza, pero se sentía el cuello tieso, la lengua pesada y los brazos dormidos. Al fin aparece de espectador un vendedor de ataúdes como mandado del cielo, que al enterarse de que había un muerto, se acercó buscando como un comerciante de féretros que era a ver si vendía un cajón. Sin embargo, al ver que no había sangre encharcada en el piso debajo del muerto revisó con atención y dijo –no, esta mujer está viva- Alguien trató de contradecirlo pero enseguida respondió el comerciante –Se lo digo yo que tengo experiencia y sé de muertos ya que yo pase por aquí fue porque soy es un vendedor de cajas- El esposo al escuchar esa versión que procediera además de alguien quien seguramente había mantenido alguna relación muy estrecha y familiar con la muerte, ese razonamiento lo convenció y llamó enseguida a un taxi que pasaba en ese momento por el sector y se la llevó directico al Hospital Regional de Soledad Atlántico. En ese sitio después de revisarla dijeron no, que ese caso no era de ellos porque esta paciente necesitaba brindarle tratamiento médico en una unidad de cuidados intensivos y de inmediato establecieron contacto telefónico con un etéreo sitio que ellos mismos identificaron como Centro Regulador de Urgencias y Emergencias CRUE, entonces en una ambulancia partió la grave mujer herida, remitida al hospital de la Universidad del Norte en Barranquilla en donde, a pesar de que primero habían asegurado por intermedio del CRUE que si había un cupo en la Unidad, no estaba disponible porque el paciente que por mejoría de forma inminente iba a desocupar la cama a quien se habían referido, había recaído nuevamente y por lo tanto, no la ubicaron en la unidad porque no tenían más cupos disponibles, sin embargo, le brindaban la oportunidad de dejarla hospitalizada en sala general de medicina Interna, mientras se esperaba la oportunidad de que desocuparan esa u otras camillas en la unidad de cuidados intensivos, pero los familiares no aceptaron y entonces partieron desesperados para la Clínica de la Costa donde tampoco por falta de cama fue posible dejarla en cuidados intensivos, también estuvieron en la fundación del hospital universitario Metropolitano de barranquilla, donde el resultado fue también negativo sin éxito. De esa manera Sielva María permaneció tendida en la camilla de la ambulancia paseándose por todas las calles e instituciones médicas de Barranquilla, llegaba a los sitios en donde existía el servicio de cuidados intensivos y el incorpóreo CRUE creía resolver el problema y no fue así. De tanto crujir el impalpable CRUE decide hacer solicitudes telefónicas en las distintas unidades de cuidados intensivos nacionales que existen en las diferentes ciudades capitales de los departamentos del Magdalena, Bolívar, Sucre, Cesar y Córdoba donde si quiera finalmente en la ciudad de Montería, responden que efectivamente si existen camas disponibles en la capital pero no es precisamente en el oficial hospital San Jerónimo de Montería sino, en un centro diferente y muy bueno de la ciudad llamado clínica Valles del Sinú. Más tardaron los de la ambulancia andariega en recibir la información que de una vez empezar el viaje directico hacia la ciudad de Montería. Sin embargo cuando llegan en horas de la madrugada a los predios de la tan pretendida clínica Valles del Sinú, primero tuvieron que solicitarle permiso y espacio para el parqueo de la ambulancia fue a un cuerpo de bomberos, además se encontraron con el desastre y la noticia de que en la unidad de cuidados intensivos, se había desatado en esos momentos un voraz incendio provocado por un corto circuito que incluso casi acaba con la integridad de un paciente inconsciente cardiópata que además era sordomudo y de profesión soldador. Sin poder hallarle en toda la costa atlántica una cama disponible de cuidados intensivos para Sielva y en vista de eso, el etéreo CRUE acogiendo la solicitud ofrecida por los mismos familiares de la paciente herida, quienes siempre han sugerido que sean trasladados al hospital San Diego de Cereté, entonces el intangible CRUE por si las moscas hace de forma reservada, silenciosa y paciente la solicitud telefónica al gran hospital cereteano quienes, al conocer la notificación de la solicitud, respondieron que en el San Diego no tenían a los cuidados intensivos separados en espacios definidos o sitios específicos independientes y unitarios, sino que en Cereté a todos los pacientes hospitalizados eran siempre atendidos de manera intensiva es decir, el cuidado del enfermo en el hospital San Diego de Cereté era intensivo por definición para todos los pacientes que por alguna razón eran internados en la institución. Pero esa respuesta al impalpable CRUE, no lo satisface ni convence muy bien, quien decide regresar a Barranquilla y entonces para finalizar el primer round del paseo de la muerte, decide que la paciente regrese nuevamente al hospital de la Universidad del Norte donde ya le habían ofrecido hospitalización en otra dependencia distinta a la Unidad de cuidados intensivos. A medida que Sielva María cumple fielmente el largo paseo de la muerte lentamente de manera milagrosa encuentra mejoría por obra y gracia del espíritu santo, adquiere movimientos leves del cuello, alcanza gemir y llorar, buen pulso y frecuencia respiratoria, satisfactorios niveles de presión arterial, sangra poco. Aquí en el hospital de la Universidad del Norte finalmente la reciben donde pasa unos días hospitalizada en sala general de Medicina Interna y los neurólogos mediante unos estudios escanográficos concluyeron que además de tratarse de un paciente estable, la bala no obstante se encontraba ubicada entre la columna vertebral y la arteria aorta pero, que en vista de que la paciente estaba consciente, que presentaba un examen neurológico normal y además hemodinámicamente se hallaba estable y no obstante clínicamente no había ningún órgano vital comprometido, pues por eso no ameritaba ser recluida en ninguna unidad de cuidados intensivos y que en cuanto a la bala que era lo que más le preocupaba a los familiares, viviría por el resto de su vida con el proyectil incrustado e intocable en ese sitio que reportaban los estudios de imágenes diagnosticas. Sin embargo los familiares a pesar de estar muy contentos con la evolución de la paciente por tenerla con vida, los atormentaba el hecho de tener que llevársela para la casa con esa bala alojada en el cerebro. A los 20 días le dan la de alta de salida final de la clínica del Norte pero los familiares, ni siquiera la llevaron a despedirse a su casa en el municipio de Soledad, sino que incluso por petición de la propia paciente y un grupo de amigas que siempre la habían acompañado rezando por su mejoría, quienes pidieron que si se llegare a morir solicitaba que el certificado de defunción fuera firmado por los médicos del hospital de Cereté y por eso partieron hacia acá. Por allá por Soledad era de dominio y conocimiento popular el concepto de que el hospital San Diego de Cereté, contaba con un exclusivo cuerpo médico y que cuando un individuo moría y ese grupo de galenos extendían unos actas de defunciones, había una alta probabilidad de que por la sola estampa de la firma en el acta, el difunto después de muerto resucitara. Esto había ocurrido en varias ocasiones en donde los médicos del San Diego habían declarado fallecidos a muchos moribundos pero después resultaban con vida. Con esa ilusión al final la paciente aterriza el dos de Febrero en una avioneta en el aeropuerto de Berastegui en Ciénaga de Oro, procedente de Barranquilla y llega ese mismo día al hospital San diego de Cereté, en donde enseguida es recibida y hospitalizada de manera inmediata en cuidados intensivos. Esperó solo unos minutos en sala general mientras que el grupo de profesionales de la medicina, se desocupara de atender intensamente al ganadero y hacendado don Roque Guzmán, quien además de tener una intoxicación alcohólica, poseía también una quemadura de segundo grado en las manos, que se había ocasionado accidentalmente al quemar en la corraleja de Cereté a unos billetes de a peso. Después de que el grupo de galenos terminaron su labor con el millonario cereteano, se dedicaron a Sielva María, le hicieron su detallada historia clínica, aun delante de su esposo y el grupo de amigas acompañantes que siempre habían estado orando a su lado por su salud. Se puso de acuerdo el grupo de profesionales de la medicina, le dieron unas instrucciones de los tiempos y los movimientos respiratorios del Tórax y el Diafragma, que debía ejercer de manera complementaria para poder efectuar con éxito la maniobra de Vansalva y efectivamente la mujer, en un ataque de tos provocado e intenso expulsó la bala que tenía alojada en su cabeza. Fue tan grande y violento el esfuerzo de la desmedida presión toracoabdominal que ocasionó la salida tan veloz de la bala en la maniobra, que le cayó con suficiente fuerza en la palma de la mano al esposo y le ocasionó una perforación de cierta profundidad en la superficie de la eminencia tenar de la mano derecha, que hubo incluso fue necesario cerrarla con tres puntos de sutura de seda tres ceros. No se cansaban de observar la bala en sus manos que por más de veinte días tuvo alojada en su cabeza, desde que un delincuente le disparó durante un atraco a su negocio en el municipio de soledad. Sin embargo ella en un ataque de tos inducido, desgarró el extraño proyectil delante a su esposo que no se cansaba de manosearlo.
Era Cereté un pueblo de ilusiones y fantasías tanto que de los dos buenos teatros existentes en Cereté, el Iris y el Fénix, cuyas películas de aventuras diarias desde tempranas horas, eran anunciadas con una bocina no amplificada por todo Cereté por una pareja de indigentes, Ponyé y la Chibbo, que vivían hospedados como simples turistas pordioseros debajo del puente nuevo. Todos los días también se escuchaba por todas partes el fuerte pregón de voz de órgano de Manuel Hoyos. –La buena suerte no tiene hendiduras-Vamos- Decía anunciando el número ganador y el nombre del afortunado de la rifa diaria de dos hamacas San Jacinteras, que con orgullo llevaba siempre mostrando en los brazos. Eso fue lo que despreció y abandonó el rio Sinú que mejor hizo un atemorizado cruce por el brazo del caño de Lara. De las casas de bahareque iniciales de Cereté que habían sido remplazadas por construcciones de bloque, con persianas de madera y pisos de cemento. Sin embargo, aunque despechada la corriente del Bugre por la Boca de la Ceiba, todavía con mucha fuerza conservaba las aguas cristalinas de su padre, que se precipitaban sobre un amplio lecho de arena granular. A medida que transcurría el tiempo y sin contar con ella, se empezaba lentamente a invadir también a la rivera del río Bugre, se iba dominando paulatinamente el curso del río a medida que se controlaba la velocidad y la furia del agua, a medida que se mantenía obligado el río en el mismo curso impuesto artificialmente por la muralla, también a ese mismo paso se fue lenta y prematuramente envejeciendo el río, se fue muriendo, se fue oscureciendo el agua y al final, se ha convertido en un desaguadero de chocolate líquido, turbio y enlodado con un gran espeso sedimento alcalino, suspendido en unas pocas y muy escasas moléculas de agua que cada día, se precipitan con menor velocidad, sobre un baboso lecho verde ya oscuro, que llegó incluso a impedir el cálculo popular y preciso de la profundidad del río. De la antigua población que encontró el puente de madera solo quedaba el agonizante rio Bugre. Como será de noble, resistente y fuerte este río Bugre hijo del Sinú, que tenemos desde la época en que se hizo la muralla, hace casi cien años de estar tratando de acabar con él, y todavía no lo logramos. El río Bugre representa el mismo milagro de una herida infectada, llorosa, húmeda e indolora, que lentamente se cierra cicatrizándose por la degranulación invasiva de la humanidad, en una piel ajena. A nadie le duele. Es también certero el poder que han tenido los efectos de cicatrización a largo plazo que ejercieron sobre el curso del rio, los primerosinvasores del Bugre, llegaron antes que la invasión del Pachin, antes que la invasión del oriente, antes que la invasión del totumo, antes que Chuchurubí, antes que el 24 de Mayo, antes que playa Rica, antes que los ubicados detrás de Proleche, antes que Urrá, antes que todos pusieron el ejemplo los primeros invasores del río. Unos largos recién llegados y escuálidos turcos de principios faraónicos con perfil de águila, católicos empedernidos, de una afilada nariz que sin dificultad les permitía de sí deleitarse del aire limpio y puro que todavía ingresaba por el Sinú. Bajo una mirada felina en arco iris con entusiasmo pusieron su primer granito de arena, invadiendo el primer recodo sedimentado, engramalotado y amplio que originaron el acero, el hierro y el cemento del puente nuevo o puente metálico. Construyeron en la misma esquina de la margen derecha del río, una casa de cemento sin verja, con una descubierta y larga terraza de dos metros de alto y uno de ancho a un lado del puente, descansando precisamente sobre el extremo más alto de la muralla. A pesar de esa primera invasión, el tierno hijo del Sinú, aún conservaba la fuerza de su padre y para sacarle cuerpo a la muralla, siguió desbordándose derecho hacía el caño de los sábalo por el recodo del puente, y hubo la necesidad de que para completar eficazmente su trabajo invasor, los iniciales usurpadores, construyeran una heladería conquistadora que llegó respondiendo al nombre de “Condorcito”. Como primeros usurpadores del Bugre, su aporte tuvo un impacto mortal y contundente para terminar de taponar el caño de los sábalos. Definitivamente el previsiblemente desbordamiento del brazo de las vías de agua en ese punto, que antes daba origen al caño de los sábalos y que después por el peso del Condorcito, se fue secando lentamente hasta convertirse en un hilo resumido y lagrimoso de cañito, que al final, dejó a penas el territorio por donde él pasaba, como recuerdo, que también después fue invadido y rememorando lo denominaron a ese sector de los sábalos urbanizado como barrio del cañito.
El centro del poblado de Cereté inicialmente estaba ceñido apenas a una calle perpendicular al rio, de unos quinientos metros de largo, de buena amplitud, que unía transversalmente a la margen derecha externa amurallada de la curvatura del río, con una plaza central plegada de frente a los pies del templo de la iglesia, quien desde muchos tiempo atrás venía pacientemente presenciando el paso del río. El padre Correa gestionó la idea que finalmente terminó en la construcción de un nuevo templo en concreto, en el mismo sitio en donde, desde mucho antes de la construcción del viejo puente de madera, la habían dejado con el mismo material del puente de madera en la misma plaza central, unos jesuitas fundadores en el centro de diez y ocho caballería aborígenes. Los moradores con orgullo y tradición identifican a ese trayecto público como la calle del Comercio, de unos 25 metros de ancho y que ha ido siempre, desde el borde de la margen derecha del puente viejo que era hasta hace poco tiempo de madera movediza, porque ahora es de concreto rígido y es incluso más nuevo que el mismo metálico, hasta la fundadora plaza central de la iglesia. El viejo puente de tabla había quedado comunicando un extremo de la calle del comercio contiguo al río, con un magnifico y limpio terreno ubicado en la margen izquierda del Bugre. Sitio familiar que era un taller de soldadura autógena, que servía también de campo de espera transitoria, para los animales que traían sus dueños con productos agropecuarios para la venta, procedentes de la ribera izuierda del medio Sinú. Hito Villalobos era un hombre de baja talla, macizo, se mantenía constantemente descamisado y cráneo reluciente, siempre con unos mechones cervicales que eran como una solución final de una calvicie absoluta, quien mantenía casi siempre una lata vacía de manteca en la mano izquierda, y en la vasta mano derecha siempre sostenía una pistola con un soplete humeante que desprendía chorros de soldadura de estaño. Suspendía su labor de soldador solo para señalar con la mano, a los animales o el sitio de rodeo o, recibir el pago del sogueo. Era el dueño del parqueadero animal. Se quedaba con el encargo de cuidar a todos los animales, entre ellos la mayoría eran bestias amarradas en los palos del extenso patio, había que bajarles las monturas y suministrarles agua, mientras retornaban sus dueños que de vueltas con sus compras, los recogieran para entonces emprender el regreso a sus lugares de origen. Era un lugar de espaciosa y buena sombra fresca debajo de unos palos de totumo, de mango, de coco y guayaba dulce en donde los campesinos visitantes del Sinú medio dejaban sogueados a sus caballos, mulos y burros. En este parqueadero dejaba el Blanco Padilla sogueada su yegua, con sus alforjas, cuando venía al hermoso Cereté. Aquí venían los animales que la mayoría, llegaban con sus monturas repletas de los diferentes productos agrícolas provenientes del izquierdo Sinú intermedio. Atiborrados con gallinas, con pavos, con patos, maíz, coco, arroz, frijol, yuca, ñame, plátano, cerdos, etc y todo eso lo vendían en la sombra de la majestuosa bonga. Con la plata que a cambio recibían por la venta de esos productos descargados de los animales donde Hito Villalobos, si era necesario, enseguida los dejaban invertidos en los negocios de la bonga o en la calle del comercio, compraban ropa, sombreros, camisas, interiores, pantalones, brasieres, etc. Al final de la calle aledaña a Hito Villalobos, en la margen izquierda del Bugre y mirando la carretera para Lorica, construyeron e instalaron mucho tiempo después al colegio público de bachillerato para niñas Dolores Garrido, quien le debe su nombre y género inicial, a una autorizada educadora cereteana. Este colegio para niñas de bajo recursos cereteanas, prácticamente surgió con la intención y el fin, de que pudieran educarse también las jóvenes aquellas que no contaban con los suficientes recursos necesarios para estudiar inicialmente magisterio en el costoso colegio de las terciarias capuchinas de Cereté. El terreno de la plaza central de la calle del comercio, estaba delimitado por un círculo que de frente tenía al bien parado templo de la iglesia central. A un lado del santuario estaba el colegio público de varones del centro, que el padre Correa dejó ubicado donde estuvo transitoriamente la iglesia mientras construían el nuevo templo en concreto, colegio que funcionaba bajo la dirección sigilosa de GuillermoBiola quien ya se vislumbraba como un educado cazador solitario y soltero irremediable. Bien aplanchado, escrupuloso en el vestir, bien peinado y siempre didáctico. Al otro extremo de la iglesia en la plaza estaba el colegio público de niñas del centro, dirigido por la hermosa y bien parada Elizabeth Pico a quien por cariño le llamaban la seño Ely. Al lado del colegio de varones para continuar cerrando el círculo de la plaza, quedaba el palacio municipal. Al otro lado de la calle del comercio, cerrando la esquina del marco de la plaza, enfrente del palacio, se levantaba el majestuoso hotel Plaza, que era hacía rato, una construcción aristocrática en dos plantas de madera con techo de color rojo en tejas españolas y que la propietaria hispana doña Pilar, había importado de Europa. En la esquina de la plaza funcionaba un elegante restaurante perteneciente al mismo hotel Plaza, donde comían los forasteros recién llegados que casi siempre, embelesaban la curiosidad de los cereteanos por aquella fluidez con que manejaban los lustrados cubiertos. Había en el centro del comedero, una lámpara central de Bohemia en lágrimas de cristal de roca, que miraba hacía abajo a una gruesa alfombra de doble nudo turco debajo de cuatro mesas cubiertas con gruesos y rojos manteles de damasco, cuyos cantos acariciaban el zapato de los comensales. La calle del comercio definitivamente lograba comunicar directamente de frente, al viejo puente de madera con el imponente templo señalado como la iglesia central del pueblo. El padre Correa, desde el púlpito podía vislumbrar si quería a cualquier ser humano que caminara delante del sol por el puente viejo. La iglesia era o es desde ya un templo de gran tamaño y aspecto perenne donde, el eco repetía varias veces los sentimientos y las preocupaciones incitaban ilusiones pronosticadas. Con altos ventanales laterales y alargados, con vidrios de colores y santos de tamaño natural. Fue construida remedando la forma de una basílica con el ábside dirigido al oriente. Constaba de una nave central perpendicular al río, ancha y alta en el eje de dos naves laterales angostas y menores. El pórtico o puerta principal orientada al medio día de frente al río y a la calle del comercio, cerrando el marco de la plazoleta central donde el pueblo inicialmente se reunía. Tenía o tiene dos altas y hexagonales agujas laterales con dos campanas cuyas suplicas y clamor sacaban a flote antes de tiempo a los ahogados del Bugre. Un reloj central de dos metros de diámetro encargado de contarle el ritmo del tiempo de sol a las torres. Era la iglesia en donde las mujeres solteras de Cereté, algunas de ellas, que con suerte habían vivido en el más puro estado de consagración y virginidad y que además, ya habían renunciado a toda clase de hábitos sociales porque de tanto esperar y esperar habían perdido la fuerza de sus muslos, la dureza de los senos, el hábito de la ternura, pero conservaban intacta la locura del corazón y por eso querían disputarse todavía el deleite de probar los frutos insípidos del cercano ajeno. Pero también asistían otras damas cereteanas que por el contrario, con la determinación ciega que dejan aquellos amores contrariados, forjándolos por siempre no por amor, sino para cubrir con un manto sacramental algún descuido prematuro. Llegaban a implorarle a su patrono, obsesionadas todas por la idea de que por intermedio omnipotente del eterno cura Correa, rápidamente, San Antonio de Padua bendito, finalmente les conseguiría un enamorado o novio muy bonito.
Este pueblo era tan reciente que incluso, hasta hacía relativamente muy pero muy poco tiempo los muertos, eran enterrados privativamente en sus propios predios o caballerías en donde aún habían permanecido toda su vida los respectivos difuntos. Esto se hizo constantemente como de costumbre mientras que el hermoso Cereté, había existido siendo aquel rincón del mundo que todavía no había sido descubierto por la muerte pública, hasta que la expiración dejo de ser privada y se volvió de ámbito administrativo y de manera natural, visitó para buscar y llevarse al Blanco Padilla, quien fue unos de los primeros fundadores del pueblo. Era un criollo ganadero de la región quien vivía en una de sus cuatro principales fincas. A oídos de todo el mundo, había nacido de alguna forma la versión, de que dicho ganadero estaba en pautado con el diablo, se decía esto por el hecho de que inicialmente había sido un corralero más de Don Esteban otro ganadero y de la noche a la mañana, se había enriquecido de una manera tan rápida y extraordinaria. Era un hombre de temas y cuando se estaba por alguna razón, en su compañía o hablando con él, no se le quitaba la necedad insistente diciendo constantemente –no hay quien no- Si nadie le contestaba él seguía diciendo una y otra vez –no hay quien no- Pero lo repetía cuantas veces fuera necesario para que alguien cualquiera que estuviera presente a su alrededor al fin se dejara sonsacar y le preguntara -¿pero no hay quien no quien Blanco?- entonces en ese momento él de manera rebosante y sonriente de la complacencia que le causaba esta pregunta contestaba enseguida –no hay quien no quiera jodé a uno compa- Ese era su tema porque al poco rato, nuevamente volvía a hacerle al auditorio la misma pregunta como si fuera la primera ocasión. Algunas personas para alegrar el ambiente y encontrar algo de qué hablar, le volvían a repetir la misma prosa. Las vacas le parían de partos mellizos de 2 a 3 veces al año, los campos reverdecían del Admirable sin sembrarla, sus bestias también se multiplicaban sin contratiempos, en los patios de las fincas las gallinas le ponían 3 veces al día, cada media hora alumbraba una marrana de 20 a 30 cochinitos, cada 20 minutos una gallina sacaba 50 pollitos. Se decía que el Blanco cada año, entregaba a Satanás algún empleado o mozo como cuota de pago, que le correspondía entregarle al Diablo por el trato y pago de la deuda con el Demonio. Primero entregó desde que la gente empezó a caer en cuenta, a un corralero que se le desnucó en un caballo quedando muertecito, después al año siguiente una vaca le sacó las tripas a otro corralero en unos de sus corrales muriendo en el acto, al año siguiente una cuidandera de la finca del Deseo la picó una culebra mapaná en el seno y murió por paro cardio respiratorio, el turno posteriormente fue para otro corralero que le picó tétano por una herida que se había hecho con un machete y también falleció convulsionando, al siguiente año un ordeñador que se puso a pelear en una fiesta de Cuero Curtido y el rival, le sacó las tripas con un puñal que lo desangró en la fiesta. Esa versión era de conocimiento de todo el pueblo de Cereté y la región, pero nadie se atrevía a mencionárselo o comentárselo a él personalmente y ni siquiera a sus familiares más cercanos por el miedo que de pronto el Blanco por rabia, se le diera por entregar de ofrenda a la persona que le hacía la pregunta o el comentario. Se decía que todos esos muertos que eran aporte del respectivo pago del Blanco al Demonio, la gente aseguraba eso porque de manera suspicaz ante las traageediaz mortales siempre revisaban a la victima y a todos el Diablo, al momento de morir, les sacaba por la boca toda la lengua y el resto del tubo digestivo hasta el ano. Inclusive el hombre que la vaca le sacó las tripas en el corral, y al que le sacaron las tripas con el puñal en la fiesta de Cuero Curtido, a ambos, después de que las tripas estaban descubiertas ya a la vista de todo el mundo se desaparecieron con sus respectivas lenguas, nadie sabe quien se las llevó. Estaba en boca de casi todo el mundo en el pueblo de que el Diablo al Blanco, a final un tiempo después le cambió un poco la formula inicial y entonces empezó a pedirles cada día fue como pago a los familiares más cercanos. Primero le pidió a un cuñado que murió por una cagalera de sangre. Después le pidió un primo hermano que murió de una intoxicación con veneno. Después confirió de pago a un hermano suyo de padre y madre menor que él inclusive, y murió de un retorcijón de barriga. Finalmente el diablo le pidió a un hijo, que había sido muy querido del ganadero en pautado y al parecer el Blanco contestó, que mejor que se lo llevara a él mismo y precisamente así le respondió y le cumplió Satanás. Como característica nativa propia de los pobladores de este prematuro pueblo, Padilla no era la excepción, y ofrecía también franca y clara resistencia para optar por nominar o tratar a sus predios con nombres seleccionados de los santorales de los evangelios o elegir calificativos de próceres de la historia patria. Por eso contaba con una propiedad ganadera que era la mayoría o finca principal donde él vivía y que afectuosamente le llamaba Severá, la llamó así porque era la impresión que le daba la población central de Cereté observada en las noches desde la respectiva finca de Severá. También contaba con otra finca menos extensa pero más retirada del pueblo y en la misma dirección de Severá. Estando allá se vislumbraba al centro de Cereté como algo mucho más difícil de advertir “Lo Veremos”. Mucho más distante tenía otra finca más retirada de lo Veremos y en esa idéntica trayectoria que la puso “Nisesabe”. La finca más retirada la llamaba el Deseo porque cuando se lo cogía la noche estando en ella se tenía la conciencia nostálgica de estar tan lejos, que lo embargaba un intenso Deseo de venirse de allá. El padre Correa dentro de sí, aún desde el improvisado altar, en el mismo domicilio de la finca de Severá que era la finca principal de su propiedad, donde había tenido que desplazarse el párroco para despedir al difunto Blanco, después de expresar la plegaria eucarística que hacen la consagración del pan y del vino, que se opera en el cambio de toda la substancia del pan en la enjundia del Cuerpo de Cristo, y de toda la substancia del vino en el extracto de su sangre. En seguida después de dar parte del pan y el vino a cada uno de los asistentes que se habían lavados los pecados. Después de invocar en la última cena la eficacia de la palabra de Cristo y la acción del Espíritu Santo, celebrando aún la santa misa de cuerpo presente en los oficios fúnebres del ya difunto Blanco Padilla. En ese instante preciso, se dio cuenta de que en realidad, el cuerpo presente de este polémico hombre público no se podía permitir, que lo enterraran en sus propios predios rurales, porque primero quedaban demasiado retirados y muchas personas quizás, que lo conocieron y acompañaron en las tareas de la fundación del pueblo lo más seguro, era que quisieran públicamente acompañarlo en su entierro y además, quedar visitándolo en su tumba pública con cierta frecuencia. Además el padre Correa, tenía conocimiento de la emblemática noción que era de dominio público en el cual se rumoraba que el difunto Blanco, tenía pactos secretos con el mismo demonio. Además el clérigo de la parroquia cereteana, estaba al tanto de que el Blanco Padilla supuestamente venía entregando a distintos familiares, como cuotas de amortización de la deuda que él tenía con el Demonio. También el párroco no se había quedado sin saber, ni le faltaba ningún detalle popular, sobre la causa pública de la muerte del Blanco padilla. Era un argumento adicional por lo que el padre Correa a este hombre, con mucha más razón, no le podía permitir que le dieran cristiana sepultura en un predio privado y menos con esos antecedentes, que no eran sino puros cuentos pero, el padre pensaba silenciosamente por dentro, que cuando el río truena es porque muchas piedras deben traer. Después de que terminó la misa domestica, le dio la bendición de despedida al difunto y enseguida llamó a los familiares dueños del muerto y les habló como si lo hubiera hecho con unos subalternos. Les ordenó que sortearan todas las instancias con el mayor sigilo para que la sepultura se hiciera en un predio distinto a los propios, y que ese sitio se aprovechara para que de aquí en adelante, se pudiera destinar para todo Cereté, como la tierra sacra de un cementerio. Pero puso una condición, que se escogiera ese sitio que fuera central de tal manera, que no fuera un predio que resultara ubicado al frente de la catedral. Debía quedar situado detrás del templo de la iglesia. Los familiares del Blanco Padilla tuvieron la impresión sobrecogedora de que el padre Correa, estaba hablando así de esa forma por la iluminación precisa del Espíritu Santo. Esa suposición los conmovió. Había que trasladar entonces el cadáver en hombros como de costumbre, para que cumpliera la despedida de sus otras tres mujeres que residían en sus otras propiedades de Nisesabe, Loveremos y El Deseo. Pero sin embargo, estaban bien preparados por que ya eso lo tenían vislumbrado incluso, con la misma condición del cura. Lo habían soñado en la remembranza de una pesadilla letal que todos los familiares del Blanco habían tenido. Además se lo habían leído perfectamente en la mente del padre Correa cuando desde el improvisado altar pronunciaba la misa despidiendo al difunto. Fueron ellos que de su propia iniciativa, desde mucho antes de la hora del homenaje del sacerdote, que ya habían empezado a acatar los designios del cura porque así se hizo, y evidentemente fue el primer entierro público y el más concurrido que se vio en el pueblo, superado apenas mucho tiempo después por el del primer alcalde vigente de elección popular que hubo en Cereté, don Alfonso Espath. Lo llevaron en su itinerario de despedida donde las diferentes mujeres que habían reclamado su visita de largada final, allí se esperaba a que lo lloraran un rato, con lamentos y preguntas lastimeras a los cuatro vientos, incluso ya todo estaba listo para iniciar su desfile definitivo hacía el centro de Cereté y el cementerio escogido, cuando de pronto, surgió la voz adolorida de una mujer y sus dos hijos, que reclamaban que también las incluyeran en el itinerario conyugal final del último adiós, y dejó sorprendido a todo el mundo porque, nadie pensaba que esa mujer de vida solitaria, a quien nunca se le había oído comentario alguno después de que su marido una vaca le hubiera sacado las tripas en un corral del Blanco, incluso y las vísceras se habían esfumado sin ninguna explicación, sin embargo, al parecer mantenía relaciones secretas pero muy sentimentales con el Blanco Padilla, y ese día además confesó, que los dos hijos queridos que la acompañaban y que todo el mundo creían que eran hijos del difunto corralero, efectivamente eran hijos del Blanco Padilla. Después lo llevaron cargado en hombros, lo pasaron por los planchones y en otras ocasiones lo pasaron en las canoas, fue un funeral magnífico desde Severá, Nisesabe, Loveremos y El deseo, no más se percibía el murmullo de los sofocados pasos de la multitud que invadió los caminos, se escuchaban a los cuatro vientos los chillidos de las plañideras que dejaban al pasar un hondo silencio oloroso a flores pisoteadas. Lo trajeron al foco urbano de Cereté y lo sepultaron en una tumba erigida en el centro de un terreno escogido detrás del curato de la iglesia, lote que destinaron como tierra santa y sagrada del cementerio central que el padre Correa, sin pedir permiso ni preguntarle a nadie denominó cementerio central de Santa Clara de Cereté. Le pusieron una lápida en su tumba en donde quedó escrito lo único que quedaría para siempre, su nombre. Le hicieron sus nueve noches de velorio en Severá que era su caballeriza principal. La casa en Severá del Blanco Padilla quedó bajo el régimen de la muerte y las puertas se abrieron de par en par desde que hizo su llegada la expiración del ganadero, hasta las doce de la noche del noveno día, que fue el momento en que despidieron al muerto a media noche en una ceremonia el día de las nueve noches de velorio. Ese día de la despedida a las doce de esa noche hubo una ceremonia finalizada con unas palabras del rezandero y a las doce en punto, se oyeron y se sintieron unos murmullos y un espanto con rizotadas que a nadie asustó porque quizás todo el mundo estaba preparado y esperaba esos adioses del Diablo, se escucharon tal como si fueran unos inmensos aleteos del plumaje de un ave gigantesca que se alzaba y levantaba su vuelo de despedida y revolviendo el aire tan violentamente con sus alas, que despertó y sacudió a las gallinas, las cocá, los patos quienes salieron cacareando desesperadamente por toda la casa, como si hubieran visto algo aterrador y también espantó a los marranos, las bestias, los burros y el ganado quienes rompieron todos los chiqueros y corrales. Los objetos de valores se habían puesto a buen recaudo, los muebles grandes, los cuadros y las flores de colores alegres colgantes fueron recogidos, además escondieron también a un viejo loro verde cabeza amarilla y lengua negra hablador que hablaba con el Blanco y había aprendido a preguntarle al difunto como de costumbre –No hay quien no quien Blanco-. Las sillas propias y prestadas por los vecinos y amigos, estaban puestas contra las paredes, desde la amplia e iluminada sala hasta los dormitorios y el comedor, donde las mujeres de la casa en luto integro recibían sin dramatismo las diferentes condolencias. En el centro de la sala, estaba tendido en su ataúd el que fuera el Blanco Padilla, con el último pavor inmóvil en el rostro. A su lado, de duelo completo, estremecida pero muy dueña de sí, sin moverse apenas, la compañera sentimental del Blanco en la respectiva finca de Severá al lado de sus hijos, recibía las compasiones sin sobresalto. No le había sido fácil mantener ese dominio desde que encontró al anciano de su vida agonizando en el cuarto. Su primera reacción fue de esperanza porque después de un quejido, tenía la vista serena y parecía más bien que quería era como decirle algo a ella con un fino rayo encendido y reluciente procedente de su mirada expresiva nunca vista antes. Lo sacudió con todas sus fuerzas, le gritó al oído, le puso un espejo en las fosas nasales, pero no pudo despertarlo. En ese momento sintió y oyó un intenso e indescifrable lenguaraz, como si salieran en el lenguaje del alma desde lo más profundo de su espíritu, oyó como una cantidad inmensa de micos y monos jugando con su espiritu, era algo que ella no entendía pero él ya la tenía acostumbrada a esos tipos de movimientos sin explicaciones y la tenía también adiestrada, que no tenía porque entenderlas ni tampoco cuestionarlas, entonces, sino no lo había desautorizado cuando estaba aun en vida que no se lo merecía, mucho menos ahora, cuando ya merece todo el respeto de su voluntad como todos los muertos, sintió sin miedo fue un aprieto impetuoso de querer principiar en ese momento, la existencia con él nuevamente, para poder expresarle en vida todo lo que se les quedó sin decirse, sin preguntarse y retroceder a concebir bien cualquier ente que hubieran dispuesto mal en el pasado. Pero tuvo que someterse ante la obcecación de la muerte. Su dolor se convirtió en un coraje amargo del corazón empecinado por vivir, y el cato penetrante de las lágrimas de la nostalgia que le salaban el paladar la dejaba sentada y tranquila en el banco de la paciencia. En el patio los hombres de la familia, delante de los corrales de ganado, debajo de un palo de mango, sobre todo en las noches, después de que un rezandero en la sala de la casa culminara las interminables letanías del rosario, se congregaban después un tumulto de personas haciendo como un círculo, tomando café, a contar chistes y a jugar barajas. Efectivamente allí en ese lote de terreno donde enterraron al Blanco Padilla, siguieron sepultando después a los muertos a medida que el dedo índice de la fatalidad de la vida y las caídas, iban seleccionando y señalando el nombre escogido en la entrega interminable e intransigente lista de la muerte. Enterraron después al niño José María, después a Catalino Canchila y así sucesivamente siguió una larga lista. El Padre Correa había notado algo que le llamaaba la atención, que desde que enterraron al Blanco Padilla detrás del curato, al padre Correa le había quedado doliendo en alguna parte del alma, un atisbo que era como una sensación física que casi le incomodaba hasta para respirar, sentía como una piedrecita eléctrica en el alma que le entorpecía el libre tránsito del ritmo sinusal en los profundos latidos de su corazón. Resulta que cuando iba a dictar la ceremonia para despedir el siguiente difunto, desde el Blanco Padilla para acá, los anteriores muertos se presentaban a oír fervoroso a la respectiva ofrenda del nuevo sacrificado, y llegaban a brindarle con entusiasmo la bienvenida mortal al recién fallecido. El primero que emprendió esa operación y asistió a un pláceme mortal fue el Blanco Padilla, proporcionándole la bienvenida al niño José María que se había ahogado en el Sinú y el incesante lamento de las campanas de la iglesia lo habían hecho rápidamente abollar al cadáver en el remolino acantilado de la Bonga. Después en otra misa de despido de otro muerto que fue el de Catalino Canchila, que se había intoxicado después de jactarse treinta platos de berenjena en Severá. Asistió entonces a esa misa Canchila con el Blanco y José María en la otra ofrenda de despedida mortal, y así sucesivamente siguieron asistiendo cada vez más difuntos a los entierros. De esa manera cada día eran más y más el número de los difuntos asistiendo a los funerales siguientes. Si solamente se hubieran limitado a asistir a las honras fúnebres de los nuevos difuntos, no hubiera sido nada para el padre Correa, pero ese día de la ofrenda desde temprano en la noche anterior a un deceso, los encontraba siempre conglomerados deambulando y conversando entre sí por toda la iglesia y a sus alrededores, habían estado esperando para recibir expectantes al nuevo muerto en el curato desde el día antes. Todavía el padre podía aceptar sin dificultades que deambularan por todo el ámbito de la iglesia en los momentos inmediatos previos y posteriores de las honras fúnebres pero, los encontraba a veces en sus otros momentos íntimos propios mientras el padre daba vueltas en sus ratos de esparcimiento y entonces, ellos querían estar compartiendo de igual forma con el padre Correa la amplitud de toda su soledad. El sacerdote se estaba psicociando porque ya cuando estaba inclusive celebrando cualquier misa de despedida, sin querer se ponía a hacer fuerza pensando que, era otro difundo que ingresaba a incrementar la lista tan numerosa de difuntos que lo perseguían a todas partes. El padre Correa estas eventualidades, lo había llevado a recordar en un ilustrado silencio, el significado griego de la palabra “cementerio”, y la creencia cristiana de que los muertos en el camposanto solo dormían hasta el día en que les llegaba la hora de la resurrección. Pues él podía con esto que estaba pasando, lanzarse como un testigo de que eso en realidad es así por si alguien dudaba de tal postulado. Se le había cruzado por la mente, quitar el bendito cementerio detrás del curato, recordaba que desde que lo había fundado el Blanco padilla se venía presentando esta peculiar situación, era una opción que se le había metido en la cabeza para el próximo muerto. Se sentía demasiado enredado en el berenjenal de los conocimientos teóricos del sacerdocio, los sentimientos como ser humano, las creencias populares, las tradiciones y los hechos que en realidad se venían presentando con los muertos. Estaba asaltado y lo estremecía la certidumbre de que los muertos realmente le estaban saliendo obstinadamente solamente a él como cura. Tenía la obcecación de que todo esto era debido a la cercanía que tenían los muertos con el curato, porque le curioseaban sus acechanzas secretas y fascinantes picardías masculinas con ciertas damas cereteanas. Si todo hubiera seguido hasta allí de la manera como hasta ahora habían venido transcurriendo, al padre Correa no lo incomodaría la suspicacia del los difuntos para con él pero, le perturbaba de antemano sentirse perseguido por el escoltaje permanente de los difuntos. Esto empezaba a analizarlo pero después, se le olvidaba hasta que lo sorprendía otro momento en que lo atrapaban nuevamente, la intrepidez inesperada de los difuntos. Hasta que llegó el momento límite en que el subconsciente natural del padre Correa, se sintió totalmente sorprendido y descubierto por los difuntos, cuando actuando en su género masculino y malévolo ejercía una inmensa influencia de seducción, sobre el consciente sacerdotal ilustrado del padre Correa, obligándolo las provocaciones a tener que hacer unos inconscientes ademanes, expresar unos inconscientes gestos afectivos y resolver inconscientemente unas acciones situacionales obligatorias del género masculino con unas fieles, graciosas y admiradas damas, prestantes, cereteanas. Este último hecho al padre Correa además de entristecerlo, sentía por dentro una inexplicable sensación tal como si la muerte le hubieran corrido una cortina, dejando ver algo que conservaba detrás de ella y quería seguir ocultando para siempre, porque ahora se sentía conscientemente descubierto y afrontado por la muerte y él sabía, que la misma muerte también permanecía presente en la propia vida. A veces encontraba a los difuntos deambulando y lo saludaban suspicazmente con la punta de sus dedos mientras espantaban su soledad. A veces los tropezaba hablando entre ellos mismos, con entusiasmo cuchicheando socarronamente entre sí y pareciera que hablaran de él. El padre Correa era un hombre muy precavido y delicado, para él sus debidas inclinaciones y propensiones afectivas del inconsciente eran cuestiones sagradas, quería que sus cosas instintivas íntimas no las supiera ni siquiera la misma muerte, es decir, ni siquiera llegaran a su propio consciente, ya que era cuestiones que debían quedar ocultas para siempre en el propio subconsciente. En incontables ocasiones, el habilidoso y descorazonado consciente del padre Correa, fue totalmente declarado incapaz de poder dominar y doblegar las distintas provocaciones inconscientes que le hacían a su inmaculado corazón, quien lo dejó deambular callejero al alcance de la mano de muchas damas cereteanas. El padre Correa se había dado cuenta de que esa dificultad se le venía presentando desde que a él se le dio la redundante ventolera, de que enterraran al Blanco Padilla allí detrás para que fundara el cementerio de Santa Clara, que más vale, se decía por dentro el padre Correa en completo silencio, más vale que lo hubiera dejado que lo enterraran por allá en Severá retirado en sus predios, no importaba que le estuviera amargando la vida a otro, pero él como sacerdote viviera tranquilo. Pensaba el padre Correa de que el Blanco Padilla, era el fallecido que había corrompido a los demás difuntos y el que quizás los entusiasmaba para que hicieran seguido lo que estaban haciendo con él. El padre Correa cavilaba en secreto que con razón, es que la gente decía que el Blanco era una persona que el poder del dinero, lo había adquirido porque mantenía un pacto secreto con el Diablo. Aunque si estaba muy angustiado y era muy consciente de eso del convenio del Blanco con el Demonio, el padre Correa no atribuía la cuestión esa de que los difuntos estuvieran molestándolo, motivados con eso del trato del Blanco con el diablo, sino que más bien se lo imputaba era al hecho de que permanecieran enterrados tan demasiado cerca del curato. Por esto es que al nuevo fallecido urbano, a quien le correspondió el turno para despedir, el Padre totalmente embargado de un sentimiento de desafío, con un cura totalmente ya relamido, desde mucho antes le puso la condición a los familiares, cuando apenas se enteró del nuevo deceso urbano, discretamente se trasladó con tiempo directamente a la casa del difunto y preparó a los más cercanos dolientes, para que eligieran también con tiempo, un sitio diferente y más alejado de la iglesia del que se usaba en esa actualidad, lo hizo con el pretexto de que el cementerio de Santa Clara para esa época, estaba totalmente rebosado de féretros, por lo que no le cabía ni un muerto más y que consiguieran otro respetando la vieja condición, manteniéndolo situado siempre detrás de la respectiva Catedral. Nadie pensó que hubiera algo de miedo y vileza en aquel pedido, porque todo el mundo estaba acostumbrado y respetaba a la familiaridad del cura Correa con los ritos de la muerte. Aunque era turbadora la inesperada sugerencia del Padre, obedientemente comenzaron a hacer las suspicaces diligencias de un nuevo sitio para enterrar al nuevo fallecido. Como el nuevo difunto pertenecía a familias nativas y humildes del tradicional Cereté, aborígenes sin predios rurales propios ni siquiera para caer muerto, sin palancas, sin recursos, apenas podían decir que sí les pertenecía era un pedazo de río Bugre, hicieron todas las vueltas necesarias pero no fue posible encontrar un sitio apropiado para ese objetivo, no porque no hubiera terreno adecuado, sino era precisamente porque eso no lo permitían sus dueños ricos urbanos además, lo estaba solicitando un cereteano cualquiera y era para enterrar a un don nadie. Así que el padre Correa no pudo impedir, que la extensa lista de la muerte, que le acechaba complacida en todas sus inconscientes andanzas del amor impedido, siguiera alargándose indefinidamente. A pesar de que sus apremiantes encargos si había tenido efectos favorables a nivel rural, lentamente se habían empezados a cumplir sin más contra tiempos, quizás por lo fácil que era la diligencia de poder conseguir predios por los humildes nativos, porque sin tantas dificultades empezaron sin más intervenciones del cura, a conseguir los respectivos terrenos que se dedicaron en cementerios locales de las diferentes veredas como fue en Martínez, en Cuero Curtido, en Severá, Manguelito, en Mateo Gómez, Rabolargo, el Retiro de los Indios y San Antonio. Ventajosamente para la efímera tranquilidad del cura, la fatalidad no lo castigó ni lo obligó a que permaneciera ilusionado más tiempo en la misma zozobra y falsa expectativa ya que por esos infaustos días, casi enseguida, por el camino que conducía desde el entristecido Cereté directico hacia el municipio de San Carlos, encontraron abandonados a dos cadáveres de los cuales uno de ellos era el de un prestigioso ganadero cereteano y el otro, el de su viejo y querido chofer de confianza, habían sido vilmente asesinados. Estos hechos conmovieron profundamente a toda la población e inquietaron vivamente el alma de este solidario pueblo. El viejo y cercano puente de Madera que se había acostumbrado por años de ver diariamente a don Mariano, sentado en su casa todas las tardes, además se complacía de escuchar habitualmente también las gagueras de Adriano recostado a las inestables barandas, igualmente lloró a su triste manera, la amarga despedida de esos viejos cereteanos, incluso el viejo puente ese día del doble entierro empezó a crujir y a moverse con mayor intensidad que antes es más, pareciera que desde esa ocasión, el viejo puente de madera acelerara su lento deterioro hasta su muerte irremediable, ese día incluso se le desplomó abatida sobre el río la apesadumbrada baranda superior. El anciano ganadero de nombre Mariano Espitia, don Mariano como todo el mundo en el triste Cereté cariñosamente le decía, y él sosegada y sonrientemente lo consentía, era un hombre completamente maduro, muy serio y sereno, su palabra la expresaba seriamente al parecer sin mucha pretensión pero, era manifestada para siempre como en el papel de una permanente escritura sagrada de la expresión de los grandes hombres sensatos, era muy respetado y querido, no solamente en el sacudido Cereté, sino en toda esta vasta región ganadera. Todas las tardes se ubicaba tranquilito en su plácida morada mirando al río y sentado en una mecedora de mimbre para ver correr, eso sí muy concentrado, las caudalosas aguas del Bugre, y quedaba como embebecido de ver como la intensa fuerza del dulce liquido y limpio aun del Bugre, conmocionaba a los peces que estrellaba la fuerte corriente de agua sobre el otro lado de la imperturbable muralla. Era tanta la potencia del impacto que recibían los hábiles peces en contra de la muralla que en ocasiones el golpe, los sacaba turulatos del río que algunos a veces por casualidad terminaban bailando sobre los forrados cojines de los willys que por casualidad pasaban por la calle, incluso a veces acababan portentosamente metidos en los efervescentes calderos de las fritangueras que se ubicaban en la esquina del puente y placidas riberas del Bugre. El querido y viejo chofer entrecortado de don Mariano, Adriano Díaz, quien desde hacía mucho tiempo eficientemente lo acompañaba y le conducía una camioneta de estacas a su querido patrón. Era un hombre tartamudo y por este motivo incluso a don Mariano, casi que no le simpatizara entablar una conversación mucho tiempo con él precisamente porque, lo desesperaba intensamente la expectativa que se establecía en torno a cualquier conversación simple al verlo con tanto miedo y con tanta tensión muscular involuntaria en la cara, en el cuello, le principiaban unos movimientos incongruentes de las manos, mientras don Mariano se quedaba impaciente esperando y mirando ansioso a que el humilde tartamudo de Adriano terminara feliz de hablar para sellar definitivamente, el largo hilo cansón interminable que ya le había impuesto a cualquier diálogo sencillo. Adriano Díaz tenía la particularidad de que cuando llegaba el momento de que en realdad estuviera más estresado, era entonces mucho menos tartamudo y quizás hablaba hasta de manera normal, pero lo contrario, al estar psíquicamente en pleno reposo y muy tranquilo, entonces se apreciaba estar mucho más perturbado y casi que no se podía ni siquiera establecer un diálogo fluido o hablar de manera cómoda con él. El día en que los mataron, como la ciega alevosía del autor intelectual no pudo encontrar a cereteano alguno que fuera tan atrevido, no hallaron en Cereté ser humano que tuviera un corazón tan cobarde para que interviniera en semejante encono, no les quedó otra opción que importar entonces desde el muy lejano municipio de Planeta Rica, a un alma cabalmente despiadada que de forma consciente, sin ponerle corazón y sin despertar temor de nadie, a sangre fría les anticiparon la muerte a don Mariano y al fiel tartamudo de Adriano Díaz. Al gago y humilde chofer, casi que lo dejan vivo los malhechores porque en realidad, la obstinada inquina era totalmente empeñada en contra del anciano ganadero don Mariano. Pero resulta que en el momento en que están llevando a cabo el atentando precisamente en contra de la integridad física del anciano millonario, los homicidas en sus dislocadas y rápidas informaciones adquiridas al organizar y preparar a la ligera lo siniestro, tenían concebido de que él chofer del hacendado y ganadero, era mudo de nacimiento y no un simple tartamudo, entonces los asesinos estaban encandilados con solo hacerle unas sangrantes y dolorosas heridas longitudinales en la superficie de la lengua, pero resulta que en ese preciso momento nefasto de supremo estrés, al gago Adriano la tartamudez de forma total se le corrigió y desapareció cabalmente como era previsto, les suplicaba entonces con clemencia a los malhechores de corrido y con un deslumbrante flujo continuo de las palabras y de forma clara y sin gagueos, les pedía de que por el favor de Dios no acabaran con la vida de don Mariano, los agresores quedaron sorprendidos y al ver este espectáculo se sintieron calados inconscientemente, dieron la vuelta y sin asco también arremataron al sumiso chofer. En vista de este doble crimen el padre Correa, sin ocurrírsele si quiera la idea de dignarse en visitar en el barrio Santa Teresa a los humildes familiares del desventurado Adriano, para manifestarle cualquier motivación, por lo menos expresarle el merecido sentimiento del pesar, pero el cura concibió tranquilamente y con mucha razón, de que este pobre hombre era en realidad, una simple apéndice de la tragedia, y que al igual que el finado anterior, no tendría tampoco el suficiente poder para cambiarles de ubicación a la empresa de la muerte, y acudió ahí sí con mucha puntualidad y conmoción directamente, donde la familia Espitia para expresarle, supuestamente solo las más sinceras condolencias, pero sin embargo, sin perder tiempo inmediatamente aprovechó a nombre del Señor, la oportunidad que le facilitó la muerte, que incluso era para él quizás hasta lo más importante, plantearles la problemática del cementerio en su momento y en seguida sugerirles suspicazmente y con todo el respeto que bien se merecían, la necesidad de hallar otro sitio de eterna paz con la condición de que tal lugar sacro quedara ubicado detrás del sagrado templo de la iglesia San Antonio y que a la vez, se pudiera ofrendar de forma continua como la tierra consagrada de un cementerio central. Aunque era desconcertante la insospechada insinuación del cura Correa, nadie se preocupó de que de pronto hubiera algo de íntima ignominia y turbación en aquella solicitud del cura, porque todo el mundo tradicionalmente reverenciaba en el devoto Cereté, la correlación cercana del cura Correa con las ceremonias intrínsecas de la muerte y además esa imprevista solicitud, se entendía que venía efectivamente a nombre de una palanca tan semejante, que de por sí daba conformidad porque en realidad, se creía que esta inopinada sugerencia, el clérigo la proponía directamente después de haberse apretado la tecla sagrada de Dios y entonces sin mucho esfuerzo, los más cercanos familiares de don Mariano, sin ponerle tanto cacumen a la cuestión de forma fácil encontraron y seleccionaron en esta ocasión, un potrero ubicado en la misma calle de la cárcel pero ya en el retirado trayecto que iba para Ciénaga de Oro. Unos mozos de los Espitias tumbaron dos tareas de hierba admirable florecida y en el centro del terreno, levantaron las tumbas de los finados. No trasladaron los trastos y las mudanzas de los antiguos muertos del Santa Clara sino a los nichos con sus polvorientos nombres. Sin embargo, las cuestiones al párroco cereteano no le salieron, tal como el angustiado sacerdote se las había felizmente supuesto, porque los consiguientes difuntos que seguían aumentando la extensa lista de la muerte, sin importar el sitio de Cereté donde hubieran sido enterrados, a pesar de eso no dejaron de seguir asistiendo puntualitos a la cita oscura en la conciencia perturbada del padre Correa en los consecutivos funerales. Incluso se presentaron los difuntos enterrados en Manguelito, en Severá, en Martínez, mejor se puede decir, que todos los muertos del confiado Cereté asistían puntualitos a las respectivas citas de la muerte para vigilar la vida privada del atribulado padre Correa. No dejaron de seguir acosando al intrépido clérigo porque en realidad, la conciencia del sacerdote había quedado intacta y en el mismo sitio, continuaban las mismas incitaciones, las mismas reservas, las mismas disposiciones, la misma incertidumbre, las mismas amenazas, los mismos remordimientos. Después le correspondió el turno aciago al difunto Capi Rhenals, al recibir una madrugada un disparo mortal de la mano pérfida de Parmenio Padilla en la registrada mancebía del Chelo, quienes habían entablado un trágico altercado disputándose, cuál de los dos sujetos sabía más de mujeres y había sido según ellos mismos, el primer compañero sexual de una mancebante y gustosísima trabajadora del amor, que incansablemente laboraba en la apasionante y lucrativa empresa del reconocido Chelo. Le siguió la mala suerte al hombre que lo destripó inconscientemente un Pulman, cuando se había quedado dormido, borracho, oculto y tirado en la verde y rala gramilla de la cancha, una madrugada cumbiambera en la plaza de fútbol de Santa Teresa. Además después de eso a un valeroso carpintero le llegó la hora infausta cuando un valiente toro miura, acabó con su vida. Ese astado pertenecía a la reconocida hacienda cereteana de animales bravos de casta llamada el Socorro, propiedad de don Miguel García Sánchez. Había sido contratado este desdichado hombre trabajador para que hiciera unos compromisos comunes de carpintería en dicha pertenencia. Cuando el afanoso hombre de la madera, martillaba atento en su concentrada y noble actividad, la resonancia campanuda del campo abierto, desdoblaba el incesante golpeteo de su inagotable ajetreo. Se producía así un vehemente eco que se extendía reforzado en todo el extenso y silencioso potrero del Socorro, lugar que multiplicaba tanto los sonidos que incluso hasta retumbaban varias veces sobre los malos pensamientos. Sirvió este son de guía resonante para que esa repetición despabilara más la curiosidad de un valiente animal y se fuera orientando hasta poder alcanzar al distraído trabajador del martillo. Al momento que el entretenido carpintero vio venir muy cerca al rápido toro bravo, se montó precipitado a un enorme palo de Campano pero con tan mala suerte, que el bendito animal estaba tan obsesionado e impulsado por el tormentoso traqueteo del martillo, que también excitado se trepó milagrosamente al frondoso Samán, bajó al desamparado carpintero a quien tristemente despedazó. Detrás el turno desdichado le correspondió a Rosmiro Burgos, un fresco estudiante del Marceliano Polo a quien una bala insaciable le quitó la picante vida un día de protesta estudiantil. El perdigón nacíó en una grave explosión que se produjo en un tubo de ensayo que estaba ubicado en el tocado corazón de un policía forastero. Este hombre fue totalmente incapaz de reprimir a esa innecesaria reacción tan violenta, por que realmente, una sobre dosis de soberbia fue la que ocasionó ese impacto tan grande en su corazón. Le perteneció el momento nefasto siguiente al Chevo Padrón a quien muy pero muy cerca a la calle de la Flores, de pronto lo sorprendieron tres misteriosas puñaladas asesinas quienes le impidieron continuar su camino, y se le clavaron de forma mortal en el infortunado corazón. Siguió creciendo la lista de espectadores de la muerte. Después le siguió el fatídico instante para Plutarco Puche, un boticario del doctor Vélez quien fue ultimado por un solo peinillazo umbilical tajante horizontal, mortal y certero, que lo dividió en dos transversalmente debajo de los riñones, propinado por un empalagado cachaco que tenía una colmena en el mismo lugar del mercado público donde habían ocurrido los hechos nefastos en el enardecido Cereté. Pero el pueblo que presenció los hechos se conmovió monstruosamente al ver la forma tan siniestra, de cómo habían rebotado los dos hemicuerpos, quienes saltaron como dos volcanes temblorosos de sangre cuando bañaron a todos los presentes y rebotando angustiosamente, solitos los dos troncos humanos se movían en el suelo, cada uno andando por su lado vibrantes como pidiendo clemencia. Este escenario enardeció sobremanera a los empapados espectadores quienes se decidieron a tomar venganza por su propia cuenta y al tiempo, a punta de palo y bloques de cementos, que precipitaron sobre la colmena del molesto cachaco, acabaron con la prodigiosa vida del respectivo forastero. Asi continuó creciendo la lista de difuntos que asistían a las citas con el padre Correa cuando Juan Rodríguez y el flaco Vellojín, estando chispos murieron ahogados dentro de un carro willys que se fue al río. Su pesado campero cayó una noche al Bugre, cuando venían derechito y sin escuadras, viajando a toda resolución por la reputada calle de las Flores. Fue tan intensa la celeridad que le imprimió ese afanado conductor a esa desacostumbrada máquina que incluso el mismo willys, entendió esa vez que a esa despavorida velocidad, cuando rebasara la orilla, quizás lo corrían a auxiliar de alguna manera con un par de alas que le permitieran poder elevarse sobre el caudoloso río y lograr conseguir de esa forma a la otra orilla del Bugre. Este fue el momento trágico que impartió la orden de elevar a mayor altura las barandas en concreto de la dormida muralla, en la avenida del río en el absorto Bugre. El conjunto de difuntos seguían muy atentos vigilando de forma maliciosa al cura Correa en todos sus lances sentimentales, incluso en varias ocasiones el párroco estando conversando suspicazmente algo delicado con determinadas damas y de pronto, sagazmente se daba cuenta con el rabo del ojo, como le tenían el acecho instalado desde la muerte por los respectivos difuntos. Fue tan intensa la cacería que le tenía la muerte al presbítero, que psicociado empezó entonces conscientemente a ejercer un intenso poder sobre el subconsciente, para evitar las compunciones de la razón. Renunció el presbítero en dejarse provocar el subconsciente para cortar de plano las contriciones del consciente. Desterró la costumbre de ponerle corazón a los suspicaces desafíos de las circunstancias seductoras que no hacían más que provocarles profundos reconcomios. El padre Correa se podía decir que era la primera autoridad del pueblo porque a constas de San Isidro había logrado reemplazar a la vieja iglesia del madera que la habían dejado unos misioneros, construcción que se había hecho antes de la construcción del puente viejo, la substituyó por una mejor también en puro concreto. Fue un animador activo de cuantas congregaciones confesionales y cívicas existieron en el pueblo, formadas por ciudadanos influyentes sin intereses de ninguna índole, que presionaban a los gobiernos y al comercio local con genialidades progresistas demasiado audaces para la época. Durante muchos años, los sacerdotes de turno así habían sido considerados en este sitio. Era el padre Correa el intermediario que siempre había servido de fiador delante de Dios, había ayudado a perder la malicia del pecado mortal y además, a arreglar los negocios del alma con el Creador. Aunque había corregidor que era nombrado sin explicación desde otra parte lejana, pero de manera repentina a veces nombraban a uno, y de pronto quitaban a ese uno y nombraban a otro. Eran mandatarios sin iniciativas, jueces decorativos, escogidos entre los pasivos y jadeantes liberales o conservadores de Cereté, y entre otras por estas razones no le daban participación, ni era solicitada su opinión en esas grandes decisiones como las del Blanco Padilla que le correspondían al padre Correa. Solo le pedían el concepto al corregidor cuando había que tomar decisiones por ejemplo de organizaciones con respecto a las fiestas patronales diferente a las de San Isidro, a las inundaciones y a las decisiones sobre los presos que estaban recluidos enfrente de la iglesia, en unos improvisados e insalubres cepos del mismo local del palacio, que la mayoría era por robos simples de gallinas, que se robaban trastos domésticos o por peleas callejeras de borracho, además porque era el único que los podía dominar a través de unos juguetes cívicos vigentes de dos policías con sus bolillos. El cementerio, el mismo en donde mucho tiempo después mezquinamente le hubiera correspondido, mucho más apretado el turno a Raúl. Estaba ubicado en un sitio donde derribaron árboles y flores los mosos de Don Mariano para hacer un claro junto a la ida para Ciénaga de Oro detrás de la iglesia, totalmente a espaldas de la misma, y efectivamente a ese tramo de camino correspondiente entre la iglesia y el cementerio, lo bautizaron calle del cementerio. En la plaza central del pueblo, casi en las mismas barbas de los presos delante de la iglesia, amenizada por una banda, se hacía todos los años a mediados del mes de Mayo la estrepitosa feria de San Isidro. Era una ruidosa fiesta religiosa que desde el día anterior, se iniciaba con la construcción de unos improvisados y débiles corrales de madera. Al amanecer cuando empezaba a clarear, todo estaba listo para que la fiesta iniciara en los primeros soles del día y continuaba durante toda la jornada hasta el instante opresivo del anochecer, cuando acabando el día se alzaba desde las ciénagas una tormenta de violentos zancudos sanguinarios. Los fieles de acuerdo a sus condiciones y capacidades, le pagaban ofrendas a San Isidro con una vaca, un lechón, un huacal de gallinas, un pavo, un armadillo, una manotada de arroz, un saco de maíz, una cuartilla de fríjol, con una natilla hecha en casa, con ollas de gallina o un caldero de arroz para venderlo en el mismo san Isidro, en fin con lo que pudieran, pero casi todos los pobladores le llevaba su regalo a San Isidro labrador. Llevaban también tortas y dulces hechos en los hogares para venderlos en la misma fiesta de San Isidro. En esa feria si las personas querían también obtener los productos exhibidos en la misma, tenían que comprarlos, y los fondos originados en ese olímpico círculo seráfico y voluntario de regala y compra, llegaban categóricamente a las benditas manos del padre Correa. El Manco Leónidas fue un preso atrevido, siempre irrespetuoso y deslenguado, que acostumbraba hablar sin fijarse en las susceptibilidades de las damas ni los melindres de los caballeros presentes. Oriundo de este pueblo en donde con el apodo de mancos, son llamados en sentido figurado a todos los defectuosos en el caminado e incompletos de las piernas. Era un hombre que jamás ha podido hallar en su corazón, el sitio exacto en donde por desidia, se le hubieran quedado enterrados y descompuestos para siempre los sentimientos del afecto. Era o es un individuo que no ha hecho en la vida tantos robos y deslealtades por necesidad como todo el mundo ha creído en este reflexivo pueblo, ni tampoco ha renunciando por cansancio a los escamoteos como todo el municipio ha entendído, sino porque en realidad ha triunfado y también había sido abatido por el mismo impulso, por pura y corrompida altanería de rebeldía. Se ha mantenído todo el tiempo y siempre a escondidas y pocas pero muy pocas tardes, después de una liberación reciente de la carcel, se veía sentado tranquilo en la esquina del corredor de su casa fumándose un pielroja, blandiendo su abarca y su pie de la pierna cortica montada en la otra rodilla. Cuando huía de la policía, sabía esconderse muy bien y desaparecía adherido debajo de los largueros de los bastidores de madera que encontraba a su paso, de los somieres de cualquier vecino. Cuando se le escondía al policía que lo andaba persiguiendo en una casa cualquiera, y que estaba totalmente seguro el agente de que ese era el camino preciso de la dirección que había escogido el escape del Manco, lo buscaba y lo buscaba y sin resultados jamás lo encontraba, ni en los rincones, tampoco en la cocina, nada en la sala, negativo en los cuartos, ni siquiera debajo de los bastidores, sin embargo todo el mundo en la casa lo habían visto tirarse debajo de la respectiva cama por la que el Manco se había decidido escoger. Ni por lo menos echar de ver a las huellas de la piedad ni la vergüenza. Nunca había querido a nadie. Tampoco por lo menos le habían dejado nada las incontables mujeres que cobraban el pasado por su vida. Ni si quiera la propia Rosa Camila su madre, mirándole a través de suspiros fijamente sus ojos, había logrado desatascar su miseria. Era Rosa Camila una jorobada descarnada de tanto llevar en el alma, el peso de las mortíferas lágrimas ocasionadas por las arbitrariedades de sus dos hijos varones, y el trajinar de varios años cargando en la garganta un globoso, pesado e inmenso coto incurable. Sin embargo esa señora era para él Manco, simplemente la imagen borrosa de alguien que pudo haber sido su hermana Dionilda. Las incontables mujeres cabareteras, que sonsacó a los innumerables combates realizados en los rines del amor, no dejaron rastro alguno en sus sentimientos pero, predominaron enormemente eso sí, las depravaciones del afecto ocasionadas por las miles de golpizas y humillaciones, soportadas en las entradas y salidas de los pavorosos centros de reclusión en toda la costa. El único afecto que prevalecía contra el tiempo y la delincuencia fue el que sintió por su hermano Pio Gracia, fallecido por muerte natural en Cartagena. Cuando ambos eran niños nació ese afecto y no estaba fundado en el amor, sino en una incondicional complicidad totalmente proscrita. En ningún momento pasó por su mente, el pensamiento de destruir y quemar por amargura todo rastro de su paso por el mundo, jamás lo pensó porque no tenía ilusiones reunidas que perder en la vida ni nada dejaba guardado. Tampoco llegaron alguna vez a su corazón insinuaciones de quitarse la vida, no era por miedo que no pretendiera hacerlo, sino era porque para él cada crisis convulsiva en realidad, la sentía definitiva como un momento de muerte, él creía que siempre había sido tajantemente rechazado por la letalidad, ya que su enorme impureza profanaba incluso hasta los transparentes confines inviolables de la muerte. El hecho de siempre haberse recuperado del fracaso mortífero implicado en las frecuentes convulsiones, le devolvía en pocas horas al Manco, un prestigio sobrenatural por el hecho de que a pesar de tener esta suerte tan negra, consiguiera prácticamente inmortalizarse en la fatalidad, recibía la compasión de un mártir y la admiración de un héroe de las mismas personas asquientas que antes agresivamente le condenaban sin apelación sus pecados. Aunque con un rancho viejo dejado por su abuela Zoila Perneth, que es más bien un terreno que no se puede destruir, fue capturado en una celada de la nostalgia a través de Dionildita, el único retoño que dejó Pio Gracia su difunto hermano mayor. Para definir fácilmente al Manco se podía decir, que era simplemente un hombre manco totalmente inhabilitado para el amor y la amistad. Un lisiado que transitoriamente había sido recluido en uno de los tres apestosos por la orina e improvisados calabozos del palacio. En el fastidio de la tarde preso y escuchando al pie del oído la algarabía y el ruido ensordecedor de la gente, que a pesar de los tropiezos melódicos de las notas desentonadas de la banda Dos de Febrero de Cereté cuando amenizaba el San Isidro. Aunque para el Manco estos no eran jamás los ambientes preferidos por él cuando gozaba de plena libertad, pues estaba acostumbrado a otras cosas más picantes en otros sitios pecaminosos que le permitían abiertamente comportarse como un imbatible parrandero mundial. Aprovechando Leónidas el entretenimiento de los policías centinelas que cumplían la guardia de los detenidos, quienes campantemente conversaban muy distraídos con unas hermosas pelas cereteanas. Valiéndose de la plácida impunidad del desorden colectivo en el manifiesto festejo. Con su marcha en zancadas debido a que tenía una pierna cónicamente lesionada más corta que la otra, manifestada como secuela de una luxación traumática adquirida de la cadera, se escapó el Manco de la trampa impuesta, el mismo día de la fiesta del Santo Labrador. No iba muy lejos del hediondo sitio en donde había estado recluido a la fuerza, cuando ya se estaba tropezándose felizmente con el Suave, quien era un cereteano impedido para la sensatez que le llamaban el Suave pero, lo apodaban así no por él, sino por culpa del grandioso sentido práctico que ha estado guardado en el corazón de este pueblo, para bautizar cariñosamente de un tajo y de una manera tan familiarmente fáctica, precisa, descriptiva y rápidamente afectiva a las personas queridas cereteanas. Los remoquetes que se acostumbran utilizar en este bello pueblo cereteano, casi que son el chip comprimido de una resumida hoja de vida, llevan implícitos de manera prensada todos los pequeños y distintos aspectos de la personalidad, nuestros sobrenombres están repletos de simpatía, colmados de cordialidad, atiborrados de un colosal cariño, saturados de la gran sinceridad y llenos de una vida incondicional. Unas de las millones de cualidades particulares, y quizás la más insignificante, por lo que se le llama en este bello Cereté al Suave como tal, es su modito lánguido para caminar que parece más bien como si estuviera en un páramo zapateando la danza de los cisnes. El Suave es un lisiado incondicional del sentido del olfato, quien padece un trastorno congénito del sistema límbico, un hombre en quien el patrón olfatorio es reconocido distintivamente de manera inusual e invertida. Es decir, los olores que a la mayoría de los seres humanos les son placenteros al Suave, le resultan demasiado desagradables. Lo contrario los olores que al Suave le parecen muy encantadores a la mayoría de los seres humanos le son muy destemplados. La percepción y la evaluación patológica de los olores en el bulbo olfatorio del Suave, modifica ostensiblemente su estricto y adecuado comportamiento y además las funciones orgánicas del bendito Suave se ven alteradas. De manera natural por eso el Suave es un rechoncho feliz, que nunca ha caído en el fastidio ni el aburrimiento, no porque no quisiera caer allí, sino porque siempre ha estado inmerso precisamente en el mismo empalago y ostracismo. Es tanta la anomalía del sistema límbico y el hipotálamo del suave, consistente en unos defectos estructurales que le entregan unos atributos en cuanto a las emociones, los sentimientos, los instintos, los impulsos, la memoria, que no los tiene otro ser humano sobretodo aquella capacidad de predecir con precisión los resultados electorales en toda la región. Si alguien quiere saber de antemano quienes ganan determinadas elecciones, quien gana esta otra, como van a decidir las instituciones públicas a tal situación política, en fin cualquier pregunta de tipo premonitorio en política colombiana, el Suave tiene la virtud de predecirla. Sin embargo, lo expresa de una manera extravagante y sin imprimirle la debida sensatez a la respectiva posición, lo hace así porque en realidad el Suave, desconoce la discreción y como tal ha estado por siempre fuera de ella, se acostumbró a vivir sin utilizarla y no sabe conjugarla ni manosearla debidamente. Siente una extraordinaria felicidad que se le desata con más fuerza, cuando alguien comenta que con recursos propios se puede vivir tranquilo sin tener que trabajar como él. Dice tranquilamente –el trabajo es tan malo que lo pagan-. Cuando alguien por alguna razón, se encuentra accidentalmente con él y le comenta o mejor le pregunta que si tiene novia o mujer él contesta enseguida tranquilo, haciendo precipitadamente el gesto de una pistola con las manos semiflexionadas, jalándolas hacia atrás a nivel de la cintura –mira-yo voy a criá hija ajena- yo no soy marica- El Suave no conoce la cólera ciega ni el mal genio, siempre sonriente, se baña solo cuando los aguaceros son inesperados e insospechados, le aparecen de pronto y lo pescan sin previo tiempo, sin previos truenos, sin relámpagos y de improviso logran sorprenderlo a campo abierto, rápidamente y sin paraguas. Cuando estrena una muda de ropa limpia, insiste e insiste tanto, hasta crearle una gruesa capa de mugre en la superficie de toda la prenda, tanto que dicha indumentaria se metaliza, los cuellos le quedan paraditos, las mangas extendiditas incluso, si llueve, se puede cubrir con las prendas porque se vuelven impermeables y uno debajo de ellas, podía pasar un aguacero y no se mojaría. Sin transcurrir mucho tiempo ni trecho después de la escapada, y de haberse encontrado con el Suave, mientras desesperadamente el Manco Leónidas encendía un pielroja con la colilla de otro, y trataba de emborracharse a muerte, ingiriendo seguidos tragos dobles de puro ron blanco en la religiosa fiesta de San Isidro. El Manco Leónidas recibió de pronto una secreta aura fugaz y triste que no estaba en juego pero, que él perfectamente la reconocía desde hacía mucho rato. Incluso, la identificaba también con profusa seguridad por un característico olor a azufre, que siempre estaba acompañando a un amargo salobre y acuoso que le adormecía la punta de la lengua, con un gustillo a demonios que lo obligaba invariablemente a cerrar los ojos. Se veía siempre así mismo en el aura, como un niño corriendo sin camisa en unos pantalones cortos en compañía de su hermano Pío, escabulléndole en una mañana soleada la ira de Rosa Camila su madre, quien a pesar de poder moverse muy poco por el tembloroso e inmenso bocio endémico que le llegaba a las senos, furibunda los perseguía sin embargo para castigarlos con una correa, porque le habían robado los inyectores a unos tractores que eran propiedad de un vecino cultivador de algodón cereteano don Lázaro Galván. El aura eran unos anuncios privados correspondientes a unos destellos brillantes de unas traslúcidas luciérnagas que se derrumbaban en la propia vista al frente de los ojos del Manco. Él mismo, ante la eventual presencia del aura, no había de entender muy bien cómo poco a poco se fue encadenando una gran cantidad de sutiles pero irremediables fatalidades, que lo llevaron hasta ese áspero estado de preparación en poder pronosticar sin equivocación el momento inevitable, de aquel amordazamiento eterno a las convulsiones. El accidente con un tractomula que le luxó la cadera derecha no le produjo tanta conmoción como esta asombrosa y caprichosa relación entre los funestos auspicios y las letales crisis convulsivas. Dicho incidente con el doble troque le causó más bien fue un sordo sentimiento de cólera que paulatinamente se disolvió en una contrariedad antisocial y pasiva, semejante a la que casi siempre experimenta en los momentos aquellos en los que resignadamente por alguna razón es llevado nuevamente a prisión. Sin embargo el aviso del aura le daba tiempo de sobra incluso, hasta para enigmáticamente tirarse tieso y rígidamente arqueado al suelo. Le habían notificado recónditamente que de manera inminente, iba a ser invadido por un intenso estremecimiento que sería ocasionado por una voraz y penetrante descarga eléctrica de muerte, sería momentánea eso sí, que se originaría desde una fuente inagotable que él secretamente mantenía siempre prendida en el corazón. Estaba marcado con esa confidencia para toda la vida, con el hierro ardiente de aquel secreto que nadie había alcanzado arrancarle desde lo más íntimo. Para el común de la gente presente en este episodio, era un acontecimiento perfectamente súbito, fulminante y sin ninguna advertencia. Cayó de pronto el Manco emitiendo en el suelo un pasmoso y perspicaz grito que atemorizó a la muerte pero también sirvió para espantar de los improvisados corrales a las enclenques vacas viejas, se sofocaron a los desmejorados terneros, se desbandaron las bestias, los conejos, los marranos, los patos, los armadillos y los carneros que estaban acorralados exhibiéndose para que el padre Correa los vendiera en el San Isidro, todos se fueron huyendo del estropicio, apenas quedaron las aves que si permanecieron allí mismos fue porque estaban seguras encerradas en unos guacales. Los dedos de las manos y el bozo se le amorataron al Manco, se orinó, se ensució y la lengua le había quedado partida entre los dientes. Una fría y exuberante sudoración de manos y pies lavó al cuerpo y humedeció a todo el suelo de la plaza, que bajo las pisadas de los asistentes espectadores se volvió blando y húmedo como una esponja acuosa. Aparecieron después unas sacudidas en pataletas clónicas de los cuatro miembros que hicieron barro en el piso. Se le despedazó la camisa en tiras de popelina flecadas, que dejaron ver en la barriga las estrellas de los balazos, y las cicatrices del bisturí revelando viejas intervenciones quirúrgicas ocasionadas por innumerables heridas traumáticas cortopunzantes del abdomen. Tenía un espumero verde que le salía por la boca. Paulatinamente ese patatús fue remplazado por un ronquido penetrante de ultratumba que inmediatamente fue seguido por un reposado estupor profundo. Después al poco rato cuando parecía ya que todo el mundo lo había olvidado se sentó lentamente, con un semblante de náufrago sin refugio miraba atónitamente hacía todos lados. Confundido y desorientado. Examinaba de forma minuciosa el orden de los objetos que estaban presentes a su alrededor y reconociendo en detalles a las personas como si las viera por primera vez de arriba abajo. Las diferentes personas que estaban a su alrededor asombradas y con una atención inocente no le quitaban los ojos de encima para nada. Consternados y enfangados en el lodo del rancio sudor del Manco, los espectadores sintieron piedad por él. Ignoraba el Manco lo que había ocurrido pero si alcanzaba a comprender muy bien y al dedillo la significado de esa pequeña interrupción de la vida entendiendo el tenebroso suceso, que se suscitaba desde una fuente inagotable, porque a escondidas la llevaba eternamente bien definida desde siempre, la tenía en un estanco inviolable del destino y la razón. Entendió que el ambiente era el mismo que quedaba después de una de las acostumbradas crisis convulsivas, que él controlaba eficazmente con una píldora que debía tomar diariamente pero, no la recibía desde que lo habían enchiquerado. Sin embargo, la crisis ya había pasado y él exhalando un hondo suspiro de resignación, continuaba dispuesto a morirse de viejo. Se formó por todo esto en el San Isidro un trepa que sube, con el sentimiento de un pánico con extraordinario aturdimiento y confusión. El desorden y la arbitrariedad estuvieron de acuerdo y muy aliados, se adueñaron del ambiente por un largo tiempo a partir del ataque perturbador del manco Leónidas. La gente y los animales descarrilados corrían para todas partes sin saber por qué corrían. Las señoras, agarrando con sus manos a los niños, lloraban desplazándose de un lado para otro. Al fin y al cabo toda la zozobra lentamente pasó, pero los corrales quedaron desocupados. Todos los animales, a pesar de que según sus dueños eran unos reconocidos apalastrados y mansos corderos, se habían ido descarriados hacia sus lugares de origen. Al padre Correa, este espectáculo vergonzoso y accidentales consecuencias que originaron la convulsión del manco Leónidas, aunque era fácilmente entendible, no logró desencadenarle ningún sentimiento de pesar al cura Correa, sino que más bien experimentó fue una rabia ciega y sin dirección, sentía era una extenuante impotencia que por lo menos de algo le servía, y la utilizó para desahogarse determinando tajantemente sin ninguna apelación de que los presos, debían ser trasladados de los hediondos e inseguros cepos enfrente del palacio municipal para otra parte más convincente. Puso la misma condición que había impuesto para el cementerio: detrás de la iglesia. El Brujo Ortega, que era un corregidor del momento, trató por todos los medios convencionales, de que no quedara ubicado en un lugar demasiado lejos del Palacio Municipal, porque los presos diariamente eran requeridos en declaraciones frecuentes para justificar un oficio diario en el cargo político, versiones que eran entregadas en el despacho principal del corregidor. Al fin por acuerdo con el padre los dejaron muy cerca de la plaza pero al comienzo de la salida que conducía para Ciénaga de Oro, detrás de la iglesia pero muy cerca del palacio por lo que el corregidor se comprometió delante del cura a gestionar ante sus altos mandos la mayor seguridad de los presos en los inseguros cepos para que no volviera a ocurrir lo que pasó con el Manco Leónidas. Además se comprometió a no permitir de que el aire puro de la plaza pública, que según el padre Correa había sido el más limpio y luminoso del pueblo, se dañara dejando flotar el insoportable olor a las decantadas orinas podridas de los presos. A ese corto trayecto de calle donde ubicaron a la nueva cárcel, el sigilo fantástico, práctico e intangible de la intuición popular terminó definitivamente por bautizar al efímero camino como, la calle de la cárcel.
Ante la necesidad de transportar sus productos, las personas después de que lo compraban en la calle del comercio, de manera vinculada a la plaza central, enfrente de la iglesia, se estacionaban a esperarlos tanto los animales que venían con ellos como los burros, los mulos, los caballos, las yeguas y además, también hacían lo mismo, unos camperos willys de servicio público. Habían willys cabezones y cabeza bajita de cuatro cilindros, también había solo cabezones cara de sapo de seis cilindros. Existían largos y cortos, rojos y azules pero todos de servicio público y la gente los identificaba como los carros de plaza porque precisamente se estacionaban a esperar a los anónimos compradores era en la plaza central de Cereté. A los conductores que manejaban esos carros de plaza, les decían o los identificaban simplemente como choferes de plaza. Este pueblo era tan reciente y práctico que incluso para identificar a las personas optaban por utilizar de costumbre las tipificaciones más simples de él, eran cortos y explícitos diminutivos. A los choferes de plaza como estaban en todas partes y conocían a todo el mundo, los identificaban por diminutivos desenterrados por alguna conveniencia desde sus aspectos físicos, sus formas de vivir, los tropiezos de sus vidas o sus nombres originales. A veces tomaban un percance personal excepcional para poder redondearles el verbo que los identificaba laconicamente. Había por ejemplo el Lepe Espinoza, el Chichi Morgan, Pedro Tabaco, el Yony Pico, el Pata e Palo, el Millonario, el Cachiche, el Figura y los Pines Espinozas que eran dos hermanos choferes, mellos y contrarios, uno era el Pin diestro o derecho y el otro el Pin zurdo o contrario, para identificarlos había que pedirles de antemano, el favor en el saludo chocándoles las manos a ver con cuál de ellas había que devolverle el saludo de cortesía. Ambos tenían cada uno un willys extralargo beige de seis cilindros incluso, a excepción de la placa no podían distinguirlos ni si quiera por el acabado de la llanta de repuesto. Era tan precisa la coordinación inversa de sus movimientos que no parecían dos hermanos trabajando el uno en la misma plaza donde asistía el otro, sino una solución de un artificio de espejos. El espectáculo que los gemelos Pines, habían concebido hacer en sus casas como una simple gracia de honor a sus recién llegados y sus visitas, desde que tuvieron conciencia de ser iguales. Cuando estaban juntos bebiendo ron, si uno de ellos giraba hacia la izquierda en el baile, su hermano bailando rondaba hacia la derecha. Los choferes de plaza de Cereté, no utilizaban esos apodos como expresiones de mal gusto, surgidas desagradablemente en el mundo de los bandidos como florecían los alias delincuenciales que eran expresados para provocar disgustos, ni obedecían tampoco a condiciones indignas, sino eran más bien construcciones cortas de agrupaciones fonéticas graciosas y familiares que se escuchaban bien, que facilitaban la agradable facultad de comunicación entre ellos y el resto del pueblo y además, eran unas pruebas irrevocables de que en realidad el que decidiera utilizarlas llamándolos de esa manera familiar, dejaba entendido por una definición tácita inmaterial que lo estaban diciendo o que lo hacían predispuesto a brindarles su entera confianza y afecto implícito a la persona que estaban tratando. El gremio de choferes de plaza del municipio de Cereté, sin embargo confundían con sentimiento de solidaridad, a algo que realmente estaba inspirado era en un sentimiento de mutua compasión despertado por el hecho de compartir las pocas gratitudes, y las innumerables miserias inseparables al habituado de siempre tener que manejar la cabrilla, para poder ganarse el diario vivir. El ímpetu de ese figurado sentimiento de solidaridad, llegaba a su inusitada cúspide expresiva únicamente en el tradicional día de la Sagrada Virgen del Carmen. Con ensordecedores pitos y estrepitosas sirenas salían o salen todos los días diez y seis de Julio, por las calles principales del crédulo Cereté, andando lentamente pero acelerados los respectivos camperos y camiones, que terminaban sus conductores borrachos manejando enardecidos en la larga fila de la procesión de la santísima Virgen del Carmen. Al Pata e Palo por ejemplo, le decían así porque, después de un grave accidente con el Mono Cabeza otro chofer, donde casi pierde la vida el Pata, en un willys cabezón rojo corto de cuatro cilindros, que lo pusieron a pelear con un carro más grande como era precisamente un camión doble troque. El pata e Palo por ese accidente presentó fracturas en casi todos los huesos largos y cortos, los únicas huesos que apenas se salvaron sin fracturas in situs fue la cadera, las vertebras y el cráneo. No hubo lesión en los órganos vitales pero fue necesario inicialmente, ponerle catéteres de todo los calibres y tamaño, que eliminaban liquidos en sus extremos de todos los colores y olores, al final hubo la necesidad de clavarle casi pero en casi todos los huesos, un mil ciento once prótesis en diferentes aleaciones de níquel, hierro y aluminio, había de todo tamaño y figura, habían clavos, habían bisagras, habían tornillos, habían anillos, habían correderas, habían grapas, habían placas, habían espuelas, habían contrafuertes, habían machos, habían estribos, habían puntales, habían sostenes, habían fijadores, habían alfileres, habían monedas, habían agujas, habían cerrojos, habían tarugos, habían pilastras, habían andamios, habían remaches en fin, había de todo tipo de prótesis. Eran tanto metal al mismo tiempo en un ser humano, que se presentó una translocación magnética de la resonancia corporal por una gran polarización atómica inducida por los diferentes metales de las prótesis. Las corrientes eléctricas que se originaban en el marca paso natural del seno sinusal de su corazón, eran transmitidas activitas a través de todas las prótesis que le habían clavado al Pata como le decían, le dicen o le decimos todavía por cariño. Duró tanto tiempo con las muletas de madera mientras se consolidaban po a poco esas fracturas y mientras los cirujanos le iban lentamente desencajando y sacando de alguna parte del esqueleto una por una de las un mil ciento once prótesis en el tiempo, que a donde quiera que andaba hacía que se pararan los relojes, se aislaran las alarmas, se activaban los despertadores, se detuvieran los abanicos, se desconectaran los interruptores, las llaves se trababan metidas en las cerraduras, las clavijas se enloquecían, se ataban las palancas, se activaban los punzones. Cuando entraba a los bancos, se caían los sistemas y todos los trabajadores paralizaban de inmediato las labores porque las pantallas no dejaban de parpadear. Cuando habían tormentas eléctricas en los espantosos aguaceros, el Pata de Palo tenía que bajarse corriendo del carro que manejaba y refugiarse buscando tierra que neutralizara los rayos, porque la chispa de los relámpagos que le avisaban con los truenos lo buscaban afanosamente y lo perseguían con desespero por todas partes. Se mantuvo tanto tiempo con las muletas que incluso, tenían que ser necesariamente de madera porque las metálicas, que eran más livianas, se les adherían a la piel del cuerpo y no se las podía quitar de encima. A medida que le iban sacando las prótesis, iba perdiendo la fuerza ferro magnética interna del cuerpo, tanto era que la gente le quitó el nombre original que le había puesto la señora Delia en la partida de bautismo y lo bautizaron nuevamente como el Pata e Palo, incluso se llegó a creer algo que según él mismo lo testificaba tranquilamente, que las muletas eran congénitas.
Para esa época según sus allegados, ya Raúl había envejecido con una rapidez asombrosa. Ahora no parecía para la gente que lo conocía, aquel hombre que aparentaba antaño tener la misma edad de Álvaro Alean. Pero mientras este conservaba su talante descomunal que le permitía andar en el pueblo de mis extrañas alegremente de esquina en esquina, tomando tragos, llanereando y mostrando buen aspecto y postura, Raúl parecía más bien estragado por una dolencia física invisible y tenaz. Era en realidad, el resultado de múltiples y raros vicios contraídos en sus incontables viajes y estancias fuera del pueblo donde el mundo quizás era más legendario sobretodo en Bogotá. Era un hombre lúgubre que aunque había dejado de reír, conservaba no obstante descuidada todavía su dentadura incompleta dorada por el cigarrillo. Estaba envuelto en aura triste, despreciaba el presente con una mirada exagerada que incluso a veces, en sus crisis de lucidez, parecía más bien, conocer el otro lado escondido que tienen las cosas de la naturaleza.
Siendo aún un muchacho de provincia, tímido, respetuoso, inteligente y buen estudiante. Egresado de unos de los mejores colegios de Cartagena como son el de la Esperanza. Al parecer había sido presionado y despachado entonces por su padre a la fuerza para estudiar Derecho en Bogotá. Sin embargo, la universidad alcanzó a comprenderle oportunamente su inspiración de una manera y lo mandó a un lugar muy diferente. Lo guió a un sitio quizás como el que había soñado alguna vez Raúl sin exteriorizarlo. Sitio donde cualquiera podía expresar abiertamente sus presentimientos, sus emociones e imaginaciones en un lenguaje que fuera generosamente atractivo, expresión que todo el mundo a la vez lo comprendiera y pudiera corresponderlo fácilmente de la misma manera grata. Por eso entonces aprovecha ciertas cualidades natas suyas tales como son su colosal corpulencia física, sus peludos brazos con envergaduras de galeote y manos de gorrión, su profunda vozarrón de órgano con ademán aristocrático. Condiciones que definitivamente le ayudaron a iluminar espléndidamente una armoniosa combinación entre la naturaleza creadora de Raúl y los extraordinarios ambientes ligados a la actuación y a la poesía.
Sin conocer a nadie Raúl le hablaba a todo el mundo aunque, cuando se abordaba seriamente en una conversación era hermético y hostil. Por eso no podía estudiar derecho y mucho menos vivir en una ciudad tan grande en donde nadie está al tanto de nadie como Bogotá. Allá ninguno lo iba a echar de ver. Nadie en un sitio diferente a Cereté o Cartagena lo reconocían fácilmente. Aunque ya la heroica lo había olvidado. El se imaginaba quizás pues, que aquí en este pueblo del cacique té o en Cartagena, la gente debía estar al tanto de todo lo de Raúl. A pesar de que sí en realidad lo reconocían fácilmente casi todo el mundo en este pueblo, nadie lo entendía en Cereté por que definitivamente nadie quería entenderlo. La gente se iba de cualquier sitio cuando Raúl llegaba. Si llegaba a las concurridas y juveniles barandas del viejo puente de madera lo dejaban solo. Si aparecía en las bancas del parque Nariño la gente se dispersaba y lo dejaban igualmente solitario. Si se presentaba en las “mesas de fritos” o las “mesas de frescos”, al champión, a esperar que salieran de misa las pelas, es más en cualquiera esquina, también sucedía igual. Recuerdo la vez, que temprano en una noche remota, cuando conocí al poeta. Estando yo de vacaciones universitarias. Me tropezaba esa noche precoz con unos conocidos que encontré haciendo la cola para hacer llamadas de larga distancia pero, yo la iba a hacer precisamente a Cartagena. Estas se hacían en un local ubicado en la calle del teatro Iris que era la única oficina con tres cabinas telefónicas que tenía telecom en Cereté. Esperando turno para hacer dicha llamada de pronto llegó un hombre grueso, serio y alto con bigotes mejicanos que intentaba entablar familiarmente una conversación con nosotros. Hablando sobre un tema que ya al parecer, traía iniciado de otra parte. Mientras él llegaba a la fila la gente, como cumpliendo con un reflejo condicionado en la vida social de manera instintiva se dispersaban lentamente, alejándose de él y de los demás. Haciendo señas con las palmas de las manos extendidas y abiertas pregunté, que si quien era esa persona, y uno de los que estaba previamente conversando con nosotros, me respondió también por señas, colocando la silenciosa mano derecha y empuñada en la oreja, de tal manera como si se fuera a dar un tiro en la sien con el dedo índice apuntando a la cabeza. Poniendo recto el dedo índice en dirección hacia el oído homolateral y el resto de la mano empuñada y apretada. Hacía movimientos giratorios sollados del dedo recto alrededor de la respectiva oreja. Para poder conquistar la recompensa de la grandeza y la fama Raúl Gómez, comprendió que tenía que pagarle a la naturaleza y a la tradición devolviéndoles su vida al tiempo. Según el mismo le contó en uno de sus escasos momentos de lucidez a un sobrino mientras adecuaba un lugar de recreación familiar llamado Mozambique, que la muerte con seguridad lo seguía a donde quiera que fuera. Le sentía el resoplido de parrillera en la moto de la vida espirándole siempre detrás de las orejas, escuchaba que le rastreaba los pasos en todas partes, pero sin decidirse en darle el zarpazo final. Era entonces en este sentido idéntico a todos los seres humanos, que somos realmente unos prófugos de la muerte que vivimos disimuladamente dispersos en los diferentes caminos escabrosos de la vida. A pesar de su enorme porte e ilustración de Raúl, y de su ámbito incomprensible, el poeta tenía un peso humano intrínseco, tenía una condición terrestre que a veces lo embrollaba en las minúsculas dificultades de la vida cotidiana. Sufría y se quejaba también por los más insignificantes percances de la existencia diaria. Cartagena y el mes de Mayo fueron lugares y épocas que además de ser gloriosas para Raúl, fueron también trágicas para el poeta. Se celebra en ese lapso y en ese paraje tanto el aniversario de su nacimiento como el de su muerte. Incluso casi que son el mismo día del mes en el propio Cartagena.
Una noche de guardia en que Domingo Iglesias no se sentía muy bien, caminaba de un lado para otro con el fin de estirar los huesos alrededor de las penumbras de las tumbas más cercanas al estar de los guardias del cementerio. Sin tener sed y sin darse cuenta con el filo del diente de pronto, había roto desesperadamente unos de los vértices plásticos de una bolsa fresca de agua fría que le apareció de repente en las manos. No tenía sed, incluso ni siquiera era por guayabo porque tenía una semana de no tomar tragos. Además sin miedo, porque desde hacía mucho rato trabaja como celador del silencioso cementerio y ya tenía la suficiente confianza con la soledad de la muerte, para sentir una familiaridad con el sigilo que acompaña siempre a los diferentes muertos del viejo cementerio cereteano. En ese momento vio a Raúl Gómez Jattin junto al Roble. Estaba pálido, con las manos en la cabeza y una expresión muy afligida. No le produjo miedo, sino compasión. Volvió al estar donde acostumbraban por lo regular pernoctar normalmente la guardia del cementerio. Quería contárselo con pelos y señales a alguien o a todo el mundo, salió a la caalle del cementerio, caminó por fuera en el corredor a ver si veía a alguien en la avenida de doble calzada. Pero realmente estaba solo en ese momento en el Huerto del Señor. -Los muertos no salen- Se decía el mismo resignado, en un silencio interior como un consuelo por dentro, murmuraba solito -Lo que pasa es que uno ve visiones-. En el siguiente turno nocturno, Domingo volvió a ver a Raúl Gómez, sentado junto al Roble, nuevamente con las manos en la cabeza. Otra noche lo vio bajo la lluvia corriendo hacia el Roble. Una vez lo vio fumándose un pielroja. Iglesias, fastidiado por sus alucinaciones, salió una noche del estar a cielo abierto en el camposanto armado con una rula vieja sin filo porque no usaba revolver. Allí estaba fumándose un cigarrillo el Raúl Gómez con su aspecto desconsolado, le dijo –Eche que tanto jodes- le gritó estando muy aturdido Iglesias y esgrimiendo la rula- Como vuelva a vette por aquí por estos lares te voy a dá con este machete-vaja vé-. Raúl Gómez Jattin no se fue, ni Iglesias se atrevió a darle con la herramienta. Desde entonces, no pudo estar tranquilo como siempre en su trabajo de celador. Lo angustiaba la enorme melancolía con que el muerto lo había mirado. La honda nostalgia con que Raúl añoraba a los vivos desde la lluvia y desde la muerte. La ansiedad con que buscaba el tanque del agua para lavarse los pies. La fuerza y la ansiedad con que chupaba el canto mojado de los cigarrillos. El poderío con que expulsaba el chorro de humo después que cogía la bocanada succionada del bendito pitillo. -Debe estar sufriendo mucho- murmuraba desahogándose Domingo Iglesias -Se ve que está muy solo-. El celador estaba tan conmovido con esto de Raúl que la próxima vez que advirtió al difunto Raúl escudriñando una caja vacía de cigarrillos comprendió lo que buscaba, y desde entonces le ponía paquetes enteros y además cigarrillos sueltos de pielrojas regados en todo el cementerio incluso, a veces le ponía paquetes y cigarrillos sueltos con filtros y marcas diferentes a ver si acertaba su gusto y advertía su preferencia. A Domingo Iglesias estos episodios con Raúl le habían hecho perder el apetito y no lo dejaban libre para escapar de su preocupación y además, le eran suficientes estos hechos para recordar los vaticinios infaustos de su madre que lo aterrorizaban demasiado. Seguidamente también le servían para resonar involuntariamente en su conciencia, procedentes desde su corazón el rostro de María Inés, quien había tenido la pericia intangible de enseñarle a respirar hacia adentro y a controlar las palpitaciones del corazón, además le había permitido entender por qué en realidad los hombres le tienen mucho miedo a la muerte. A pesar de sentirse tan atolondrado por la fatalidad del destino con esto de Raúl, ya que lo que más le preocupaba era el hecho de que en realidad estas cosas le estuvieran ocurriendo era solo a él, porque lo descrestaba el hecho de que a los demás celadores Raúl no le salía. Investigaba con acuciosidad y solo le ocurria a él. El sentía, haciéndose un examen de conciencia, que ella es decir su concienciaa estaba en paz con el creador. Además pensaba en María Inés con quien si reconocía, tener en verdad una sensación, de haberla hecho sufrir infamemente, además de eso de ella, sin embargo solamente sentía adicionalmente era una pequeña molestia de inseguridad en el corazón con respecto a su primera comunión. No obstante en esa ocasión, había sido adecuadamente adiestrado en el mecanismo intermediario utilizado por Dios, para engañar al demonio con el pecado original. Estaba muy bien preparado en persignarse, se sabía al pie de la letra el padre nuestro, el credo, la salve, el ave maría, la gloria. Enunciaba con pelos y señales, además con los ojos cerrados y sin tropiezos a todos los diez mandamientos. A pesar de que todo esto había salido muy bien al momento de responder por primera vez un día antes de la comunión en el confesionario, todas las preguntas del cura, sin embargo posiblemente por una ligereza innecesaria del sacerdote al darse cuenta, de la gran extensión del botín reflejada en la gran cantidad de jóvenes nuevos fieles, que esperaban ansiosamente el codiciado turno para confesarse, entonces el sacerdote encantado interroga de manera apresurada en la bendita lista de los pecados, aunque no se le olvidó preguntar eventuales diabluras hechas con las mujeres, sin embargo, dejó de lado el preguntar, -¿si había hecho barbaridades con los animales?-. Como Domingo tenía aprendido todo el diccionario completo de pecados, cayó en cuenta de una que muchos de ellos ni siquiera el clérigo los insinuó, pero resulta que solo la pregunta sobre uno de ellos le inquietaba sobremanera. Aunque esperaba esa pregunta y no llegó estaba tranquilo, porque consideraba no haber pecado con todos los animales, la culpa solo la sentía era con las burras. Puesto que eso no se lo preguntó el padre, a pesar de que se dio cuenta de la omisión del sacerdote en ese momento, no tuvo el valor suficiente para recordárselo, pero por dentro lo había invadido desde hacía rato un inesperado desconcierto que le sobraron ganas. Entonces por ese hecho Domingo presumía que ese preciso desliz innecesario no había permitido que ese pecado hubiera sido debidamente condonado. Desde ese mismo día diez y seis de Julio, fecha de la virgen del Carmen, cuando comulgó Domingo, quedó atormentado para siempre por esa bendita incertidumbre. Más tarde le hizo la pregunta a su madre quien le contesto -olvídate de eso, que eso está bien así- Presentía que esa fuera la única sombra silenciosa y suficiente, para desencadenar la represalia de Raúl entendida como un desagravio personal procedente desde el más allá, desde donde todas las cosas quizás, podían tenr relación y estar engavetadas en el mismo escritorio, ya que no creía que hubiera otra razón capaz de manchar la reputación de su conciencia. Sin embargo, también sin querer, el recuerdo de su madre lo consolaba y la inminente posibilidad de recobrar el amor desaforado con María Inés, le inspiraban una serena valentía. Consolaba su abrupta soledad, que él idealizaba en las tinieblas del cementerio y las convertía en María Inés mediante ansiosos esfuerzos de imaginación.
En una escondida ranchería de nativos pacíficos situada en una extensa llanura colindante con las colinas desmembradas de la Serranía de San Jerónimo, a unos escasos quince kilómetros de la plana margen derecha cereteana del río Bugre, vivía de mucho tiempo atrás un autóctono cultivador de maíz criollo, don Martín Iglesias, de quien Filomena Andrade, la madre de Domingo Iglesias había parido en casa con la misma partera nueve legítimos muchachos. El ultimo y único retoño varón de los nueves partos que tuvo valientemente Filomena fue Domingo Iglesias. A pesar de que Filomena no recuerda por ningún pienso haber escogido ni ordenado jamás la ropa limpia de su marido al momento de vestir. Ni ponerles las abarcas, ni medirle el sombrero al salir, ni ayudarlo a vestir, ni besarlo al llegar, ni babosearlo al partir, ni acompañarlo al comer. Sin embargo, a pesar de ocurrir esas engañosas destemplanzas en el amor verdadero, no sabían hallarse ni un instante el uno sin el otro, o sin preocuparse el uno por el otro, y lo sabían cada vez menos a medida que en ellos se acentuaba la madurez. Ni él ni ella podían decir si esa íntima subordinación reciproca se creaba en el amor o era producto de una manía sin fondo de la vida, pero nunca se lo habían preguntado, porque ambos elegían mejor ignorar la respuesta para siempre. Además ellos sabían, de que si consagraran un matrimonio que estuviera en otros tiempos, estarían planeando desde ese momento la idea pendenciera de los preparativos para de pronto celebrar dentro de unos pocos años, las bodas de oro matrimoniales. Tenían una gran ventaja para vivir porque desde hacía rato que ambos se habían dado cuenta, incluso desde hacía mucho pero mucho tiempo, que era más fácil evitar las grandes calamidades familiares, que las comunes e insignificantes deslealtades diarias. Aunque todavía en el diario vivir no se habían dado cuenta de sus primeros olvidos, ni sus huesos en el diario trajín habían comenzado en lo más mínimo a llenarse de ruidos, el andar les había permitido con tiempo adquirir juntos la suficiente sabiduría y experiencia, antes de que fuera demasiado tarde y entonces ya en el gozo de la vejez dicha sapiencia, no les sirviera absolutamente para nada. Habían perdido sin saber con el amor en el tiempo, aquella habilidad de soltero para atizar discordias insignificantes. Además el tiempo enteramente les había desaparecido sin darse cuenta, aquella destreza juvenil idónea para desenterrar viejos incidentes pueriles que antes habían quedado enredados por el desinterés en el olvido. No acostumbraban refunfuñar ni toser a propósito sin son ni ton, habían desterrados los enfados por faltas propias, aniquilado el hábito de fingir ruidos indispensables, la práctica de dormir fingiendo, imitar despertares, fingir omisiones solo para inquietarse entre sí. No tenían ni tampoco procuraban adquirir placeres peligrosos en el amor adiestrado. Doña Filo como todo el mundo la llamaba, era una mujer que se adelantaba a los acontecimientos y por eso mantenía siempre en la casa que si la tableta de conmel, la tableta de veramón, la de oka, la tableta de mejoral para el dolor de cabeza, la cajetica de vaporup para el asma y la botella de menticol o de ron alcanforado para refrescar la migraña nocturna. Nunca se cuidó ni se operó para no parir. Después de que nacía esa muchachera, duraban dos días recibiendo solo agua de manzanilla para limpiarles el estomaguito y para que eliminaran el agua negra de fuente que habían tomado al nacer, además esa aromática le daba tiempo de que a ella le bajara la leche. A los siete días de nacidos se le caía el ombligo y los metía en la hamaca de cepa de plátano para amansarlo, a los diez días de estar en el mundo mientras le ponían el mate en unas de las muñecas para el mal de ojo, ya buscaban con la vista por todo el aire del cuarto al resuello de su madre. Para aflojar bien el purgón, duraba cuarenta días después de parida, que no salía del cuarto ni por lo menos a la sala de la casa, incluso ni si quiera salía a bañarse, porque se limpiaba dentro del mismo cuarto. A partir de los cuatro meses de parida los tiraba al suelo en una estera de eneas para que se fueran acostumbrando y les ponía las sopitas de verduras con cucharitas a los muchachos sin sal y sin condimentos los medios días, para que empezaran a acostumbrar su estomaguito. Al término de esos mismos cuatro meses también, les daba que comieran en cucharitas las compotas de frutas carnosas hechas en casa, para que crecieran más rápido, y los jugos de frutas cítricas con el vaso de pitillos para la gripa. También a los cuatro meses les ponía los tres cereales maíz, arroz y cebada para que recibieran la suficiente energía de esperarla hasta que regresara de vender en el burro porque, ya a los cuatro meses comenzaban las salidas de Filomena en las tardes después que bajaba el sol, a vender bollo y mazorcas en las calles de todo Cereté. Vendía mazorcas tiernas medio peladas y bollo dulce envueltos con hojas de maíz como quien dobla una cartera repleta de plata para metérsela en el bolsillo. Doña Filo salía en un burro con dos cajones de madera cubiertos con unas hojas de plátano encima. Los cajones los golpeaba de manera alterna con un garabato viejo y negro de mangle. Cuando se cansaba de darle con el garabato al cajón derecho, le daba entonces al izquierdo, a veces incluso surgía entre la brisa, una melodía por el compas de caja esperando guacharaca rimado con el pregonar de Filomena, booolloooo dulce y mazooorcaaas blanditas. En muchas pero numerosas ocasiones necesitó de mucha paciencia para convencer la desconfianza de la policía incrédula, de que no era menester de utilizar o cargar canastilla basurera porque el mismo burro, se encargaba de demoler la basura comiéndosela después de producida por los diferentes clientes que consumían la plácida mercancía vendida. El animal estaba tan bien educado y adiestrado, que salía a la calle después que ya eliminara los cagajones como si fuera una persona que va primero al baño a ensuciar antes de salir de la casa, para no tener que hacerlo en la calle. A los seis meses esos pelaos se sentaban solos y les empezaba a dar la leche de vaca para que le salieran los dientes. De ocho meses se paraban solos pero agarrados por las paredes y en los taburetes, además les comenzaba a dar también el huevo criollo y el puré de mantequilla para que caminaran. La primera regla después del parto por lo general le llegaba al año de parida, momento en el que casi siempre ya empezaban los muchachos a caminar. En ese instante de tiempo también les ponía la vacuna del año para que no se enfermaran tanto, se las aplicaba una enfermera amiga que iba a la casa especialmente a vacunarlos. Los purgaba también al año y era cuando botaban la primera lombriz y los sentaba en la mesa para que comieran solo de todo lo que comían los demás aunque más blandito. Duraba dos años lactando porque esa muchachera nunca cogieron tetero, se levantaron a pura teta, cuchara y el vaso de pitillo. Mirándoles en el blanco del ojos sabía si estaban necesitando purgantes y vitaminas. De las ocho hermanas restantes de Domingo, todas estaban casadas y vivían en los mismos terrenos propios de don Martín con sus respectivos compañeros, excepto Luisa Ester que era la mayor y además era madre soltera que trabajaba prestando el servicio doméstico en Bogotá desde hacía muchos años. Como la propiedad de don Martín era extensa sus yernos, habían construido casas en diferentes partes de los predios y por lo general todas las hijas salían en las tardes a vender bollo dulce porque casi todas habían heredado el mismo negocio de sus padres. El cultivo principal para la parcela de don Martín era el maíz aunque a los terrenos, también se les sembraba en determinados momentos ñame, yuca, incluso a veces en épocas de intenso invierno hasta frijol y arroz. Además se ocupaba una pequeña área de terreno para el pancoger como el plátano, el papoche, el coco, manzano y una pequeña huerta de admirable útil para que se alimentaran los burros, y unas muy escasas vaquitas que aportaban estrictamente la cantidad de leche diaria necesaria para el consumo de la casa y las muchachas. También hacía parte de la familia la madre de Filomena que siempre había vivido con ellos y le había ayudado invariablemente, a levantar a toda esa manada de muchachos. Don Martín Iglesias era el tataranieto de Manuel Iglesias un hijo secreto que tuvo un sacerdote español, con una martinera soltera que le hacía la comida y le lavaba la ropa en el curato y que él mismo bautizó precisamente en el viejo templo de madera de la iglesia central del bello Cereté y le escogió de su propia imaginación el nombre de Manuel y el apellido Iglesias en honor a su querida iglesia católica. Manuel Iglesias fue tan inconfundible como hijo del clérigo. La indiscutible demostración obtenida que el cura y padre biológico del cereteano, era tan contundente que se quedó sin argumentos que justificaran alguna duda de que en verdad era hijo propio porque, además de que sacó los lindos ojos color verde oliva del sacerdote, también le heredó un lunar secreto que el sacerdote tenía en el omóplato derecho, era secreto porque nadie podía decir públicamente que conocía ese disimulado lunar del párroco, y además él lo ocultaba con extremada precaución. El lunar del niño estaba también ubicado en la misma espalda del recién nacido y tenía la forma exacta de una perfecta estrella con cinco vértices en el diámetro de una naranja, que no parecía dibujada por un lapicero cromosómico sino más bien, que hubiera sido diseñada por un arquitecto del universo con un juego de regla T y escuadra, hechaa con los geniales tiralíneas de la herencia utilizados por un versado delineante de la estructura humana como el sacerdote, además esa estrella conservaba el mismo color verde oliva presente en el iris de los ojos del presbítero y en el centro de la estrella, había circunscrito un círculo perfecto, blanco y afelpado tal como si hubiera sido trazado por la medida instrumental del infalible compás de la genética. Cuando la madre recién parida le observó ese lunar al recién nacido Manuel Iglesias, ella entendió de inmediato de que el capellán debía tener esa mácula pero en verdad todavía no se la había descubierto ni podido apreciar al sacerdote, le llamaba la atención era la perfección del trazado de la mancha, que era tan nítida y le hizo el comentario al párroco cuando llegó a visitarla a la casa después del parto para conocer al niño, quien disimulando mucha serenidad la dejo hablar tranquilamente, sobre la referencia del lunar pero, él se lo negó y le dijo que no conocía esa marca, todavía sin estar convencido porque en silencio había quedado muy sorprendido del hecho de que él si tenía ese lunar, y era totalmente idéntico y en la misma parte pero, no era en realidad un lunar congénito que pudiera tener transmisión genética de manera común y corriente, sino que correspondía a un tatuaje vulgar que él se había hecho en las arrebatadas locuras de su pubertad. Ese día el recién nacido pareció que también hubiera sentido de alguna manera, la solemne presencia de su padre porque, se estremeció tanto que de manera súbita le cayó bruscamente un severo hipo a Manuelito Iglesias que incluso, persistió ásperamente a pesar de los innumerables cartuchos y bolas de hilo que se gastó la recién parida en hacerles bolitas de hebras empapadas con saliva que le ponía en la frente del bebé después de saborearlas en la boca y no sirvieron de nada, le daba agua en su boquita con un vasito, en cucharitas, le puso unos granitos de azúcar en la boquita y tampoco surtieron efecto, solo desapareció el perturbador espasmo como tres horas después, cuando la madre ya totalmente desesperada, lo impresionó sorpresivamente al mismo tiempo que le amagaba en dejarlo caer de repente al vacío y el niño asustado, respondiendo con el reflejo del moro, le puso fin a las intratables sacudidas involuntarias del inmaduro diafragma del recién nacido. Cuando el sacerdote atolondrado llegó ese día de regreso al solitario curato de madera, sigilosamente consiguió prestados a dos espejos grandes, uno se lo puso en la espalda y el otro espejo lo situó de frente, se miraba y se miraba minuciosamente el lunar y en verdad, eran idénticos pero, se quedó embebecido e inmóvil pensando delante de los espejos y se preguntaba de cómo había sido posible tal transmisión genética sin en realidad, el no había nacido con ese tatuaje, se lo había hecho poner muy joven pero sus cromosomas habían quedado totalmente libres y limpios de cualquier mancha. El se observaba en los espejos la cara de su entristecida sorpresa y los prototipos, le devolvían la misma imagen pero atiborrada de su propia lastima hacia el mismo, por el aspecto pensativo que le adicionaba tal situación. Lo atormentaban las circunstancias que él no perdía de vista como una maldición o un castigo, la fatalidad quería que él quedara marcado como una prueba imborrable para siempre, tal como si fuera un protestante por el hecho de incumplir el celibato sacerdotal obligatorio. Pensaba silenciosamente en su retórica eclesiástica, la manifestación del concilio de Elvira, la reiteración en el concilio de Letrán y el establecimiento definitivo de dicha regulación célibal en el concilio de Trento. Pensaba en el recién nacido y especulaba en que entonces a su heredero le iría a dejar la parroquia de Cereté, porque él no tiene más nada. Hizo las gestiones rápidas y se fue precipitadamente de vacaciones a Madrid su patria chica, estuvo visitando a sus padres, se hizo mirar bien los tatuajes e incluso, estuvo tratando de contactar a las personas que en quella época le habían hecho el grabado pero nos los consiguió. Esa vez cuando fue a hacerse la marca que ahora lo tenía preocupado, recuerda que les puso la condición de que el color de la estrella, debía ser del mismo color de los ojos y el centro de la misma fuera de color blanco. Así se hizo pero después se olvidó del bendito y comentado dibujo, y no se había vuelto a referir a él solo ahora por lo del recién nacido. A la madre recién parida por su lado le incomodaba acordarse, de que el padre Berastegui hubiera negado poseer ese lunar en alguna parte del cuerpo pero, había la eventualidad de que lo tuvieran otros familiares a quien el mismo sacerdote no se los conocía. Había otra posibilidad que era quizás la más aterradora para la madre del recién nacido y era, que todo esto no fuera una consecuencia de los posibles efectos desconocidos de las diferentes tomas de los te de Borrajas y Rudas que ella había tomado secretamente sin resultados para hacer que le viniera la regla. En el momento y día que bautizaban a Manuel Iglesias mientras el sacerdote le bañaba la cabecita, sin todavía sacar las papeletas donde quedarían para siempre escritos los nombres de los padrinos y el bautizado, el clérigo meditaba sobre el apellido que se le instauraría al lactante, pensaba en su propio apellido que era Berastegui pero, no quería ni pensar si quiera, en ponerle la cara de frente a esa posibilidad espantosamente comprometedora. En la tierra del bollo dulce la gente visitaba al recién nacido para cerciorarse personalmente de la bendita mancha congénita del vástago. En el pueblo de Martínez todo el mundo suponía sin riesgo a equivocarse, por el argumento de los ojos tan idénticos de que el padre de ese niño, debía ser el padre Berastegui, pero con respecto a la mancha en el omóplato el común de la gente guardaba estricto silencio en cuanto a ese detalle. La madre del recién nacido porfiaba y juraba por Dios bendito que ese hijo, no era del sacerdote tal como se lo había prometido al padre Berastegui, de que lo defendería negándolo hasta la muerte. Ella le decía a la gente –no ven ese lunar ¿Dónde lo tiene el padre Berastegui?- seguía diciendo –si fuera de él tuviera también el padre ese lunar tan raro- La recién parida, desde el mismo puerperio inmediato, hasta mientras se recuperaba, no dio pie a que el sacerdote buscara a otra mujer ayudante para que en su reemplazo lo atendiera en los mismos oficios que ella hábilmente hacía. Mejor le dijo a una sobrina que la sustituyera mientras ella se recuperaba de todo el puerperio. No tenía confianza pero en estricto secreto, también tenía conciencia de que había un riesgo hasta con su querida y propia sobrina, porque conocía muy bien lo que estaba lidiando. Sin embargo, eligió a la mencionada sobrina porque ella la preparó y cada vez que llegaba a la casa la sometía sigilosamente a una rigurosa sesión de un simpático curucuteo estratégico, además con la mencionada familiar ella tenía la opción rápida de actuar sin contemplación cuando ya hubiera pasado la cuarentena, en cambio con persona distinta podía posesionarse y volverse indestronable algo que del solo pensarlo le causaba un desafiante escalofrío. Era un cuidado hasta que innecesario porque el padre Berastegui, estaba en realidad demasiado concentrado era en la forma misteriosa, como se había transmitido ese bendito lunar en la generación del recién nacido, y no tenía la más mínima disposición, de permitir que se siguiera retando de manera tan arrogante a la divina providencia. Había invocado un consagrado momento de desinteresada relación con Dios para pedirle un penetrante perdón. Se comprometió en lo más íntimo que no permitiría nunca más en su vida, de que se desconectara totalmente la consciencia de la razón del inconsciente corazón. Confiesa entero arrepentimiento de todo lo que su conciencia ha dejado que ocurriera y se manifestara, al ser utilizado por el mismo demonio quien lo llevó a embelesarse tanto en lo terrenal, para después burlarse de él al verlo como había quedado de despedazado su corazón herido por ese contradictorio sentimiento de culpa. Definitivamente su conciencia se declara terriblemente incompetente para controlar, manejar y dirigir eficazmente las emotivas e inconscientes respuestas simpáticas y parasimpáticas, cuando a la carrera cumplen los más íntimos reflejos vegetativos autónomos, en respuesta a las provocadoras circunstancias terrenales. En pleno silencio el padre Berastegui cavila solito, piensa que es muy fácil abstenerse de cualquier deseo ante un desafío íntimo, cuando actuamos de manera descorazonada y despiadada pero, si ponemos a participar los corazones en las distintas situaciones de la vida, las realidades se nos pueden volver aterradoramente insoportables e inmanejables. Para el padre Berastegui el consciente razonado del hombre, no tiene corazón ni alcanza a reconocer las contraseñas de los sentimientos, mientras el inconsciente absolutamente todo pero todo en la vida, lo resuelve y maneja felizmente en base al contexto del amor y el desamor, como un sentimiento que de manera refleja, se logra despertar en lo más profundo del corazón del hombre para un determinado escenario. Reconoce el Clérigo Berastegui que cuando cualquier hombre por alguna razón, alcanza despertar en su corazón aquel hermoso sentimiento de verdadero padre biológico, el amor y el desamor comienzan sus prácticas y desfiguran tanto al inmaculado corazón, que la misma iglesia Católica Romana, le ha dado mucho miedo dejar que los neófitos corazones de sus sacerdotes violen formalmente el celibato sacerdotal obligatorio de los catecúmenos corazones de los respectivos sacerdotes diocesanos. Cuando la madre de Manuel Iglesias, le encomendó las respectivas obligaciones que ella tenía para atender al clérigo, a su sobrina y él aceptó su permanencia por unos días pero después, no permitió que continuara su asistencia de reemplazó, respondiendo que él haría el esfuerzo y se quedaría solo sin asistente domestico, aprovechó su ida para Madrid y cuando terminó la cuarentena de la recién parida el sacerdote no se encontraba en esos momentos en la parroquia, pero después cuando regresó al poco tiempo, tampoco aceptó que continuara la misma recién parida porque no quería aceptar más provocación según su punto de vista. Quiso cortar de un tajo cualquier desafío que él no pudiera soportar.
La noche en el que Domingo encontró a Raúl fumándose un cigarrillo pielroja, pero había muy hacia adentrado del propio estar de los celadores, casi que a su lado y con una sonrisa al parecer picaresca le enviaba gestos de llamado con su mano derecha a Domingo. Rogó con mucho clamor a Dios de que esa noche transcurriera lo más rápido posible, y al día siguiente evadió a todos los compromisos de idas a otras partes y se fue entristecido directamente donde su madre que había sido siempre su pañuelo de lágrimas, se lo comentó a Filomena Andrade su mamá, por el tormento que estaba pasando. Se presentó una mañana en que Filomena revolvía con el palote una olla de mazamorra de maíz blandito con leche, al escuchar el relato de Domingo disimuló sentir un intenso aprieto de conciencia. Había rogado a Dios con tanta pasión para que algo aterrador le ocurriera a Domingo con respecto a ese bendito oficio de cuidar y entretener muertos en el cementerio de Cereté, que se sintió culpable por el ensimismamiento espantoso de Raúl con su hijo celador. María Inés con Domingo en su momento, se habían instalado en un cuarto contiguo a la cocina, que se mantenía limpio y con un lindo juego de alcoba que Martín su suegro le había regalado, y su jubilosa ánima redundaba a las cuatro paredes del cuarto y desfilaba como un vendaval de satisfacción por todo el patio de la casa. Pasaba todo el día cantando. Su inclinación maternal atrapó a Filomena. Domingo, por su lado parecía haber encontrado en ella la motivación que le hacía falta para dedicarse al maíz. Trabajaba todo el día acompañando a su padre en el trajín del maíz en la finca y María Inés, le llevaba en la media mañana una totuma de mazamorra con sal. En las noches salían un rato a verse un mocho de novela donde la madre de María Inés. Mediaba de las disputas fortuitas que ocurrían entre las hermanas de Domingo. No era esa la forma por la que tanto había suplicado Filomena cuando maldijo a Domingo. Había actuado de esa manera porque María Inés había desatado para todo el mundo en la casa, un hálito de felicidad y satisfacción. Ella, miró con tristeza hacia el patio, obedeciendo una vieja costumbre en sus ratos de soledad, le aconsejó a Domingo que cogiera y se pusiera el pantaloncillo, el pantalón y la camisa al revés y que experimentara que ese remedio era lo único para que los muertos dejaran de salir y molestar. Mientras su madre hablaba, Domingo que estaba al tanto de todo lo que en realidad había ocurrido con María Inés en la casa, sabía del embarazo, del parto, del nacimiento de la niña, del nombre de la primogénita, del viaje de maría Inés con su hermana para trabajar en Bogotá, de la noticia y la fama de la niña de que leía los pensamientos por la alimentación del maíz, cuestión que él tenía la convicción de que fuera falso, de la visita que le hizo a su hija la gente esa dé por allá afuera de Colombia, sabía también del regreso de María Inés, por eso el intenso ánimo de querer ver a su hija y a su mujer, por eso de reojo buscaba y buscaba con afán pero, nada encontraba. No se atrevía preguntarle nada a su querida madre porque sentía una vergüenza desafiante por todo lo que había pasado y había hecho, cosa que lo había llevado a sentir un pesado arrepentimiento. Efectivamente, Domingo se fue cabizbajo e hizo con una enorme esperanza, al pie de la letra, con pelos y señales, lo que su madre le había indicado pero nada, allí seguía visitándolo puntualmente Raúl en las apacibles noches. A Domingo lo intranquilizaba el hecho de que a los otros celadores no le salía Raúl, sino que era solo a él, estaba teniendo la impresión de que el poeta en realidad solo a él se la tenía velada. Domingo, embargado por la ciega esperanza de quizás ver a María Inés y a su hija, y además con la esperanza de encontrar una solución al caso de Raúl, refugió nuevamente las esperanzas donde la madre y le refirió que el remedio de la ropa al revés no había servido para nada porque allí estaba cumplidor Raúl en las noches. Su mamá entonces le aconsejó que hiciera lo posible y se vistiera de un rojo intenso siempre que fuera a trabajar al cementerio, porque le habían dicho unas personas a quien sigilosamente le había comentado, sin decirles a quien le estaba sucediendo el caso. Domingo, ni corto ni perezoso, probó la ultima formula de su madre pero también falló, Raúl continuó asistiendo como si lo hubieran estado esperando. Volvió donde su madre totalmente desconsolado y muy afligido. La madre Filomena, entonces le comentó de que lo más seguro era de que ese muerto, estaba enterrado al revés y que si no lo sacaban y lo enterraban bien como era, seguiría penando para siempre. De este modo Filomena pensaba, que había esperado tanto tiempo la visita de arrepentimiento a tiempo de ese Domingo dolido, para la que ambos habían preparado algunas preguntas e inclusive previstos hasta las respectivas respuestas. Sin embargo, estaban las conversaciones enfrascadas en una cuestión elemental del cementerio sin ninguna importancia domestica para ellos, que convertía a la oportunidad del regreso a casa en la conversación insignificante de siempre, en algo cotidiano de aquel oficio indeseable. Domingo que parecía indiferente a la lógica de su madre e inconmovible, volvió a buscar por toda la casa a ver si se encontraba a su hija o María Inés, y ahora la angustia era doble porque, quería saber donde estaban ese par de seres queridos y el caso de Raúl que seguía sin solución, entonces dio media vuelta y se dedicó fue a hacer las sigilosas diligencias con la alcaldía, a ver si era posible conseguir componer el cadáver de Raúl sin mucha bulla, no se atrevía al comienzo de detallar las razones de la propuesta con la suficiente presteza y fuerza porque en realidad, le daba mucha vergüenza de plantear públicamente al alcalde, a todos los funcionarios y a sus amigos la proposición, como la gente que lo conocían, lo más seguro era que a cambio de esa sugerencia, iban mejor era a ridicularizarlo a manera de burla. Nadie sabía porque un hombre que había sido tan tranquilo y tan desprendido de las creencias supersticiosas populares, solicitaba esa propuesta con semejante ansiedad, no eran solicitudes pequeñas que habrían bastado atenderlas algún personal subalterno. Sin embargo, insistió con tanto ahínco, suplicó de tal modo, quebrantando a tal punto sus principios de dignidad y tirando al suelo aquella imagen de hombre ateo porfiado. Pero a pesar de que se deslizó por todas partes, con una diligencia sigilosa y una perseverancia despiadada, no consiguió lo que quería. Nuevamente llegó con la doble ilusión donde Filomena a manifestarle la resistencia de su propuesta, ella de pie lo observó pensativa hasta que se perdió su rastro desmoralizado en el horizonte al partir. Domingo pensaba que desde mucho antes de la adolescencia, cuando apenas empezaba a tener uso de razón, en los últimos instantes en que se le salía el recto, cuando aún empezaba a ser consciente de sus pensamientos. Aunque no había caído en cuenta todavía de que la vida en realidad, era una serie de perfectas coincidencias y desaciertos entre, el desarrollo del presente a la vista y la influencia de los presentimientos. Comenzó así a pensar de que tal vez todo esto que ya le estaba sucediendo ahora con Raúl, podía ser una señal que debía tener para él algún maravilloso significado anunciador vital. Allí era donde lo embargaba la emoción y el consuelo de la inquietante presunción halagadora, cuando le daba a estos hechos un significado especial ya que él relacionaba a todos estos funestos incidentes con el posible reconcilio con María Inés. Había entendido ahora que los presagios procedentes del corazón, siempre serían buenos y alimentarían el alma de las expectativas vitales. Sin embargo, cuando a veces lo invadían unos leves coletazos depresivos se dejaba asediar por aquellos pensamientos especuladores de que la muerte, siendo el incidente que posiblemente estaba más cerca de él y el que quizás más manejaba en su trabajo, era como un estado presente insalvable de la vida que debería anunciarse siempre con una señal definida en el corazón del hombre, tal vez debía advertirse de forma inequívoca e inapelable, de una manera que cada quién debería reconocerla a su manera y tiempo, no obstante él se consolaba de que si así fuera y en si es así, él jamás la había vislumbrado. Como siempre estamos incondicionalmente acompañando el presente pensaba Domingo, con una constante serie e infinita de posibles presentimientos, que en realidad se hacen soberanamente imposible de sistematizarlos. Como eso ocurre siempre, a veces destacamos sin saber algunos de ellos, o sin darnos cuenta resaltamos a una ráfaga lucida de los mismos, tal como si fuera un hechizo dominante y breve pero incomprensible. Sin embargo a veces misteriosamente resultan y surgen los presentimientos de una manera tan natural, que jamás los identificamos como pronósticos, sino cuando ya se cumplen. Allí es donde las personas siempre vulgarmente dicen tranquilamente –te lo dije- Otras veces los presentimientos son tajantes y desde un punto de vista práctico y especial son indiscutibles, pero resulta que no se cumplen. A menudo los presentimientos, no son más que vagos incidentes vulgares de pura presunciones que a veces se tratan de enmarañar como en una maniobra de hechicería, incluso que por tiempos entran como en una delirante boga sustentada por unos presuntuosos embaucadores que aprovechan el atrayente momento, inclusive hasta le alteran la casaca por esos días al nombre de simples Presunciones o Presentimientos, los cambian y los llaman sin repugnancia a la sazón como si fueran grandes Presagios o Premoniciones, utilizando entonces estos términos porque lo que si tienen es mayor penetración tradicional patética en cuanto a la nigromancia se refiere, pero a medida que pasan los tiempos como que por arte de magia se les pasa lentamente la fiebre a estos rufianes, y se pierden otra vez por algún tiempo indefinido esas sugestivas presunciones supersticiosas. Ni siquiera Domingo se encontró con la muerte cuando sentía que todas las tripas se le iban a salir por el recto y él, se asfixiaría yéndose integro a un estado totalmente invertido por el recto. Una noche que Raúl estaba fumándose un cigarrillo en el estar de los celadores, a Domingo Iglesias se le ocurrió algo para ver si alguien más lo sorprendía, con sus propios ojos al espectro de Raúl. Estando la sombra del poeta en el estar, de pronto empezó Domingo a gritar en voz alta y con mucha fuerza -un ladrón- -un ladrón- y efectivamente la policía y los vecinos que quedaban cerca del cementerio apenas se enteró, acudió como si estuvieran cumpliendo una orden de allanamiento al llamado del celador y asistió enseguida, y mucha gente vecina llegó también a ver por curiosidad que pasaba por allí en el cementerio, rebasaron donde Domingo pero, buscaron y buscaron por todas partes los policías como si estuvieran allanando a la empresa de la muerte y lo que encontraron fue a un indigente que se movía en una de las bóvedas vacías donde siempre, se había metido desde hacía mucho rato a dormir todas las noches, estaba en unas de esas criptas vacías. La policía fue lo único que encontraron cuando alumbraban minuciosamente con un foco cabezón de mano, buscando y buscando no tenía más nada ese tipo que era un trapo viejo en las manos del hombre. Mientras eso sucedía Domingo Iglesias sin decir nada con el rabo del ojo, de la misma manera como buscaba a María Inés y su hija cuando llegaba donde su madre, también buscaba y buscaba a Raúl por todas partes a ver si lo pillaba pero efectivamente había desaparecido, ya no se advertía por ninguna parte. Remató el indigente –carajo ni en el cementerio puede uno dommí tranquilo- Salió lentamente de la bóveda vacía apoyándose en el talón y caminando tranquilamente se dirigió hacia la calle y se fue. A las noches siguientes cada vez que le tocaba el turno de trabajo a Domingo, efectivamente, allí estaba puntual Raúl a la cita, con su cigarrillo piel roja, arregazándose las mangas de la camisa y sobándose la cabeza, con unas sandalias goajiras y el pantalón roto y arregazado. Alguien diferente a su madre le habían dado una sugerencia algo distinta a Domingo, que le ofreciera bien entregado por un sacerdote un rosario bien hecho totalmente completo a Raúl para que descansara en verdadera paz, porque lo más seguro era que estuviera penando debido a que no lo habían bendecido ni despedido adecuadamente. Domingo estuvo intentando primero comunicarse con los familiares de Raúl, a ver si dándoles esas sugerencias era posible que ellos despidieran adecuadamente y le ofrecieran el rosario a Raúl pero, no pudo establecer contacto con ninguno de sus familiares. Como ya se había fracasado utilizando la ropa al revés que su madre le había aconsejado, también había fracasado la muda de ropa roja incluso hasta los pantaloncillos con pañuelo y todo, que lo había hecho embalar por la idea esperanzadora de que con eso fuera lo suficiente. Como tampoco había sido posible recomponer el cadáver a ver si era que estaba bien enterrado, tenía la esperanza que estableciéndole un lazo de fuerte comunicación a Raúl con el creador, pudiera quedar tranquilo. Como no había podido comunicarse con los familiares de Raúl, el mismo, de su propio peculio, habló con el padre de la parroquia y le mandó a celebrar en su nombre una consagrada misa ofrecida exclusivamente a la memoria de Raúl a ver, si quedaba tranquilo el poeta respondiendo plácidamente al llamado que le hacía el intermediario a nombre del señor. Pero Raúl no cedió en esa porfiada prueba, siguió asistiendo puntualmente a la cita incluso, ese día apareció corriendo como si fuera una premura insaciable que cumplir de la muerte. Domingo lo observaba en su llegada apresurada que dejaba a su corazón sin esperanzas y completamente destrozado porque, ya no se le venía a la cabeza más alternativas aliadas a que acudir como esa que acababa de fracasar teniendo a Dios de mediador. Después de ese fracaso en esa misma noche Domingo, acongojado y con las manos en la cabeza, los codos apoyados en las rodillas, sentado en una banquita de madera, con la mirada fija en Raúl lo hizo recordar sin saber porqué a María Inés, a su hija y a su madre Filomena. Pareciera que Raúl lo hubiera obligado a fijar su pensamiento en esas personas empezando por María Inés su mujer. Al recordar a su madre trajo al instante a su mente las palabras aquellas donde le decía, que si no recomponían a Raúl, seguiría penando para siempre porque estaba enterrado al revés. Se puso a pensar que así como el mismo había pagado de su propio bolsillo la misa de Raúl con la esperanza de que no lo molestara más, porque no hacía lo mismo con la compostura del ataúd del poeta. Si se viene demostrando que en realidad es así como le ha dicho su madre, entonces él puede con sus propios recursos hacerlo igual a como se hizo con la misa del sacerdote que fue hasta cantada. Se pondría de acuerdo con el otro celador para hacerlo en su respectiva noche de guardia, provisto de recursos propios él mismo vendría a ayudarle para que entre los dos hombres, hicieran el trabajo de recomponer el cadáver. Tenía la seguridad de que el otro celador por plata lo aceptaría. Planeando el presupuesto de los materiales necesarios y pagarle a un albañil para que lo ayudara con el celador compañero en la labor. Se da cuenta de pronto que un albañil para que si Raúl está enterrado es directamente en la tierra. En la siguiente madrugada cavaron y cavaron con la consigna de no molestar el árbol de Roble, que yacía esbelto sobre la tumba de Raúl, porque si de pronto lo mataban, ocasionarían un escándalo público que todo el mundo en Cereté iba a repudiar. Cuando cavaron y cavaron, llegaron y encontraron uno de los ataúdes, siguieron buscando porque no sabían si efectivamente ese era el de Raúl, que como estaba enterrado al lado del de su padre, se podían confundir, al fin encontraron el otro ataúd y sacaron el féretro que creyeron que era el de Raúl porque fue el primero que encontraron, además como era el ataúd que tenía el aspecto de haber sido enterrado más recientemente ya que estaba más accesible, se podía limpiar y abordar con mayor facilidad mientras el otro estaba mucho pero mucho más petrificado, frágil y anquilosado en el arbol, my difícil de sacudir, más difícil de delimitar, de desprender de las adheridas raíces del árbol de Raúl, tanto fue que ni siquiera gastaron tiempo en manipularlo porque estaban totalmente convencidos y seguros, por la impresión de que ese otro inaccesible ataúd tenía mucho tiempo de estar allí metido, se veía eternamente sembrado desde hacía muchos años y lo más seguro es que ese fuera el ataúd del padre Joaquín Pablo. Tomaron el que creyeron que era el más reciente y el de Raúl, lo sacaron e invirtieron y enseguida lo volvieron a colocar en su lugar, echaron suficiente tierra sobre las cajas, pisotearon la tierra y lo que quedó, porque les había sobrado tierra, no podían dejarlo al lado del viejo terreno que debía cuidarse de no dejar rastros, entonces había que arrastrarla y vaciarla en otro sitio y así lo hicieron. El siguiente turno nocturno de Domingo, no tenía fuerzas para cubrirlo porque había quedado extenuado de la exhumación de la noche anterior y estaba invadido por una expectativa de esperanzas y fue menester, buscar a una persona que por dinero le hiciera debidamente el turno. Pero no la encontró y tuvo que el propiamente sacrificarse e ir a hacer él mismo el bendito turno, pero prácticamente asistió fue a dormir postrado, porque se rindió muy temprano y no sirvió para nada ni siquiera para soñar. La noche de turno siguiente, estaba esperando Domingo haber si Raúl no llegaba, pero fue lo contrario apareció en compañía de su padre. Domingo los miró con un desencanto inmenso cuando entre ellos al encontrarse, se dieron un fuerte brazo y se veían muy felices de contentos al localizarse, se podía distinguir sin equivocación quien era el padre y quien era el hijo. Un anciano de gruesos espejuelos negros y con la cabeza cubierta de cenizas, las manos delgadas y temblorosas, tenía puesta una bata de color blanco, debajo del brazo izquierdo apretaba entre el codo y el tórax un código de procedimiento civil colombiano y en la mano derecha, agarraba entre sus cuatro dedos y el pulgar una pequeña constitución política de Colombia. Raúl por su parte tenía una calvicie anterior con lentes de carey y cabello posterior con rayos blancos, arregazado de los pantalones a media pierna, pies descalzos, la camisa arremangada, una gargantilla de nailon que unía unos granitos verdes y rojos, en ambas muñecas tenía puestas unas pulseras de tela en varios colores, sostenía en sus manos leyendo 30 páginas de versos, se sentaron al lado del palo de roble, Raúl le señalaba el árbol a su padre diciéndole algo, miraban hacia arriba en la copa del árbol y mostraba Raúl con su mano la dirección del comienzo y final del Bugre y terminaba señalando nuevamente la copa del árbol. Domingo pensaba que nuevamente en verdad habían herrado, porque el cadáver que habían invertido no era precisamente el de Raúl sino el de su padre Joaquín Pablo, porque era la única explicación para que ahora también saliera el padre del poeta y apareciera acompañando en la misma pena a su hijo. Tanto trabajo que les había costado desenterrar y volver a sepultar ese pesado ataúd. Tanta tierra que hubo que remover y sacar, tanta agua que se tomaron esa noche, cuantas gotas de sudor costó ese trabajo. Cuantos sacos de tierra hubo que cargar para llevarlos a botar muy lejos del panteón para que no quedara una loma de tierra al lado de la tumba del poeta. Se ponía a pensar que mal le había hecho él a la humanidad de Raúl o a cualquier otro individuo del universo, pero enseguida se le venía a su mente como una mano remordiente de conciencia por la supuesta devastación que sentía que le había causado a María Inés. En verdad el poeta aparecía en el pensamiento de Domingo, tal como si fuera un defensor mental de María Inés en la fatalidad, como si el poeta estuviera constantemente presionando a Domingo para que sintiera el cargo de conciencia por el daño a la martinera. En realidad reconocía que no había en la tierra ninguna otra persona con autoridad de poner el grito en el cielo anunciando que Domingo le había hecho algún daño en la vida, esa persona podía ser únicamente María Inés, ninguna otra. Si ella supiera la verdadera intensidad del martirio que le ha tocado soportar por el error de despreciarla pensaba. Se preguntaba una y otra vez si en verdad esa sería la razón precisa de su desventura. Se preguntaba el porqué su madre había tenido tanto acierto cuando anunció y apeteció esos siniestros tan venenosos que le había deseado el día que lo maldijo. Porque se han cumplido de una manera tan precisas y exactas esas maldiciones de su madre. Nunca en su vida Domingo, se había sentido tan vacío como en ese momento, observando a ese padre totalmente satisfecho en la muerte al estar lado de su hijo. Duraron toda la noche arreglando problemas que habían quedado inconclusos en la vida, hablando de cosas minusculas que ninguno de los dos hombres tuvo tiempo para dedicárselo solucionando encrucijadas que la ajetreada vida no les facilitó el espacio despejado para buscarles arreglo. Hablaron al fin en la muerte del porqué su padre quería que Raúl estudiara derecho, y porqué a él no le gustaba ni le caía bien esa profesión, pero sin embargo en la vida lo que aceptó de manera aparentemente obediente. Hablaron sin afanes esta vez utilizando todo el tiempo de la muerte, de la manera como Raúl lentamente fue abandonando sin apelación los estudios del derecho, y como en compañía del silencio se había inclinado decididamente por el arte del teatro y la poesía. Describió Raúl con todo el lujo de los pequeños detalles, la fascinación que sentía por dentro de su corazón, cuando descubrió el embeleco maravilloso y dulce de la poesía. Raúl le explicaba pacientemente a su padre, la manera tan desprendida como la universidad, lo había estimulado no solo para descubrir la inmensa utilidad secreta que tienen las palabras ya incitadas, sino que además después de haberlas despertado enteramente, había aprendido a conectarlas selectamente despiertas, para que consintieran entre sí de manera conjugada, el sentido encantado y maravilloso de los versos. Raúl insistía en que todas las palabras tienen vida propia y son lo suficientemente hermosas en su intimidad, era solo cuestión de poder despertarles el ánima y acoplarlas ya lo suficientemente despabiladas, para descubrir el bello pasaje implícito en el mensaje de los compas de los versos. El padre del poeta cereteano Joaquín Pablo, no solo escuchó atento a Raúl, sino que también perfectamente lo entendió, y no solo lo entendió, sino que también la fantasía de la muerte lo convenció y no solo eso también lo sedujo enormemente. Al término de la noche que no les alcanzó a los señores de la muerte, para hablar de tantas cosas diferentes que habían quedado sin terminar en la vida, tantos temas que permanecían inconclusos y que inclusive, hasta alguno de ellos entre sí se habían ocasionado unas heridas tan contundentes en el corazón de ambos, que habían sido tan difíciles de cicatrizar en el alma, heridas que sus huellas solo se curarían con la fórmula balsámica eficaz de la muerte que sirve para todo tipo de cicatrices aunque correspondan a lesiones muy penetrantes. Domingo los observó atentamente toda la noche, veía la manera infatigable como se desplazaban por el estar, parecían estar en su casa, en sus gestos y expresiones parecían más bien que estuvieran dictando una cátedra de muerte al escenario inmenso de la humanidad, daba gusto y fascinación observarles la prestancia y la desenvoltura de sus ademanes, en la forma y el compás tan maravilloso que llevaban en las pausadas intervenciones de padre e hijo. Hicieron una magistral representación y didáctica explicación de cómo el tiempo se encarga de dominar e ir acomodando a su antojo a la materia. Esta magnífica conferencia de la muerte por ese par de ilustrados hombres de la misma, habían sugestionado y embelesado de fascinación totalmente a Domingo porque, desde la muerte les había entendido perfectamente de una manera tan clara, tan nítida, algo que nadie en la misma vida había sido capaz de explicársela tan bien, de una forma tan sabía, por eso había logrado comprender unas habilidades que impresionaban porque eran demasiado sencillas, pero resulta que estaban necesariamente envueltas del aire mágico del amor que todos en cantidad dispuesta tenemos por dentro y si la acompañamos de la suficiente paciencia, serían herramientas muy útiles para aprovechar el tiempo de la vida quien al finalizar la noche, cuando ya incluso el astro sol les había enviado a sus fieles comisionados para que le fueran preparando el ambiente propicio de su inminente presencia. Domingo había quedado hipnotizado cuando en el estupor del sueño y en el encanto de verlos, se quedó profundamente dormido y cuando despertó con el sol afuera ya no había nadie por allí. Sentía que había tenido esa noche un hermoso y profundo sueño al lado de María Inés, es decir que su hermosa mujer también escuchó a su lado la magistral conferencia, tal como si hubiera soñado estando maravillosamente acostado en su casa de Martínez con María Inés, cuando tomó agua y se fue a dormir en su noche de descanso. Le impacientaba pensar en Raúl estando ya despierto, ya se le había olvidado el sueño de la noche anterior aunque le había inspirado un sentimiento de satisfacción y plenitud. Sentía que ese problema del poeta estaba vivito sin resolver y que no había dejado de molestarlo a pesar de haber invertido el ataúd. Tenía que hablar con el compañero que lo ayudó a desenterrar supuestamente a Raúl para planear la recompostura de su Padre Joaquín Pablo y la de su hijo Raúl. Es decir, tenían que invertirlos a los dos calculaba Domingo. Se quedó en su casa esa noche de descanso pero no durmió nada, efectivamente se desveló y no pudo rendirse de sueño como siempre lo hace cuando está de descanso. Pasó toda la noche dando vueltas en la cama pensando en Raúl, pensando en María Inés, recapacitando en lo que le había dicho su padre a Raúl y al mundo, las recomendaciones que los dos oradores de la muerte le habían dictado a la humanidad a través de Domingo y lanzado a los cuatro vientos a través del palo de roble. Se levantó temprano y se fue a hablar con el compañero de celaduría y le explicó lo que había sucedido, de que fue un error en realidad de cambiar al que no era porque invirtieron fue al que no estaba fijado al árbol porque la impresión que causó cuando ellos estaban tratando de sacarlo, era de que tenía más tiempo de estar sepultado pero no fue así, porque resulta que el que tenía menos tiempos de enterrado que era el de Raúl estaba mucho más consolidado y fijo con la naturaleza intima de las raíces del árbol. Le planteó que era urgente recomponerlos a los dos porque ahora le estaban saliendo los dos muertos y estaba desesperado. En este momento es cuando el compañero le manifiesta también conmovido que en verdad era a él ahora quien estaba viendo en las noches a Joaquín Pablo pero no le salía Raúl, como si le sucedía a Domingo que los veía a los dos, padre e hijo. Se pusieron apresuradamente de acuerdo para hacerlo en el próximo turno del amigo, pero que a pesar de que él también estaba asustado, le dijo que el necesitaba la plata del preacuerdo anterior para un compromiso que tenía. Efectivamente Domingo desesperado, estuvo prestando en todas partes para pagarle a su cómplice y nadie le consiguió la plata para pagarle al compañero que le había puesto esa condición. No tardó mucho tiempo para que se le viniera a la mente donde podía encontrar esos recursos, exactamente donde su paño de lágrimas su madre Filomena. Se fue para donde su condolida mamá y la encontró barriendo el patio que estaba lleno de una hojarascas de cogollos amarillas, verdes y color café de los palos de mangos. Su madre paralizó el barrido de la escoba y lo escucho al momento que le comentó todo lo que había sucedido con Raúl hasta el momento. Le refirió lo de la misa con el sacerdote, le refirió lo de la idea de excavar la sepultura y recomponer a Raúl pero nada de eso y por el contrario la cosa se ha empeorado. Filomena lo observó y en realidad sintió una desolación inmensa por la situación y el desespero de su hijo. Por dentro y en silencio sintió también un pesar con ella misma y un remordimiento de conciencia debido a esas peticiones que ella pidió con tanta impaciencia pero que después que las lanzó al aire había perdido el poder de manejarlas y de direccionarlas por lo que tomaron vida propia y se volvieron indómitas, devastadoras y violentas. Mientras Domingo hablaba con Filomena buscaba desesperadamente con el rabo del ojo a ver si veía a María Inés y su hija pero no las divisaba, ese día estaba tan melancólico y triste que si las hubiera encontrado, enseguida correría a abrazarlas y a besarlas incansablemente y pedirles la clemencia de ambas, refugiarse en el regazo de María Inés y suplicarle perdón, miles y miles de veces hasta quedar privado de un enronquecimiento eterno que lo dejara afónico para todo el mundo menos para ella. Su madre repasaba mentalmente todas las posibilidades monetarias a medida que pasaba la escoba levantando el polvo del patio. Buscaba en silencio a ver si era posible darle a domingo esa plata prestada mientras le pagaban, para que se quitara ese problema serio de encima de la cabeza, que lo que estaba buscando era que al final terminara volviéndose loco según presentía su madre. Pensaba en buscar la plata pero no le habían venido a traer una de un maíz que habían vendido, pensó en Martín su marido pero también estaba muy molesto con Domingo por lo de ese tipo de trabajo en el cementerio y además por lo mal que se había portado con María Inés y no podía echarle una mentira porque él estaba al tanto de todo lo de ella, pero seguía tirando y tirando cabeza y de pronto una luz del dinero se le paso por su mente, pensó en que María Inés, que estaba recién venida de Bogotá, y como ella se iría era después del 31 de diciembre, debía tener en efectivo esa platica que necesitaba Domingo, no quería mencionarle a su hijo de donde serían procedentes los recursos de que tenía la idea de resolverle el problema, pero si él fuera otro, ella hubiera podido entregarle la idea directa a él de que con María Inés conseguiría esa plata pero no, eso no, era tan urgente para Filomena la cosa que no ameritaba sumergirlo ahora en un lento mar lleno de incertidumbres. Era mejor que ella misma le hiciera esa gestión personalmente sin decirle a María Inés que era precisamente para resolverle un problema a Domingo, sobre todo con ese bendito oficio de celador de ese bendito cementerio que ella también repudiaba. Su madre le dijo a Domingo que por favor se fuera por allí a dar una vuelta, mientras le hacía las vueltas del dinero, es decir, que la dejara sola por lo menos dos horas y ella iría a ver si le conseguía la plata que el necesitaba. El le obedeció y se fue pero antes le imploró que por favor, como conocía bien el fondo de la sensibilidad de Filomena le pedía de todo corazón, que hiciera todo lo posible de conseguirle esa plata porque estaba desesperado y que apenas le pagaran, él sacaba del sueldo y le devolvía ese dinero. A penas Domingo desapareció en una rapimoto que lo esperaba mientras hablaba con su madre, Filomena dejo la escoba puestecita parada en una esquina de la casa aunque el patio quedara a medias, se cambió el traje viejo que tenía puesto, se puso debajo una combinación limpia y se fue rumbo a la casa de la madre de María Inés. Llegó a la casa materna de la nuera, saludó a María Inés y su señora madre, le dio un beso afectivo a su nieta que apenas la vio enseguida corrió a abrazarla para que la cargara y así fue, Filomena la cargó y se metió en el cuarto con María Inés. Se sentó en la vieja cama endurecida de la orina de María Inés y le pidió el favor que le prestara 200.000 pesos para hacer una bollada por unos días mientras a ella le pagaban un maíz. No se atrevió a insinuarle ni comentarle ni siquiera que eran para Domingo. Efectivamente al poco rato estaba Domingo de vuelta en una rapimoto donde su madre, averiguando si le había conseguido los recursos para el problema de Raúl. Así fue, su madre sin decirle de donde habían resultado, le entregó la plata y le repitió en varias ocasiones, que tenía la obligación de hacerla quedar bien. Que mucho ojo y mucho cuidado de no cumplirle porque no conseguiría nunca más un favor con ella. Domingo con una leve sonrisa en sus rostro, cogió la plata, se la metió al bolsillo y se montó de parrillero en la rapimoto y cuando se iba ya de un todo le dijo. –me voy ya poqqué está noche tenemos que trabaja eso-. En el camino se acomodó en la parrilla de la moto y le dijo al rapimoto –vamos directico al cementerio-. Cuando llegó donde el compañero celador le dijo mostrándole el mazo de billetes –aquí tiene pa que no me digas que esta noche no vamo ace la cosa-. En la noche allí estaban apuestos al último desafío de Raúl. Esa noche pensaban componer los dos ataúdes tanto el de Raúl como recomponer el de su padre porque ellos entendían que por el momento estaban penando los dos, porque ambos estaban enterrados al revés. Cuando quedaron solos en el cementerio empezaron a cavar y cavar, estaban trabajando esta vez con mejor orientación que en la primera ocasión que si era de manera ciega pero, ya sabían dónde estaban ubicados. Sacaron la suficiente tierra hasta que llegaron al sitio donde estaban los dos ataúdes, con la diferencia de que el de Raúl, estaba demasiado aprisionado, estaba como aprehendido por unas garras que había nacido de las raíces del árbol de roble. La planta o árbol de Raúl no quería que lo movieran. El árbol estaba cubriendo el ataúd con una maraña de bejucos semileñosos. Esta vez estaban seguros de que ese era el ataúd de Raúl, pero no se atrevían de remover demasiado las raicillas del árbol roble porque de pronto se podía morir decía Domingo –cuídao se va a morí ese palo poque será paque nos despescuesen-. Liberaron todo lo que se pudo el ataúd de Raúl y de su padre, a ambos los sacaron, los invirtieron y nuevamente los bajaron de manera rápida hasta el fondo de la fosa y los pusieron en sus respectivos lugares. Trataron de entregarle y meterle al Roble de forma anónima el ataúd de Raúl, entre las garras vacías del árbol. Cuando iban por la mitad de la reposición de la tierra que precisamente habían sacado del hueco, empezó una leve llovizna, cuestión que los hizo apurar más la velocidad de palas de la renovación de la tierra. Pero no se aguantó más las ganas y se vino un tremendo aguacero con truenos y centellas que los hizo paralizar un rato sus labores de relleno, además porque una parte del pozo se llenó de agua. Así como se vino la lluvia, también de esa manera, se paró de pronto como si Raúl hubiera implorado que ya estaba bien el vendaval. Apenas dejó de llover comenzaron a sacar totumadas de agua sucia del fondo del pozo que ya no estaba tan profundo. Rellenaron con la tierra que habían sacado pero, esta vez les hizo fue falta más tierra porque el pozo no había quedado rasante sino como un hueco de alguna profundidad. Entonces tuvieron que ir a buscar la tierra que antes habían desechado al mismo sitio donde anteriormente la habían lanzado, incluso tuvieron que hacer otro pozo para utilizar su tierra que terminara de rellenar la tumba de Raúl y de su padre. Terminaron casi al amanecer, casi que los sorprenden los rayos solares extenuados, casi con la pálida, sin fuerzas, sin dormir, sin tranquilidad, porque los agobiaba el hecho, sobre todo a Domingo, de que no se fuera a morir el palo de Roble. La noche siguiente que le tocaba la celaduría a Domingo, empezó a buscar nuevamente a una persona para que le hiciera el turno pero tampoco la encontró y debió hacerlo él mismo pero fue, fué a dormir porque, también a penas llegó esa noche se durmió enseguida y ni siquiera el sueño se atrevió a interrumpirle la profundidad incluso del subconsciente, nada lo molestó ni siquiera Raúl. Como durmió profundamente nada vio, nada soñó, por eso, no estaba tranquilo hasta que en realidad no saliera nada. Conservaba la esperanza de que esta vez si en realidad, fuera acertada la cosa y se resolviera la pena de Raúl y la de su padre. Quería que esos dos difuntos permanecieran ya definitivamente tranquilos en sus tumbas. La noche que le tocó el turno al compañero, después del segundo desentierro antes que Domingo, no le acudió al encuentro el padre Joaquín Pablo como le sucedió en la primera, pero lo estaba remplazando Raúl, lo vio refugiado en su soledad tal como si nadie lo viera, tampoco sintió miedo sino fue mucho pesar de verlo desolado y al parecer quería como manifestar algo a los cuatro vientos pero, la soledad de la muerte no le permitía comunicarse con nadie vivo. La noche siguiente que le tocó el turno a Domingo, también lo acompañaba Raúl quien pareciera esta vez como si alguien lo estaba esperando para compartir los secretos de sus versos. Además en esta oportunidad se trajo todo el material didáctico que le había dejado su padre, tenía la constitución política de Colombia, tenía los códigos procesales penales y civiles, y tenía todas las obras que Raúl se había leído. Estaba enzapatado, las mangas largas y con unas deslumbrantes mancornas, estaba de gala, peinadito y con corbata negra. Además Domingo no podía evitar en el pensamiento que la figura de Raúl le hiciera recordar de inmediato a María Inés, sentía como si el poeta fuera el defensor oculto de ella. Como si ese padre que no tuvo María Inés desde el más allá, lo estuviera remplazando Raúl por su bienestar. Pareciera una obstinación por no dejar tranquilo a Domingo en represalia por el sufrimiento que le ha hecho sentir a María Inés. Ahora Raúl estaba visitando todas las noches de turnos, no importaba quien fuera ya sea que fuera Domingo o el compañero. Estaban tristes por un lado Domingo era un pesar que venía con él desde mucho antes que el compañero, pero al colega pensaba que eso se lo había ganado por zapo, por intruso, por meterse en lo que él no debía intervenir ni inmiscuirse de ningún modo y por eso estaba arrepentido. Domingo estaba muy triste, ya ni quería seguir luchando y en verdad estaba cavilando lo que en realidad iba a hacer porque ya estaba casi que perdiendo todas las esperanzas. Ya le había pagado un sacrificado capital de la primera incursión al compañero, que no la tenía en sus bolsillos ya que se la había prestado a su madre y todavía le debía a Marcos la segunda participación en la última incursión que acababa de fracasar. A Domingo se le había acabado aquella premura inicial para recomponer a Raúl por las distintas desilusiones que había tenido con respecto a esos temas pero, ahora la necesidad no era tanto de Domingo como si de Marcos, que se sentía perjudicado con algo que se había ganado sin tener la necesidad. Raúl solo le salía era a Domingo y a Marcos porque al otro celador lo habían despedido por política y apenas se les acercaba durante el día pero no estaba al tanto de lo de Raúl. Le insistía a Domingo para planear corregir el ataúd de Raúl porque para ambos había quedado demostrado que el poeta estaba bien enterrado, ya que apenas lo invirtieron le empezó a salir a Marcos tal como había sucedido con su padre Joaquín Pablo. Y ahora que ya se le ha cambiado el sentido del ataúd de Raúl, le empezó fue a salir a él, cosa que antes no sucedía por lo tanto, el hecho de que antes le estuviera saliendo solo a Domingo, no quería decir explícitamente que estaba enterrado al revés, tal como se había pensado, sino obedecía en realidad era a un problema de tipo personal entre Domingo con Raúl. Llegó hasta tal estado de desesperación en Marcos que se acentuó mucho más, por la desmoralización tan grande que presentaba Domingo, llegó a tal extremo que le tuvo Marcos que proponer a Domingo, que si lo acompañaba en esta última aventura de componer a Raúl, quedaría a paz y salvo con la deuda financiera que él tenía con Marcos por el desentierro anterior. De esa manera fue como a duras penas logró levemente conmoverlo, que lo hizo más que todo fue para poder vencer la apatía de Domingo, incluso le hizo la propuesta de devolverle la plata que ya había recibido de Domingo, quien fue esa la de la manera como se le incitó un interés y una muy leve expectativa. Se pusieron de acuerdo para que Domingo recibiera la plata de la noche de trabajo a Marcos desenterrando a Raúl, y volverlo a enterrar como estaba antes de todo esto, y efectivamente así lo hicieron esa noche, cavaron hasta encontrar al ataúd que estaba debajo de las raíces del árbol de Roble, lo sacaron sin tocar el de Joaquín Pablo, le dieron la media vuelta agarrado cada uno por un extremo del cajón y lo volvieron a bajar y nuevamente trataron de entregárselo a la buena mano del roble pero, parece que esa noche si hubieran manipulado demasiado las raíces y los cimientos del palo de roble. Domingo se quejaba constantemente de sentir intenso dolor en la muñeca de la mano derecha, tanto era que le era casi que imposible atrapar la pala o agarrar cualquier otra cosa. Volvieron con mucho trabajo a retornarle la tierra que le habían sacado al entierro, lo pisaron bien y le echaron un poco de agua al pie del roble. Como siempre quedaron muy agotados de esa noche de pala y tierra. Marcos parecía satisfecho pero Domingo no, continuaba vacio y sin esperanzas, seguía quejándose de su mano que agravaba su incertidumbre y estaba convencido de que no esperaría nada agradable, nada iba a cambiar con respecto a Raúl. Tenía ahora la convicción secreta de que Raúl en verdad se quería era vengar exclusivamente de él por el daño que le había entregado a María Inés. Se atrevía a afirmarlo tal como si Raúl se lo hubiera manifestado desde el más allá, incluso parecía que el alma sentada a la diestra del señor le hubiera transmitido ese secreto directamente al pensamiento de Domingo. Esa noche de trabajo había sido en el turno de Iglesias por lo tanto la noche siguiente le tocaba descansar pero, el dolor de la mano no lo dejaba tranquilo y temprano, se fue a componer porque él estaba convencido de que esa mano la tenía abierta y zafada, entonces se fue directo al compositor quien le dijo que efectivamente había acertado y lo compuso, y le puso unas tablillas, pero de nada le sirvió porque no pudo descansar, amaneció sin dormir tal como se acostó con el mismo cansancio, ni siquiera tuvo el ánimo de ir a preguntarle a Marcos de cómo le había ido esa noche con Raúl. El decía que no había tenido tranquilidad por lo de la mano, pero no fue así porque en realidad de la mano seguía mucho mejor y ya estaba deshinchada, pero el corazón seguía igual de zafado e incluso más hinchado, rapido y no había otro compositor diferente a Raúl y a María Inés que lo arreglara, a él le daba mucho trabajo reconocer que era así y eso le angustiaba más porque le desaparecía una justificación de su sufrimiento. Efectivamente Raúl dejo de seguir molestando a Marcos, cuestión que el halagó con júbilo pero Raúl siguió inconmovible con Domingo. Siguió cumpliendo la cita con el celador martinero como si nada hubiera pasado, nada como antes de los desentierros, con la diferencia que Raúl siguió visitando ahora bien vestido y en la mano con todos los versos propios y los mamotretos que le dejo su padre. Domingo lo miraba y sentía hasta cierta medida una simpatía por Raúl, lo sentía porque lo veía luchando por algo que el concebía por dentro también y a la postre lo quería, algo que era propio como el amor de María Inés. Sentía mucha alegría que Raúl en verdad lo trasnochara desde el más allá ese delirio desenfrenado por el bienestar de María Inés. Lo enloquecía la posibilidad de hablar con él y preguntarle si en verdad María Inés lo seguiría amando como antes para él entregársele. Pensaba que si Raúl en verdad quisiera hacerle daño pues ya lo hubiera hecho, por lo tanto debía haber una buena intención en su obstinación de aparecerle. Sintió en su silencio y soledad mucho pesar porque el árbol de Roble estuvo muy resentido y triste por esos días, quizás porque se le habían manipulado exageradamente sus raíces, pero ya parece que se ha visto nuevamente alegre al viento, al río Bugre y a la brisa y recuperado, hubiera sido abrumador para su corazón, de que el árbol de Raúl hubiera muerto, sobre todo después de haber visto en realidad, como abrazaba y quiere ese palo el ataúd de Raúl. Ahora ya no le tenía miedo a los posibles escándalos de la gente originados por la muerte del árbol de Raúl no, ahora le tenía miedo era al propio sentimiento de pesar en su propio corazón si algo así llegara a suceder, porque él ha empezado a querer ese palo de Roble fresco y además, no le da pena con su conciencia, pero en realidad siente mucho pesar con Raúl, sobre todo por la lucha incansable desde la fatalidad a favor de María Inés.
Domingo iglesias había cumplido 20 años y era el último y único hijo varón de Don Martín Iglesias y Doña Filomena Andrade. Quienes en una vida de privaciones habían lentamente logrado ensanchar el desmedrado patrimonio domestico, a partir de una muy productiva empresa familiar del bollo dulce y la mazorca. La laboriosidad de Filomena andaba a la par de la de su marido Martín, impulsiva, corpulenta, rigurosa. Aquella mujer de arranques invariables, a quien en ningún instante de su existencia se le escuchó cantando, se sentía trajinar en todas partes desde la madrugada hasta muy entrada la noche, siempre apremiada por el flexible murmullo de sus faldas. Por ella, los pisos de parches, el barrido del patio, los asientos del comedor y de toda la casa en madera y cuero de vaca construidos por ellos mismos estaban siempre limpios y en buen estado, y los cajones del escaparate donde se guardaba la ropa emanaban siempre un fresco olor a naftalina. Con Martín se encargaba de formalizar y hacer cumplir las instrucciones de la siembra, el crecimiento y la recogida del maíz en sus predios. Con sus hijas quienes detrás de ayudar a convertirlos en bollo dulce y mazorcas, salían también a ofrecerlos con su madre para la venta en los burros por las calles del entonado Cereté. El maíz que se endurecía y se secaba, servía para engordar marranos y para tirárselo a las gallinas y el que quedaba era guardado y empañolado para utilizarlo como semilla en la próxima cosecha. Domingo Iglesias fue el único de los miembros de la familia, que en su adolescencia no le había quedado tiempo para dedicárselo al tira y jala de la cosecha y la venta de los productos del maíz. Eso fue así desde el momento en que la adolescencia le había quitado la dulzura de la voz, y lo había vuelto taciturno y definitivamente desolado, había desaparecido también desde la púbertad el interés por ayudar en el oficio del grano milagroso. La madre recordaba con nostalgia cuando empezó Domingo a darse cuenta si iba a llover o no. Si decía la verdad o estaba mintiendo en unas de las conversaciones cualquieras. La acompañaban en el baño y le preguntaba suspicazmente porqué era el aspecto y cada uno de los diferentes órganos del cuerpo humano, los senos, la vagina, las nalgas, el vello púbico. Las preguntas al vestirse que si se ponía la ropa de una u otra manera. Era la época en que se le salía el recto, que no hubo purgante en la tierra que no le hubiera dado para ese mal, no hubo pediatra ni cuanto médico que no lo hubiera llevado en busca de solución, pero al final no se sabe ni que fue lo que le quitó definitivamente el prolapso, más bien recuerda unos baños de asiento con hojas de hiervas en calor de leche con matarratón, sábila y unas gotas de vinagre. Todavía era hora que de solo recordarlo se le erizaba la piel, cuando la llamaba llorando con el caminado de pato y ese hocico de cerdo colorado colgado en las nalgas. –El que lo ve ahora así de rozagante y apuesto, no cree ni sospecha jamás por ningún pienso, que hubiera sufrido tanto con eso de recto-Pobrecito- decía Filomena. En esa ocasión al verlo así, ella sin asco corría y se lo introducía a la fuerza porque las hermanas mayores, eso les daban mucho asco y salían era vomitando y corriendo. Pero después llegó el momento simple para él, le parecíó que todos los oficios que se hacían en la finca eran como un pasatiempo doméstico, porque no había nada más que inventar en la casa. Sin embargo, se había levantado en vilo hacía un estado de inspiración angelical, iluminado por una serena valentía. Sabía que era el consentido de la casa y desde muy joven fue un hombre garañón y enamorado. El recuerdo de María Inés no había dejado de torturarlo desde que la vio con unos ojos diferentes, que no los había usado para verla desde antes. La veía desde niña porque se había levantado cerca de ella y desde hacía mucho rato sin prestarle atención a cada momento cuando salía del colegio, era hija única de una madre soltera y dueña de una parcela vecina pero, esa vez en el festival del Bollo dulce en la plaza de Martínez, la notó incomparable y totalmente diferente. La buscaba con una mirada ansiosa donde sabía que no la iba a encontrar y efectivamente no la encontraba. Sin embargo no quería buscarla donde sabía que si la iba a encontrar. Una tarde, mientras le armaba la cacería solitaria a María Inés, la llamó con el pensamiento y tuvo la certidumbre de que ella había atendido mentalmente a su llamado. Ubicado a una hora y parte donde estaba seguro de ser visto, de pronto escuchó la vocecita delgadita que lo obligó a levantar la vista asombrado y con la aguja del corazón excitada, sin apelar al recurso de la distracción, sino que permaneció con los brazos cruzados en el abdomen y con los ojos fijos en la virgencita cortejada, vio a María Inés, con el uniforme a rayas anaranjadas, las medias blancas fijadas con ligas hasta las rodillas, tenía unos zapatos grullas negros masculinos de cordones cruzados, una sola trenza gruesa con un lazo en el extremo que le colgaba en la espalda. Caminaba con una gracia natural, con un bolso sencillo de libros que apretada con los brazos en cruz contra el pecho, y un andar de venada sin gravedad. Pasaba sonriente hacia el colegio y su pensamiento era perfectamente visible, ella también le restituyó su mirada pero no por amor sino por algo de compasión aunque nada se dijeron, las palabras se desconectaron de los atónitos designios del aturdido corazón, y solo se miraron. En los días siguientes alcanzó a comprender que María Inés siempre estaría allí presente en su imaginación, al alcance de sus recuerdos, todos los días y a cualquier hora de la vida entera y esa alucinación le impulsó un soplo de fuerza superior. Había un intenso resplandor en su mirada, que lo animaba a persistir en la seducción de su corazón. Esa mirada disimulada y catastrófica de amor que le interpretó a María Inés, lo había embargado de una sensación ilusa de que él sentía que contaba con una extraordinaria sabiduría de todas las ciencias naturales, creía saber al dedillo los secretos de la historia patria, estaba al tanto según él de todos los íntimos detalles de las matemáticas, estaba seguro de que él sabía todas las cosas difíciles y secretas de la ciencia que ella sin saber con mucho afán buscaba equivocada en el colegio, y él podía enseñárselas perfectamente. La distinguía en la hoja plegada del bollo dulce, en los granitos amarillos de la mazorcas, en el vapor de las ollas de mazamorra, la percibía en la cocina, la sentía transmutada en la sala, en todas partes. La oscuridad del horizonte nocturno abría más la página del recuerdo de María Inés. Las palabras refinadas sin comerse ni una letra y bien dichas, le hacían enloquecerlo de amor en el recuerdo por María Inés, así no tuvieran nada que ver con ella. Sin embargo, el silencio sin las palabras también era idéntico a ella. Incluso las palabras mal dichas conservaban la belleza como si algo expresaran de María Inés. Muchas canciones que antes eran feas para él, se habían vuelto hermosas si eran escuchadas con su recuerdo en la mente, casi todas las canciones inspiraban los recuerdos de María Inés. Aunque nunca había tenido una en sus manos, se le había metido en la cabeza la idea loca, de que los instrumentos musicales de la guitarra y violín, eran correspondencias perfectas con el amor y los recuerdos de María Inés. Siempre tenía presente a María Inés en la memoria pero, había descubierto que mientras más bebía tragos ella más bella se ponía. Había entendido porqué la locura del amor florecía siempre en compañía del aspecto más amargo del sufrimiento y por eso, veía que esta vida era totalmente incompatible con la serenidad de la muerte y solo podían coincidir en el más allá de la existencia, en el otro mundo. Poco a poco fue idealizándola, atribuyéndose ambos virtudes improbables, sentimientos imaginarios, y al cabo de unos escasos meses ya no pensaba más que en ella. El único interés y admiración que tenía ella despierto para con él, era el asombro por el hecho de haberse atrevido sin miedo y valientemente enterar a todo el mundo de su desafiante admiración afectiva por ella. Pues a pesar de su corta juventud y su tremenda inexperiencia en las cosas de las pasiones María Inés, tenía un gran instinto de la vida afectiva y una vocación definida por el amor que eran sus mejores virtudes, y la sola idea de que un hombre se interesara por ella, le causaba una conmoción indomable. Por eso era de que los años necesarios de haber vivido para conocer la índole verdadera de un hombre enamorado, ella no los necesitaba, porque estaba convencida que esa escualidez y ese arrojo en aquel hombre raquítico que junto a su pelo cortico indio brillante de la manteca frita, solo lo podía tener un hombre que verdaderamente estuviera enfermo de amor. De ningún modo supo en qué momento aquella ofuscación y lastima por Domingo se le convirtió en ansiedad, y la sangre se le volvía inexplicablemente efervescente por la premura de verlo, y una noche despertó sobresaltada porque lo vio entristecido mirándola en la penumbra a los pies de la cama que después pudrió la orina. Esa ansiedad se convertía en impotencia a medida que se acercaban las vacaciones, no porque fueran de pronto necesarios recursos inalcanzables de un amor prohibido en las parálisis de clases, sino porque desaparecía el pretexto que era por el colegio un lindo motivo para justificar los extraordinarios y discretos mariposeos. Pues se preguntaba sin descanso, cómo iba a hacer en las vacaciones cuando no fuera al colegio, para justificar verlo sin que él se diera cuenta o para que la viera, sin alcanzar demostrar que en realidad se estaba era muriendo en el fondo por él. Las vacilaciones persistieron sin una solución durante toda la paralización de las actividades colegiales, cuando por esa época salía a dar vueltas por el centro de Martínez en las tardes con unas amigas, la sacudía el presentimiento de que él la estaba mirando entre la muchedumbre que pasaba, y esa intranquilidad le chiflaba el ritmo del corazón. No se atrevía a girar la cabeza hacía donde había una aglomeración, porque casi siempre iba metida entre las amigas que eran muy chismosas y calumniadoras, y tenía que darse la desentendida para que ellas ni él advirtieran su perturbación. Entre el gentío de un día domingo de bautizos masivos, al salir de la iglesia lo creyó tan próximo, tan claro en el tumulto, que una fuerza irresistible la forzó a echar un vistazo por encima del hombro, y entonces vio a muy cercana distancia de sus ojos los otros ojos de candela, el aspecto pálido, los labios inmóviles por la consternación del amor. Perturbada María Inés por su propia intrepidez, se sintió cobardemente sorprendida y la invadió abiertamente fue como una cólera histérica y ciega, que se convirtió después en un sentimiento inconsolable, en un sollozo persistente que nunca sus amigas le vislumbraron una explicación satisfactoria. Vagó por el resto de ese domingo como una sonámbula viendo el entusiasmo de la gente a través de las lágrimas, confundida por el engaño de que era a ella y no a los niños bautizados, la que se le habían abierto las puertas del creador para iniciar una nueva vida de pasión. Entonces deseó con toda el alma de que la tierra se abriera, rogaba a la divina providencia en sus plegarias, para que él entendiera un asunto de vida o muerte y tuviera el suficiente valor, para permitir que el planeta se los tragara juntos. Sus ruegos fueron atendidos porque anduvieron tan intensos sus anhelos, que alcanzaron traspasar las distancias, las mentes y llegaron transmitidas sin entrevistas, sin presencia, sin palabras, pero rebasaron con un gran dominio, llegaron tan nítidas, tan drásticas, abriendo puertas por donde cabía el mundo entero y contundentemente una noche fresca de diciembre, cuando Domingo por su lado tampoco pudo resistir ni un segundo más la intensa opresión que se precipitaba sobre su desparramado corazón provenientes del alma impaciente de María Inés y con la luna llena, como era un hombre de aventuras y de carácter impulsivo igual que el de su vehemente enamorada, se abrió paso entre la adversidad y sin reservas se llevó a la linda María Inés. Se la cargó para donde su madre, que era la única persona en la vida y el único sitio en el mundo, con quien se permitiría algunas temerarias confidencias como esa. Era una linda y delicada joven campesina parcelera vecina, hija única y su madre era la antítesis en cuanto el peso y el carácter de Filomena quien era un zamarro de mujer y jamás en el pueblo se le hubiera visto cantar, la madre de María Inés era lo contrario, de bajo peso y jamás en Martínez se le hubiera visto llorar, nadie sabía explicar esta premisa en una madre soltera porque a María Inés ninguno le conoció su padre, a veces a la madre de María Inés la visitaba un hombre que no se sabía de donde era, ni cuánto tiempo duraba, ni que venía a hacer. No se explicaba tampoco el pueblo de que vivían, pues si la parcela no la explotaban adecuadamente porque la mayoría de las mujeres casadas aun de la región cultivaban el maíz y salían a vender mazorcas y bollos dulces pero la madre de María Inés, a pesar de ser una mujer sola eso no lo hacía ni lo necesitaba. Sin embargo, vivía muy bien y no le pedía nada a nadie, ni pasaba llorándole a la gente por alguna desventura, ni pidiéndoles que le compraran por lastima un numerito de la rifa de cualquier cosa, nadie la veía mendigándoles a los vecinos un pedazo de pan para vivir. Prácticamente se había levantado en Martínez algo así como una reacción de pánico moral hacía la madre de María Inés, ocasionada por una percepción rara y exagerada con respecto al comportamiento de su madre, que además originaba sigilosos y múltiples comentarios en bromas pero con miedo en serio que le hacía la gente a Domingo Iglesias. Incluso no faltó en Martínez, quien afirmara que la madre de María Inés tenía pactos secretos con el diablo para obtener no riquezas como el Blanco Padillla sino poderes sobrenaturales como el de que de pronto se convertía en un gato negro, que además volaba por las noches montadas en unos palos de escobas es más, tenía un ungüento que se lo untaba ella misma en la frente y enseguida desaparecía, era tanto que no tenía marido porque hacía sexo oculto con el demonio, también que hacía fiestas y encuentros rituales nocturnos con el diablo y las cohortes de brujas. María Inés era una adolescente espléndida que a pesar de contar con un aspecto sencillo y tierno tenía una disposición y un entusiasmo extraordinario que compensaban su gran fragilidad. Se transmitieron mutuamente los hálitos característicos de sus respiraciones, con que ambos habían de identificarse por el resto de sus vidas. Permanecieron esa noche atentos jugueteando de amor en la cama hasta el amanecer. Impasibles a la brisa que atravesaba la habitación cargada con la atrevida agitación de la naturaleza que jamás él había advertido. Se la llevó a vivir para la propia casa de sus padres y fue bien recibida. Vivieron meses de regocijo. Anduvieron como un par de recién casados felices entre los quehaceres de la familia e inclusive, alcanzaron a maliciar, que el amor podía ser una pasión más sosegada y honda que la simple placidez extravagante y efímera de los primeros días. Filomena se había encariñado con ella y le había depositado sin querer un gran aprecio y estimación, tal vez se la había ganado porque le ayudaba mucho en los trajines de la casa y en el prometedor negocio de los bollos dulces y mazorcas que la mantenía demasiado ocupada. Hizo que la acompañara a sacudir las puertas y ventanas. Lavar y barrer a todos los pisos de la casa y cambiar los muebles de posición. Era con Filomena mucho más efusiva que nunca lo fueron sus propias hijas, los llamaba a sus suegros con mucho cariño mamá Filomena y papá Martín. Además disfrutaba demasiado las instrucciones que le daba Filomena recogidas de la práctica y las recomendaciones que le proporcionaba de cómo debería irse preparando para cuando tuviera sus hijos. La consideraba como una hija más y prácticamente se había hecho cargo de ella como un miembro adicional de la familia. Se comportaba María Inés con tanta naturalidad, con tanta discreción, que no perdía la compostura ni siquiera en los brotes contagiosos de cólera doméstica padecidos por Filomena, Domingo, Martín, sus cuñadas y sus maridos que a veces sin ella querer la salpicaban. Revelaba gran sentido de la responsabilidad, una gracia natural y un reposado dominio ante las circunstancias adversas. Todo parecía muy bien hasta que aparecieron los demoledores e intratables vómitos matutinos de María Inés en ausencia de la menstruación, porque ya tenía dos meses de no venirle la regla. Las comidas comenzaron a causarle severo asco. Se levantaba varias veces a orinar. Aborreció a Domingo Iglesias. Filomena enloquecida de alegría por las insinuaciones características de los síntomas hacía caso omiso a todo esas señales y sobre todo cuando estuvo al corriente del antojo extravagante de comer con ansias los grandes puñados de arroz crudo, sencillamente dijo –déjenla tranquila que esa está cogiendo barriga- Domingo como no le simpatizaba muy bien el trabajo del campo con el manejo tradicional del maíz, se le dio por salir en bicicleta de vez en cuando disque a hacer diligencias al centro de Cereté, sin objetivos específicos, hasta que se consiguió una ocupación diferente a las tareas del maíz que era un cargo a través de los políticos, de celador en el cementerio de Cereté donde duró muchos años. Los primeros meses de labores se iba y se venía todos los días en bicicleta del trabajo a la finca casera de Martínez y de manera puntual. Pero después lentamente se fue descomponiendo, se quedaba tomando tragos no sé dónde y parrandeando con mujeres callejeras en la misma parte secreta. Siempre aparecía casi siempre pelado, cutroso y sin plata en la casa. Nunca le pagaban. Se le advertía fácilmente el aspecto devastado por la vigilia prolongada. Cuando a Domingo se le presentó el episodio con Raúl, hubiera podido manejar la situación de una manera más serena, madura y equilibrada sin ese remordimiento de conciencia y miedo, si la madre de Domingo una vez, en un rapto de cólera y salida de casillas por las locuras de su hijo, como un simple recurso de desahogo, no lo hubiera aterrorizado con toda clase de pronósticos siniestros sobre el destino y la suerte de su trabajo con los muertos como celador de cementerio, todo con el fin de que rehusara del trabajo y de esas otras mujeres, que lo tenían loquito en el centro de Cereté, y que lo estaban direccionado hacía un callejón sin salida de ir abandonando a María Inés su primera y única mujer que tenía en la finca. Filomena había agotado todos los recursos de la suplica a su hijo Domingo para que cambiara de conducta y perdió el dominio de sí misma. Parecía que Filomena se lo hubiera pronosticado, tal cual como su madre se lo había dicho en aquel tiempo le estaba saliendo igual. Después de filomena nadie había descubierto que aún a esa edad, María Inés conservaba el hábito de orinarse ocasionalmente en la cama, que lo habían manejado en su casa con su madre en su momento a través de algunos rezos, la habían puesto a orinar en muchas ocasiones sobre unos ardientes tizones humeantes de las hornillas y los anafes, brebajes mágicos, algunos tonificantes basados en soluciones magistrales de yodo. Por esta insólita razón, ahora viviendo con Domingo, por precaución no perdía la ocasión de levantarse muy temprano en las madrugadas, primero que su marido, ya que había adquirido voluntariamente la costumbre de ayudar a su suegra en los oficios desde la madrugada, haciéndose el cargo diario también de lavar, aunque limpias estuvieran, las sobrecamas y mantones utilizados por ellos mismos para taparse del frío de las cuatro de la mañana. Esos desquiciamientos ultra secretos, que habían sido derrotados en otros tiempos por su madre con extracto destilado de Damiana disuelto en agua de azúcar, estallaron nuevamente, en un orondo chorro imparable cuando empezó Domingo a desordenarse. Volvió a orinarse de nuevo pero ya embarazada en la cama. Se volvió a orinar en la cama cuando tuvo conciencia de que era una viuda sin difunto, a quien todavía no se le había muerto el marido. La primera vez lo hizo casi que por un arrebato de gestación y de ira inconsciente y soberbia de una juvenil pesadilla furiosa. Segura estaba ella en el subconsciente, de que la repugnante sensación adulta del mal olor en la cama le retumbaría y sería el mejor y decisivo remedio en contra de la mala costumbre del instinto infantil de antes. Y en efecto no pudo soportar como persona gestante, madura y consciente la cama apestosa y mojada por la orina. Pero insistió en lo mismo el subconsciente maduro y enfermo. En silencio, sometida por la expectativa insensible que poco a poco se fue desembarazando en la antigua inclinación alucinada y recurrente. La vieja sensación onírica infantil revivió aún teniendo otro ser dentro de sí. La complacencia del alma adolorida sin los impedimentos del desahogo primario. Eran chorros de orina fétida y amoniacal. A veces incluso hasta al propio subconsciente dormido, le daba repugnancia y vergüenza inconsciente consigo mismo y confesaba incluso, el momento profundo del sueño cuando dejaba relajar el esfínter vesical, dormida era su cómplice y como sola se hallaba, aunque en su vientre se formaba una criatura, estaba segura de que nadie le iba a reprochar su discapacidad. En el inconsciente de madre para María Inés, existía un ambiguo estremecimiento entre el deleite y la cólera. Mientras soñaba con otros hombres que no merecían el sacrificio de amanecer nadando anestesiada por la tibia urea de la orina. Los chorros de desechos nocturnos hacían menos inaccesibles y más seguro al único individuo que merecía aquella humillación. Como si el calor de leche concentrado en la orina que el despilfarraba eliminándola en otro lugar del mundo, ella la recogiera intacta y les suministrara a ella misma y a su hijo, la necesaria temperatura de su sangre para vivir y el volumen de sus micciones viciosas nocturnas que dejaban al rato una frialdad irresistible en la cama y un fondo de conformidad subconsciente en el corazón. En esas pusilánimes circunstancias continuó su desarrollo el embarazo de María Inés. Después de los primeros meses se perdieron los vómitos matinales, se restableció el apetito perdido, se reintegró a los oficios de la casa, lavaba los trastos, ayudaba sus revoloteadas fugaces con el molino de maíz, al fin se logró distinguir una sutil sonrisa aunque amarga en su rostro. La barriga continuó creciendo, se puso el refuerzo para evitar la enfermedad de los 7 días poniendo la vacuna contra el tétano neonatal y el caminado de María Inés, fue tomando un aire de merecida prepotencia, con los brazos abiertos hacia atrás por la instintiva presunción de estar librando una batalla a muerte de la campal subsistencia generacional. Al final del embarazo la agresividad de la hinchazón, le desfiguró las piernas y las varices se le explotaban en húmedos espumarajos efervescentes. –esa está casi pa parí- decía Filomena –Mírale las piennas como están- En una ecografía que le había hecho el doctor Rico a los ocho meses de embarazo, había reportado que era hembra el retoño y que en cuanto a la posición del feto en ese momento, estaba en podálica. La partera que le había atendido triunfalmente en la respectiva casa materna los nueve partos de Filomena, también después de hacerle el seguimiento a María Inés en una revisión ya casi al parir opinó, que ese muchacho ya estaba de cabeza y bien colocado, y que efectivamente en cuanto al sexo, era hembra. Llegó el día en que Filomena veía que a María Inés se le cortaba la respiración de pronto, arrugaba la cara y se sobaba la mano por la cadera y la barriga. –Que te pasa María Inés tienes doló veddá?- le preguntaba Filomena pero ella enseguida respondía que no. Al poco rato nuevamente estaba igual de sacudida por la contracción y caminando sin componte, por toda la casa. Se sentaba, se paraba, caminaba de pronto, se acostaba, se reía, conversaba pero nuevamente allí –yo no creo que esto no sea patto, y tu no me convence ni me engañas- Aseveró Filomena. Finalmente María Inés no tuvo más opción que aceptar, que eran unos descomunales dolores quienes le venían de pronto y nuevamente se le iban, pero tenían unos amagues de piedras tan intensos y raros, que le ponían la barriga dura como un palo, le cortaban la respiración, le daban ganas de pujar, ganas de ensuciar, de orinar pero, cuaando iba a ensuciar y a orinar nada que hacía. Cuando se le pasaban los dolores, empezaba a movérsele esa muchacha pateando y patandeo como si quisiera salirse y decirle algo a su madre el bendito pedazo de gente que tenía en el vientre. María Inés le manifestó a su suegra que le estaba bajando como una agua clarita por las partes. Filomena trató de averiguar de que no fuera orina por lo de haber padecido ella lo de la vieja enuresis, efectivamente no era el producto filtrado de origen renal, sino era líquido amniótico porque evidentemente, al parecer según Filomena había reventado fuente y entonces le dijo –vamos, vamos rápido pal hospital, poqque yo no quiero que para aquí en la casa- Filomena hubiera podido confiar el primer parto de su querida nuera María Inés a su vecina y vieja partera de siempre, de todos sus hijos pero, era que además de observarla ya muy cegata y con el tronco encorvado, conjuntamente oía que constantemente se quejaba de dolores por todas partes, incluso a veces se entendía que hasta las miradas del prójimo le dolían, tenía dolores en todos los huesos. Además no había en la región otra sabia partera como esa, que tuviera tanta experiencia como ella. A las tres de la tarde, sin decirle nada y en contra de la voluntad de la vieja partera, mandaron a buscar dos rapimotos y arrancaron María Inés y Filomena para el hospital San Diego. Cuando viajaban a toda carrera en los caballos motorizados, estaban tan convencidas de la prisas exageradas de los mototaxistas, que los brinca brinca de las respectivas motos tanto por el mal estado de los terrenos como la fuerte brisa que las vapuleaban, que inesperadamente a Filomena se le soltó de pronto de las manos por estos motivos, el bolso donde venían metidos todos los pañales y nuevos atuendos del esperado recién nacido. Filomena gritó enseguida –aguanta aguanta, que se me sottó de la mano eb bosso de los pañales- El mototaxista disminuyó de inmediato a la velocidad del caaballo motorizado y giró la dirección de la moto hacia la derecha de la misma, para regresar a recoger el bolso donde estaban metidos los taleguitos del bienvenida criatura que se habían esparcidos en la superficie del camino. Nuevamente continuó hablando Filomena diciéndole al rapimoto –Es que eso de parii enla casa era cosa de otro tiempo- La voz de Filomena se escuchaba como si estuviera ella cantando una ópera pero, era por la afanada prisa que llevaba la moto de la carrera, que no le permitía sino entonar algunas pocas palabras audibles, entre el escaso tiempo que le dejaban las diferentes arrancadas y frenadas que hacía la moto a la fuerza por las malas condiciones del camino, agarrada de los hombros anónimos del conductor empapados por el rancio sudor del mototaxista, diciéndole Filomena –Yo no quiero problemaa con la hija ajena- seguía diciendo -Los tiempos no son los mismoo de antee- El rapimoto que conducía a Filomenaa de inmediato se percató del estado de parto inminente que llevaba la pipona que iba adelante en la otra moto y señaló –Es que esas mujeree det tiempo de antes que parían en la casa, ya no salen- Llegaron al famoso hospital San Diego de Cereté, revisaron a María Inés y se quedaron con ella porque, según dijo el primer médico que la atendió de urgencias, además de tener ocho centímetros de dilatación, presentaba un sesenta por ciento de borramiento en el cuello uterino y además, había roto las respectivas membranas del saco amniótico con pérdida del concerniente liquido con más de dos contracciones en el lapso de 10 minutos. Le ordenaron un enema de traba para acelerarle el trabajo de parto y la hospitalizaban para seguir esperando de manera intramural el normal desarrollo del compromiso de alumbramiento. Estaba en enérgica y plena faena reglamentaria del parto. Allí en la urgencia, permaneció Filomena acompañando a su nuera toda la santa noche. La pipona caminaba y caminaba de una parte para otra, de aquí para allá, de allá para acá, se retorcía, iba al baño, le hacían el tacto, se quejaba, lloraba, ensuciaba, orinaba, pedía cada ratico a que la examinaran porque según ella ya iba a parir pero, así pasó toda la noche. Filomena no le perdió ni pie ni pisada durante el tiempo que estuvo en el hospital. Hasta las 6 de la tarde del día siguiente cuando, finalmente entró en rápido período expulsivo y tuvo una sana niña maciza de cuatro mil gramos de peso, cincuenta y un centímetros de talla que siempre presentó “apgar” de 10 después de nacida. En flexión parcial del ovoide recién nacido, Filomena sacó del bolso que se le cayó en la rapimoto, un pasamontañas de lana y se lo puso sobre el cuero cabelludo moldeado por el acabalgamiento de los huesos del cráneo por el trabajo de parto. La siguió revisando, examinando y a la vez acariciando cuidadosamente su abuela con sus ásperos y estremecidos dedos, le puso entonces unas manoplitas de algodón en las manitos de los cortos bracitos, también en los temblorosos y flexionados piececitos rosados en que terminaban las corticas piernecitas del vástago le puso unas mediecitas rosaditas y bordadas. Le abrochó en el estrecho cuellito una hilosa y delgadita gargantilla de oro quien tenía prendido un pequeño corazoncito trabajado en el mismo material y sin perder tiempo, estampó un rápido beso de ternura en el edematizado rostro redondeado de la semilla genética, que entre crisis de hiperventilación intercaladas con momentos de francas apneas, soplaba un grito vigoroso y activo que salía por las nimias y temblorosas mandíbulas. -Nació rosadita y hemmosa parecía a la que tiene el sinvegüenza de su pae Domingo- Decía Filomena. Resulta que nadie se había dado cuenta que María Inés tenía un problema de contextura original física en los pezones de sus senos, que eran de naturaleza invertida y no contaba con los suficientes picos en las tetas, para darle con desenvoltura el seno materno a Filomena Segunda, como la había bautizado, la había puesto o la empezaba a llamar desde el primer momento con mucho cariño la misma María Inés. Expresiones que suscitaban siempre una placida sonrisa que era totalmente inocultable en el rostro de la despabilada Filomena su abuela. Filomena daba casi todas las órdenes necesarias incluso, las anunciaba desde el mismo hospital, sin embargo no discutía las opiniones que lanzaran ningún personaje hospitalario pero eso sí, sin obedecerlas y sin prestarles atención a lo que ordenaran y dijeran los médicos y enfermeras, en cuanto alimentación del bebé se refería. Tanto es que habían sugerido estos funcionarios del hospital, pues que le compraran de alimento a la primogénita, un pote comercial de leche maternizada. Opinó Filomena sigilosamente en secreto y enseguida, desde la cocina como ella misma con orgullo lo decía -No necesitamos matennizá ninguna leche, poqque precisamente nosotros tenemos en nuestra casa a la cacimba de María Inés, que es la propia fuente y fábrica domestica de leche matenna originaa-. Seguía señalando -que había era que esperaa tres día dándole a Filomenaa Segunda con cucharita el agua de manzanilla, mientras daba tiempo a que le bajara leche a María Inés y entoncee la recién nacida, aprovechaba ella missmma limpiándose el estomaguito expulsando de possí el agua de fuente que se tragó en ep patto-. Le dieron la de alta del hospital y se fueron todos rumbos a la casa finca original de Filomena en Martínez, el palacio del bollo dulce, sin aparecer por allí, ni siquiera para dar la cara el desconocido y nuevo padre de familia Domingo Iglesias. La neonatal estuvo respondiendo muy bien al agua de manzanilla durante sus tres primeros días de vida y además en esos días pasaba ensuciando negro. Por disposición inapelable y siempre didáctica de Filomena, comenzó la recién nacida Filomena Segunda a alimentarse directamente de su propia madre con solo seno materno, es decir, jugándoselas todas pero todas en la vida, utilizando solo sagazmente sus innatos reflejos primarios de búsqueda, succión y deglución por un lado, acompañando eficazmente a los también reflejos primarios de Moro y prensión por el otro, para que ella misma con esos instintos vigentes juntos, con su propia boca, con sus propias manos y usando la innata destreza humana que le puso de tarea la misma vida, para que concibiera acciones unidas, para que brotaran de la nada, aquellos necesarios y nostálgicos pezones mamarios extraviados en los senos de la neófita María Inés. Le bastaban esas únicas armas que le entregó la naturaleza a ese incipiente vástago, para que lograra sacar eficazmente con sus tiernas manos, esos negros pezones. Para que se los introdujera a la boca y chupara y chupara hasta apoyar a su madre, tal como lo practican en las madrugadas los diestros ordeñadores finqueros, cuando sus terneros apoyan a las pomposas ubres de las ariscas vacas que les ponen sus patronos de tarea diaria. Había que novedosamente buscar la forma efectiva, de que emergieran del ensueño aquellos elásticos muñones lecheros, surgidos de las areolas negras y planas de su madre. Efectivamente, Filomena Segunda consigue a través de su obstinada persistencia, fortalecida también eso sí por el inmenso estoicismo de su madre y la complicidad también de la perseverancia pedagógica de su abuela paterna, a que definitivamente la anatomía mamaría de María Inés, cediera y gratamente se modificara, adoptando finalmente la virtual formación de aptos e ideales pezones. Para toda la gente de la aldea y la casa, era una distracción reciente el acontecimiento social, de que por disposición de la abuela, para verla primero tenían que bañarse muy bien todo el cuerpo, si era que pretendían, cargar y acariciar profusamente los gordos bracitos de muñeca y el negro peluquín ensortijado de la reinita Filomena Segunda. Esa recién nacida que era la figura central de la casa, se mantenía casi todo el día en un estado conductista fascinador de alerta tranquila. Permanecía en un maravilloso estado de conciencia, que la conservaba siempre dispuesta a crear lazos afectivos y sonreía de manera fragmentaria pero frecuente, para establecer procesos interactivos con todos los visitantes que querían conocerla. Les fijaba la vista al rostro con atención de los recién llegados, y les seguía el movimiento porque los comparaba con la imagen que tenía en el recuerdo genético. Los tenía transcritos en el recuerdo dispuesto en los archivos de la memoria orgánica. Exploraba con la vista a determinadas personas, y prestaba atención preferente a aquellos sujetos que tenían parecido físico entre sí. Aumentaba o disminuía según lo necesario el grado de alerta y calidad de concentración. Cuando alguien entraba o salía intempestivamente de la habitación, la tocaba o la movía de manera brusca y desprevenidamente, hablaba muy duro o introducían a la habitación alguna luz o ruido desproporcionado, entonces suprimía los movimientos espontáneos y si era del caso, orientaba la cabeza y sus ojos hacia la dirección del estímulo. Por eso se sentía que desprendía algo así como si fuera un hálito original muy sobrenatural y simpático, que a cualquier ser humano lo desplomaba hechizado por la invisible seducción que ocasionaba aquella caprichosa, placentera y sutil fragancia de inocencia activa. Casi no dormía encantada por el cariño devuelto por el entorno. Pero los visitantes que ella descrestaba con su viveza, sentían a la vez sin saber porque, un sentimiento también muy ambiguo, porque estaba vinculado este placer a un oscuro regocijo nostálgico, a un deleite melancólico. Era la encarnación de un desamparo. La personificación del íntimo desafío a un viejo vicio de María Inés. Escabrosidad que hacía rato tenía muy tranquila profundamente dormida, en los arrinconados archivos infantiles de los tiempos del olvido. La sufrida recién parida seguía orinándose en la misma cama donde dormía la hija recién nacida aunque, según le parecía a ella misma con menor intensidad no obstante, a ciencia cierta no se sabía para quien era más efectivo el hule extendido en la superficie del compartido lecho, si era para Filomena Segunda o para la madre. María Inés no se levantaba como antes bien tempranito a lavar los mantones utilizados en la respectiva noche anterior. Presumía que ahora sí existía una justificación para que su suegra creyera que era la orina de su recién nacida nieta quien mojaba esa pañera. Filomena, siendo ella quien llena de entusiasmo lavaba diariamente esos trapos húmedos, sin embargo, en silencio se contentaba solo en maliciar que definitivamente esa orina que ella misma fregoteaba, no podía decir con certeza a cuál de las dos pertenecía. La descomplicada suegra, no se torturaba la imaginación adivinando de quien podía venir esa orina según el acople lógico, por el contrario, se entretenía más bien fascinada por la duda metódica, desempolvando más bien a los rastros seductores de esos simpáticos recuerdos, no importaba de quien fuera dicha orina, le daba igual de quien hubiera sido, debido al inmenso cariño y ventura que les guardaba hondamente a las dos personas, a ambas les tenía empeñado sin ninguna distinción, un ciego sentimiento que estaba abarcando a esa doble dirección afectiva. Filomena sentía que atendiéndoles a ellas, sentía que le inspiraban un fuerte aliento de juventud, que le permitían sofocar la brasas humeantes del recuerdo adolescente, solucionando las diferentes necesidades de la recién nacida y su madre, por esta atención tan estricta advirtió de pronto que María Inés, tenía una palidez intensa.-¿te sientes mal?-le preguntó. La nueva madre, que tenía cargada dándole la teta a la apoyada primogénita, hizo una sonrisa de dolor tocándose el abdomen bajo con la mano -me duele la barriga- dijo -me está bajando sangre por las partes-. La suegra continuó diciendo –esa es la bola loca que está buscando al muchacho con los entuertos-. Filomena continuaba alerta con su delirio de vigilar atenta la buena suerte de su nieta y su nuera. Además de revisar muy bien a la recién nacida, a la madre también la tocaba a diario por todas partes, le encajaba el dorso de las manos en el cuello y señalando con el dedo a una de las mamas dijo –estas tibiecita-dale más este seno porque parece que se te quiere enfermar o infectar-. Filomena Segunda se había dado cuenta que para que se produjera suficiente cantidad de leche, capaz para ella llenarse plácidamente y que le quitara el hambre, tenía primero que apoyar adecuadamente a las mamas de María Inés. Debía chupar y chupar primero sin quedar llena aun, pero sentía entonces un intenso cansancio molestoso de los bucinadores de las mejillas, además de que no quedaba con fuerzas para seguir aprovechando el apoyo obtenido, incluso quedaba hasta sin fuerzas para poder llorar. Descansando un rato entonces la invadía un sueño tenaz y quietecita suspendiendo toda succión, los ojos cerrados ahorrando energía y aparentando una ficticia complacencia se recuperaba. María Inés manejaba esa situación con presunción de que ya Filomena Segunda estaba jacta y satisfecha, sacaba entonces la teta de la boca y salía clamando silencio a todos los presentes y la acostaba solita en la cama. No se imaginaba que la recién nacida solo descansaba sin alientos por el momento ni si quiera para llorar. Se perdía así nuevamente el suficiente apoyo ya provocado por el vástago. Se quedaba quietecita no por entera satisfacción, sino era una espera silenciosa impuesta por el cansancio recobrando energías, descansando inevitable lo suficiente para contar con las calorías capaces de poder anunciar nuevamente con el llanto vigoroso la presencia del hambre que no había sido satisfecha de forma satisfactoria. Cuando volvía a llorar, en unos escasos minutos, después de haber descansado lo suficiente, entonces María Inés deducía equivocadamente que la leche materna no la sostuviera. Decía –es que el seno solito no la alimenta-. Filomena que era experta en estas trampas de la lactancia le dijo a su nuera –cuando la niña se quede quietecita déjala descansar y no le saques la teta de la boca- dijo –ella se queda descansando pero apenas se recupere del cansancio, sigue mamando con mayor fuerza-. Efectivamente, así de esa manera, lo provó y lo comprobó María Inés. Filomena Segunda logra entender sencillamente, que una necesidad substancial tan primitiva, tan bien aprendida y conmovedora, como es el reflejo condicionado del hambre, en la evolución del hombre, es una intuición maquinal que es capaz de voltearle la hoja a cualquier previa clasificación significativa de los propios estados de ánimo y atención. De acuerdo a ese ordenamiento de ideas ella siente cambios de sus estados de intrepidez, que se expresan en una serie de signos que transmiten información afectiva del corazón, incrustados en los mismos lazos emocionales de satisfacción con su madre. Siente que su madre María Inés por su parte, ha aprendido a interpretar y responder apropiadamente los signos y gestos que ella envía en la comunicación, con actos que la confortan, la tranquilizan o hacen tolerable la frustración o la demora de la gratificación con la constancia y la presteza. Es decir, Filomena Segunda se encuentra segura de que su comportamiento es compensado con la respuesta oportuna de su madre y abuela, que la obtiene sin ser necesaria tanta ansiedad ni tensión, aunque a veces se tarda un poquito pero los actos de alivio son asociados a la premura de la necesidad. A los tres meses de edad ya la recién llegada a la vida Filomena segunda, se sentaba ella sola y ayudándose con las manos intentaba gatear. Se interesaba en agarrar con las manitos objetos pequeños y rastrillaba píldoras con los dedos, era capaz de repetir vocales incluso, a veces balbuceaba sonidos consonantes repetitivos como ba-ba, ma-ma y da-da. Todo el mundo la visitaba y tenía que ver en la vereda de Martínez, con la temprana destreza de Filomena segunda. A los cuatro meses de edad ya Filomena Segunda gateaba por toda la casa, además ya utilizaba su sonrisa como un catalizador eficaz en los contactos sociales con todo el mundo, ya había establecido también una clara preferencia por llorar a su madre y a Filomena y fue cuando María Inés, contraviniendo tentadoramente las previas y claras indicaciones de su suegra, le ofreció administrarle cuatro onzas de cebada en un pequeño tetero, Filomena Segunda no se las aceptó ni se las recibió, con su lengüita de culebra venenosa se la expulsaba violentamente de su boquita. La habilidad de sus manos y de sus brazos, le había permitido a ese vástago, descubrir el resto de su cuerpo, primero la cara, luego la cabeza, el troco, las extremidades inferiores y los genitales. Ya María Inés se había hecho cargo nuevamente de lavar tempranito diariamente los paños y mantones húmedos de la orina nocturna. Filomena y María Inés no se habían vuelto a referir sobre la antigua e intratable enuresis de la recién parida. La suegra quería hacerle desde hacía rato esa pregunta a su yerna, que no se la hacía porque en realidad sabía la manera cómo se la iba a responder. El estupendo hálito de silencio en el tema creado entre Filomena y su nuera, era más elocuente que cualquier otra gran conversación, pues no necesitaba más ilustración que agregar. Sin embargo María Inés sabía cabalmente cual eran las preguntas y las intenciones de Filomena. Ambas sabían perfectamente los interrogantes y las mutuas respuestas correctas. Pero era mejor entregarles totalmente esas preguntas y respuestas del tema, a la fantasía estratégica del silencio. -Domingo ni siquiera por responsabilidad de padre había ido por lo menos a conocer a su hija- dijo Filomena. A los cinco meses la lactante se paraba agarrada de los taburetes y las paredes de la casa, y alcanzaba quedarse de pie solita unos instantes y es cuando le dan las zopas de verduras con carnesita licuadas, las compotas de frutas, las mazamorritas de maíz, de plátano, de papoche sin leche. A los seis meses ya Filomena Segunda caminaba con torpeza solita, mostrando una leve lordosis en cortos trechos, agarrada de la mano se podía caminar con ella algo más, además realizaba y utilizaba con maestría la pinza de la mano sin apoyo cubital. Empleaba conscientemente algunas palabras, atendía el sonido de su propio nombre y reconocía el calificativo de algunos objetos. Seguía a su madre y a su abuela reptando o gateando y a ratos caminado, por toda la casa. A esta edad ya Filomena Segunda tenía ocho incisivitos que mordían frecuentemente a su madre quien por esta razón, no perdía la oportunidad de luchar para ponerle tetero pero la pequeña no lo recibía. Cuando Filomena Segunda cumplió felizmente su primer año de vida, había completado la meta natural de peso y talla llegando con los diez kilogramos y los setenta y cinco centímetros sin embargo, era un niño con el desarrollo neurológico y psicomotor demasiado avanzado para su edad. Ya tenía seis meses de estar caminado y rondado por todas partes, incluso hasta en la cocina aparecía de pronto tratando de meterse desde ahora, en el negocio del bollo dulces y las mazorcas. Ya comía de todo lo que consumían los adultos, era experta en las mazamorras de maíz blandito con leche y azúcar. Con sus dientes que ya había completado diez y seis piezas con los primeros molares deciduos, querían acabar con aquellos pezones que ella misma había logrado felizmente sacar a la fuerza, pero ahora los quería consumir ella misma en una mezcla jubilosa de rabia y alegría. Se trepaba ella sola en las camas y en los asientos de cuero, como solicitando escaleras de varios pisos y a veces había que corretearla por toda la casa. A esta edad de doce meses ya Filomena Segunda hacía torres de hasta diez zapatos remplazando a los cubos de los pediatras, abarcas o chancletas que encontrara, metía granos u hojas de maíz que remplazan a las píldoras de los pediatras, las metía en las botellas de plásticos que le daban para jugar yademás a veces las sacaba de dichas botellas. Hacía garabateos espontáneos en líneas conceptuales verticales y horizontales e imitaba y copiaba trazos circulares. Conservaba además en su lenguaje, una manera de comunicación con una jerga muy rica, era una algarabía que mantenía la entonación y la puntuación de una charla normal aunque, carecían de significado. A veces decía tres palabras definidas y seguidas. Había iniciado un período de exploración activa e imitativa de todos los objetos que le rodeaban. Vaciaba los cajones y las papeleras, cogía las escobas, el machete, el martillo, los frascos mal puesto y trataba de examinar a todo lo que estaba a su alcance. Filomena decía –no dejen por allí por el suelo los venenos del maíz por que los coge la nena- seguía diciendo –ella todo lo que logra pescar en sus manos va enseguida es pa-la-boca-. Seguía insistiendo Filomena –cuidado con los remedios mal puestos porque los atrapa la nena y se puede intoxicaa-. Duraba horas y horas jugando solita con los trastos, muñecas y juguetes que le habían regalado, y allí que alguien le tocara esos cachivaches porque cogía unas rabietas sordas, eran unos arrebatos que se tiraba al suelo incluso, a veces del llanto hasta se quedaba sin aire y se quería hasta privar. Estos episodios eran exclusivamente manejados de manera firme y cariñosa por su abuela, incluso cuando María Inés presenciaba estos incidentes, la llamaba enseguida delegándole esta situación precisa a Filomena y le decía –mira ve como está la tuya-. Filomena se hacía cargo magistralmente del asunto que con su encanto seguro y afectivo era capaz de establecerle con éxito los límites necesarios para el pequeño vástago. Tanta era la madurez psicomotora en su primer año de vida de Filomena Segunda que incluso, expresaba verbalmente en su dialecto manifiesto, la urgencia de satisfacer sus necesidades fisiológicas, eran momentos didácticos aprovechados por su abuela para inculcarle enseguida, las normas sociales aceptables desde su punto de vista, en ese sentido. Se había organizado una fiestecita para festejar su primer cumpleaños de vida, había sido muy arregladita con un ajuar de bebé compuesto por un vestidito blanco esponjoso, medias y zapatitos también blancos de cuero en hebillas y dos lasitos rosados en el cabello. Le cantaron el feliz cumpleaños y le reventaron una piñata, habían unas bombas de colores donde asistieron varios niños vecinos. Brindaron helados, tortas y gaseosas sobre todo para los niños invitados y demás asistentes, además mataron un pavo para que comieran los padres de familia adultos e invitados mayores. Compraron también unas botellas de ron para que la gente mayor pasaran la apetitosa comida del ave domestica. En toda la región inclusive más allá de Martínez llegó la popularidad de la descomunal habilidad mental infantil de Filomena Segunda, la fama de su exagerada capacidad de razonamiento y juicio traspasó las riberas del Bugre y el rio Sinú, desbordó a todos los pronósticos bien documentados de la pediatría moderna en cuanto a desarrollos prematuros en niños súper dotados con perfeccionamiento psicomotor precoz, hasta los mismos pacientes procedentes de otros municipios de la región, que llegaban por necesidad a solicitar los servicios de urgencia en el hospital San Diego, y se enteraban también por alguna casualidad de los pormenores de la niña súper dotada, no se quedaban tranquilos si en su historia clínica el médico de turno, no detallaba minuciosamente, su nostálgica curiosidad de enfermo. Era una niña con aptitudes personales innatas que no eran adquiridas porque, nunca había sido entrenada ni experimentada con fogueos intelectuales, incluso en la casa no se sabía ni se sospechaban sus grandes cualidades intelectuales porque, solo se podían testificar la forma asincrónicas de signos observados a grandes rasgos como por ejemplo, que se sentó, se paró, caminó y habló muy temprano, claro, que su querida abuela si había notado en varias ocasiones, un signo independiente de inteligencia corporal cinética, en la inmensa habilidad que tenía para el manejo de la mano derecha, y que además se montaba en todas partes con habilidad y se concentraba demasiado en las cosas y objetos que se ponía a observar detenidamente. De todas partes llegaban pediatras famosos y expertos perinatólogos deslumbrados por la fama del alto potencial intelectual de Filomena Segunda, llegaban estos profesionales de la medicina con una serie de preguntas, diagramas, tablas y curvas, dispuestos a estudiar y evaluar tanto los rasgos físicos, el desarrollo neurológico y los aspectos del lenguaje y sicosociales de la súper dotada y además querían ser testigos de las irracionales y adelantadas cualidades sicomotrices de la lactante Filomena Segunda. Estos duchos de la pediatría hacían una serie de preguntas a los familiares de si cómo se había alimentado, cuántas veces al día comía, preguntaban los diferentes alimentos que había recibido durante su primer año de vida, como las cocinaban, como las enfriaban, como las recalentaban, en fin, fue un interrogatorio de nutrición doméstica minuciosa dirigido por la versión popular que era el maíz el culpable de ese veloz desarrollo, era un interrogatorio que no tuvo ninguna revelación ni connotación, sino hubiera sido el que arrancara la secreta confesión que supuestamente solo la sabía María Inés, pero resulta que ese testimonio secreto, estaba desde hacía rato, en el olfato popular de todo Martínez y la única persona que no la sabía, era precisamente, la abuela Filomena. María Inés a escondidas de su suegra desde muy recién nacida la bebé, la alimentaba sigilosamente con agua de maíz con el fin, de que ella se fuera acostumbrando temprano al tetero y dejara anticipadamente el seno porque, María Inés se había cansado de tanto esperar y esperar respuesta de su marido Domingo, pero definitivamente, se había dado cuenta que tenía era que olvidarse de él. Considerarlo como si su marido hubiera muerto para siempre, y pensarse íntimamente como una simple viuda con el marido todavía vivo. Pero resulta que a María Inés las cosas no le salieron muy bien en sus planes porque la bendita recién nacida de ningún modo cogió tetero, aunque si recibía con mucho agrado porque era que le gustaba y hasta la pedía señalándola con el llanto, el agua de maíz a punta de cuchara y vasito de pitillo. Con este plan, después de destetar a la niña, pensaba viajar a Bogotá donde una de las hermanas de Domingo que la había ilusionado con eso, iba a levantarle un puesto para trabajar allá en la capital. Filomena Segunda se quedaría viviendo con su abuela paterna. Los pediatras de otras latitudes, que accidentalmente habían destapado el intimo secreto de María Inés, los tenía muy apasionado la idea de que la alimentación a base de ese tipo de maíz no hibrido, hubiera podido ser la causante de ese fenómeno del desarrollo de Filomena Segunda, además habían indagado y al parecer en la casa se sembraba era una variedad originaria de maíz amarillo criollo que no era estéril, que no surgía de ningún cruce. Cuando se marchaban de despedida se llevaron varias mazorcas de muestras para estudiarlas. La visitaron también unos destacados pedagogos y sicólogos interesados en medir a tiempo los oportunos cocientes intelectuales, que afortunadamente alcanzaron índices de dos cientos, nunca vistos de una superdotación intelectual profunda. Además estaban muy preocupados porque según ellos muchos superdotados en un sin número de ocasiones llegaban a fracasar, debido a los pocos estímulos externos que recibían por una detección muy retrasada de la superdotación y podía llegarse fácilmente a la frustración. Por eso querían dejar claro que los talentos emergían, crecían evolutivamente pero había que continuar una adecuada y seguida estimulación en la escuela y la familia, y algunos a veces no llegaban a surgir porque no se producía esa ordenada motivación académica y sistemática. Se había regado la noticia de que le iban a festejar el primer cumpleaños de una niña súper talentosa en Martínez y que eso se había conseguido gracias a una rica dieta temprana a base del poder súper concentrado de una fértil variedad vernácula de maíz criollo. Muchos turistas procedentes del interior del país que se topaban en Cereté, al tanquear milagrosamente sus secos carros en las bombas de gasolina de la región, se relacionaban con la famosa crónica de la lucidez precoz de Filomena Segunda, ellos preguntando y preguntando, seducidos por la curiosidad investigando llegaban finalmente a Martínez. Fue tanto que el mismo presidente de la Republica, que de casualidad se encontraba disfrutando discretamente, comiéndose unos quibbes calientes donde Deyanira, una criolla venta de costumbres árabes que tenía en el veterano local del circo de toros, sin querer el presidente, se enteró de la leyenda de Martínez y víctima de una colosal curiosidad, sintió unas ganas espantosas de perturbar su recorrido y llegar hasta allá a conocer a Filomena Segunda pero realmente, no sucumbió en romper la reservada y necesaria discreción que guardaba en su camino. Era tanta la inteligencia y la lucidez de la cumplimentada que leyendo primero el texto sin equivocación de los versículos de la biblia, demostraba tan buena retentiva que después de una sola lectura los recitaba todos al pie de la letra. También relataba uno por uno y en estricto orden, los diez mandamientos. Contaba del uno hasta el diez mil sin titubear. Deletreaba el abecedario sin vacilar desde la A hasta la Z. A Filomena la manera de desarrollarse y crecer de su nieta, le habían embolatado la aplicación de su enorme experiencia en el manejo para el desarrollo de muchachos, se sentía atormentada con graves dudas acerca de la eficacia de sus métodos con que estaba templando el espíritu de Filomena Segunda, porque antes con sus hijos había sido muy diferente, por ejemplo la nieta caminó a los seis meses cuando en comparación su padre lo hizo al año, eso la trastornó más cuando vio que su nieta habló perfectamente al año de nacida, donde por correlación su padre lo hizo bien fue a los cuatro años. Pero no le echaba la culpa a las capacidades intelectuales de su nieta, sino a algo que ella misma no conseguía precisar pero que intensamente interpretaba como un paulatino deterioro del tiempo, además el entusiasmo con su nieta la había vuelto loca y se le había olvidado inclusive hasta purgarla y efectivamente, Filomena segunda la sorprendió el día de su cumpleaños. Cuando todo el mundo estaba muy distraído en el homenaje, las tías con sus maridos habían quedado sentadas tomándose unos tragos en el patio repleto de hojas amarillas y secas, la muchachera reventaba la piñata y las bombas de colores debajo de un palo de mango donde le habían tomado unas fotos sola, con la muchachera, con su madre, con la abuela, con la madre y la abuela, con el abuelo, con las tías y entonces, la congratulada en un amague inesperado de vómitos y tos botó por la boca una larga, rosadita y gorda lombriz, los niños y las madres que estaban a su lado distraídos salieron gritando -una lombriz, una lombriz-. Cuando ya todo había pasado, la gente y los niños se habían colocado nuevamente en sus sitios, se sintió la consideración de que se había recobrado la calma, la cumplimentada quedó con una saboreadera y empezó de nuevo levemente a toser en seco, e hizo nuevamente un copioso vómito de leche cortada en donde, habían helados, tortas y unos granos de maíz, eliminó a otro nutrido e idéntico áscaris lumbricoides. Filomena dijo –ese es el macho poqque está más grande y grueso-. Filomena se la sacó discretamente y se la llevó cargada del tumulto de los niños, le dio una toma de cebolla rayada y le amarró una golilla con un dientecito de ajo. La cumplimentada mejoró pero enseguida se le encendió un palo de fiebre. Filomena dijo –Se le quiere revovvé la lombriz- continuó diciendo –esa fiebre es poque esa niña ha jugado demasiado y lo más seguro es que le hayan hecho afición- va habé que santiguala-. Efectivamente la cumplimentada siguió con la fiebre y hubo que llevarla a santiguar y evidentemente enseguida se le quitó el malestar. Este incidente de la lombriz de Filomena Segunda, le había hecho sentir vergüenza a su abuela y delicadas vacilaciones a cerca del verdadero empuje de sus viejos procedimientos y experiencias. Antiguamente, especulaba, los niños tardaban considerable tiempo para crecer y desarrollarse. No tenía sino que acordarse todo el tiempo que se requirió para que su hija mayor disfrutara de sus respectivos hijos y nietos. Todo el tiempo que ha tenido que transcurrir para que su padre llegara de celador del cementerio tener que soportar a Raúl. En otro tiempo, detrás de desfilar todo el día, haciendo bollos dulces, mazamorras y cocinando mazorcas, todavía le sobraba tiempo para salir en las tardes a vender el producto en las calles del soberbio Cereté. Cuando llegaba en las tardes sin sentir cansancio pero los bolsillos repletos de plata, todavía quedaba espacio de tiempo para ocuparse de los niños. En cambio ahora el tiempo no le rinde. Claro que anteriormente su madre, que siempre había vivido a su lado desde que se comprometió con Martín, estaba más nueva y contaba con su decidido apoyo y ayuda. Su madre hacía con ella lo que actualmente hace la misma Filomena con María Inés su nuera. Pero ya en su madre el temblor de las manos era cada vez más ostensible y no podía con el peso de los pies, no hacía nada y si las hacía, dejaba las cosas inconclusas, a pesar de que ella misma se oponía y hacía resistencia a envejecer, porque decía que las cosas las hacía muy bien, aun cuando ya había perdido hasta la cuenta exacta de su edad, estorbaba por todos lados, trataba de meterse en todo, era como un fantasma vivo que incomodaba a los foráneos con la preguntadera de que sino habían visto a Domingo. ¿Que si donde estaba metido Domingo? ¿Que si habían visto a Domingo en el entierro de fulano? ¿Que si Domingo ayudó a enterrar a sutano? Filomena no supo a ciencia cierta de que manera su madre la fue lentamente abandonando en los quehaceres de la casa y en qué momento su madre, empezó a perder la vista. La madre de Filomena tenía la tez cuarteada, los dientes destruidos, el cabello estropeado y sin color y la mirada esperanzada. Se le veían los desgarros naturales que van deponiendo los tiempos, las señales que producen las comunes e infernales eventualidades, los caracteres y las cicatrices eternas que había dejado en ella más de un siglo de vida cotidiana. Todavía en sus últimos años, cuando ya no alcanzaba fuerza para levantarse de la cama, parecía sencillamente que estaba sometida por la caducidad, pero ninguno había descubierto que estuviera ciega. Filomena lo sospechó antes de que Domingo se sacara a María Inés, pero después la vio bien como si nada y quedó convencida, de que era un agotamiento momentáneo que para eso le había comprado unas vitaminas pero, después se fue lentamente convenciendo de que su madre poco a poco, se hundía sin enmienda en las oscuridad, hasta el punto de que Filomena sospecha, de que jamás obtuvo por ejemplo un conocimiento bien preciso de la televisión, porque cuando compraron el primer televisor a blanco y negro en la casa, solo sentía la fosforescencia de la pantalla. Sin embargo no se lo dijo a nadie, discutía y porfiaba de que estaba feliz viendo novelas en la televisión, cuando en realidad estaba era dormida, pues habría sido una declaración oficial de su definitiva inutilidad que no quería. Se obstinó entonces, en aprender un magistral y silencioso método para calcular los trechos de las cosas, y el tono de voz del prójimo, para continuar observando a través de los cálculos realizados por la memoria del alma cuando ya definitivamente no se lo permitieran los crecientes nubarrones de sus ojos. Después tropezó con una gran contribución impensada ofrecida por los olores, que se concretaron en la incertidumbre con una claridad mucho más concluyente que la misma forma y la tonalidad de las cosas, y la ampararon terminantemente del pavor que tiene una cobarde abdicación. En las tinieblas de su cuarto podía ensartar una aguja y remendar calzones, sabía exactamente en qué momento estaba la mazamorra a punto de poder adicionarle la leche. Conocía con tanta seguridad el sitio en que se hallaba cada objeto de la casa, que a veces se concentraba tanto en sus magistrales estrategias mentales, que ella misma dejaba de lado a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Filomena no se acordaba donde había puesto la plata ajena de unos bollos, y su madre encontró la plata metida en un jolón viejo, que ya no se lo ponían a ningún burro porque, el jolón compañero se lo habían robado. Simplemente, mientras todo el mundo andaba sin cuidado por todos partes, ella los acechaba con sus cuatro sentidos para que jamás la sorprendieran desorientada, y al límite de cierto tiempo encontró que cada fragmento individual de la familia repetía todos los días, sin caer en cuenta, idénticos recorridos, hacía los mismos actos, incluso casi que repetía los mismos gestos con iguales palabras a idénticas horas. Sólo cuando las personas se saltaban ese minucioso automatismo, en uno de esos pasos supernumerarios, corrían el peligro de olvidarse. Lo cierto fue que cuando escuchó que Filomena estaba angustiada, porque se le había extraviado la plata, su madre se le ocurrió que lo único diferente que había dispuesto ese día Filomena, era de buscar unos documentos y unas partidas de bautismos en una vieja papelera que guardaba en el jolón. Filomena había buscado la plata, solamente en el trayecto rutinario diario, sin saber que las cosas perdidas se encuentran en los sitios usados no tradicionalmente.
María Inés después del cumpleaños de su hija, dejo pasar unos pocos meses, no podía aguantar en el pico de las tetas las mordidas de Filomena Segunda, hasta que llegó la hora y no le dio más el seno desde una noche, y esa bendita muchacha, pasó toda la noche despierta llorando e implorando su se teta, y se puso ronquita de tanto gritar. Al final en el sopor de la madrugada, se quedó como toda adormitada. El día siguiente fue casi igual pero nunca como la primera noche. Al tercer día se acostó tranquila el vástago acompañando apaciblemente a su madre sin pedirle la teta, por el contrario le llamaba era la atención y la invitaba para debatir sobre el hecho de haber suspendido la lactación y la retaba a establecer una conversación minuciosa y argumentada con respecto a la suspensión del seno, y se lo tocaba delicadamente al referirse a él sin metérselo a la boca. Era evidente desde su tierna edad que muy poco había sacado de sus padres, que portaba más bien era como un desafiante cromosoma x inteligente encargado de reglamentar su gran destreza analítica y razonada. Parecía por lo visto que fuera como una versión original y mejorada de toda la familia, antes de que los secretos de las pasiones torcieran definitivamente los derroteros del corazón. También hacía alusión relacionando el seno con el proyectado viaje de su madre para Bogotá, que ya lo tenía al parecer muy bien entendido y analizado. María Inés estaba oyendo a su hija con toda la atención y concentración, con su mente, aunque no lograba entender a plenitud, las cábalas planteadas por Filomena Segunda pero, su sentimiento de madre si lo deducía con el corazón atento sentía unos fuertes balonazos en el pecho, si las entendía y las sentía perfectamente, con unos interrogantes le había sacudido la medula de su existencia, con unas asombrosas preguntas que le habían despertado una amarga nostalgia, sensación que habían generado sus cuestionamientos que no tenían respuesta en este mundo. ¿Porque me suspendes el seno? ¿Me quitas el seno es porqué no me puedes llevar? ¿Entonces por qué no me llevas? ¿Por qué te vas? ¿Por qué mi papa te deja ir sola? La niña le había hecho unas preguntas que, revisándolas y analizándolas muy bien, ni María Inés sabía por qué. El seno se lo estaba tratando de quitar verdaderamente era por un arrebato de pura rebeldía. Se quería ir para Bogotá pero, no sabía por qué en realidad se quería ir, ni siquiera quería aceptar que era por Domingo, por lo menos no sabía a que se iba, ni que se encaminaba a hacer, quizás era por la misma soberbia del seno. No quería explicarle con pelos y señales la interpretación de la causa a Filomena segunda porque, no tenía palabras para poder expresar ese sentimiento tan indescriptible, además tenía la desacertada convicción de que su hija no entendería la explicación del desagradable sabor de su destino. Pero igual sucedería si se quedaba porque tampoco sabía a qué se quedaba ni porque lo hacía. Filomena Segunda hablaba de su padre Domingo, como si en verdad siempre lo estuviera viendo a diario, pero ni si quiera lo conocía, si alguna vez lo había inspeccionado, era con la magia oculta que tienen los ojos inequívocos del corazón, que son más clarividentes. Esa visión en el instintivo corazón del vástago, se la había sembrado y manifestado en el alma, el tanto diario escuchar a su abuela y a su enamorada madre, citando de forma constante y a toda hora a su anónimo padre. La atrapaba la forma directa como la lactante abordaba y se refería al tema de la conversación de la teta. El punto de vista de la abuela Filomena era que María Inés, esperara a ver si aparecía de pronto Domingo para que bautizara a la niña Filomena Segunda, antes de irse para Bogotá, con el fin de que la bebita no quedara mora, convertida en algo así como en un duende. María Inés también había consultado esa decisión de partir para Bogotá a trabajar en una casa de familia con su propia madre, y le había contestado que lo que ella hiciera con su vida, hecho estaba, que si quería se fuera mejor de regreso para vivir en su casa natal que era bien recibida. Sin embargo mejor preparó una cartona de pielroja que compró en una tienda del sector, allí metió unos zapatos viejos, la poquita ropa que tenía, unas blusas descoloridas, unos interiores flecados, unos brasieres estirados, unos pantalones jeans desteñidos de lo viejos, una acuarelita cosmética que le regaló una cuñada y una fotico de Filomena Segunda pero, había algo secreto que no podía olvidar, porque estaba clavado en la intimidad de su desgracia que ni siquiera esta vez se lo dijo a su suegra y era el hule que ponía en la cama. Su suegra empacó también unas cartonas donde le mandaba a Luisa Ester su hija unos bollos, unas mazorcas, un queso, una mantequilla y unos plátanos. Ella misma y Filomena Segunda en unas rapimotos, que echaron dos viajes, acompañaron a las diez de la noche, la llevaron a coger un Brasilia, con todos sus motetes se hizo la triste partida de María Inés. Filomena segunda se quedó llorando en los brazos de su abuela cuando de despedida, el pulman aceleró la partida, tenía un raro sentimiento entre la alegría, la tristeza, la curiosidad y algo de sobresalto. Pensaba y así lo expresaba, que su madre iba de ida y de vuelta, efectivamente pensaba que ella iría a hacer unas diligencias rápidas, que de vuelta traería muchas cosas incluso le hizo hasta unos encargos. Filomena con nostalgia despedía a su nuera diciéndole adiós con la mano abierta pero pensaba en silencio, ¿como iría a hacer la pobre María Inés con su enuresis?, siempre tuvo presente esa cuestión pero nunca quiso lastimarla con la pregunta para no herirla más con esa pregunta porque, le sobraban suficientes llagas que llevaba sangrantes en el corazón. No se imaginó jamás que su precavida nuera se llevara el hule de la recién nacida. Se iba en camino para Bogotá demasiado enredada en una maraña de recuerdos y recuerdos que tenían todas sus nostalgias vivas. Sobrellevaba una sana juventud que todavía no había sido corrompida por el desenfrenado vicio del rencor, pero soportaba en el corazón una pesada carga de lágrimas que le resumían de dolor, le sollozaban por todos los poros de la piel. El bus sí tenía aire acondicionado pero sin embargo ella sudaba y sudaba de dolor, lloraba por su pellejo y era un calor que llevaba altas temperaturas por dentro como una cruz en el propio corazón. Luisa Ester pidió permiso en su trabajo y fue a esperarla a las seis de la tarde al terminal de transportes de Bogotá. Efectivamente llegó puntual María Inés y se encontraron, se abrazaron y se besaron, se rieron un rato, reclamaron los equipajes, tomaron un taxi y se fueron para el apartamento donde Luisa Ester trabajaba. Ella le pidió permiso a la patrona para que permitiera que la recién llegada se quedara en el apartamento acompañandola por esa noche, mientras el día siguiente se ubicaba en la casa de familia donde comenzaría a trabajar la cuñada. Esa noche María Inés se quedó en el mismo cuarto asignado para Luisa Ester, pero casi no durmieron de tanto hablar y hablar, se repartieron solitas las encomiendas, se contaron anécdotas, le dijo que Filomena le había mandado a decir que la llamara y le entregó una cartica que le envió su hijo Felipe de siete años que también estaba criando Filomena. Efectivamente casi sin dormir al día siguiente muy tempranito, Luisa Ester acompañó y presentó a María Inés a la señora dueña del hogar en donde ella iría a trabajar. Allí la dejo. Se entrevistó con la señora, después de aclarar las condiciones del trabajo y el monto de la mensualidad, la llevó a la pieza o sitio de la casa donde se iba a instalar María Inés con sus pocos utensilios personales y a dormir, le indicó enseguida los oficios para que comenzara de una vez la tarea porque, tenía los quehaceres de la casa acumulados en la cabeza, ya que desde hacía un mes estaba sola esperando una trabajadora domestica. Trabajó intensamente toda esa primera semana y sin descanso sin embargo, no hubo tiempo de salir a compartir el siguiente fin de semana tal como lo habían quedado de encontrarse con Luisa Ester. Esa primera semana se enjuagaba más que nunca de la fragancia liquida de la fresca orina que parecía más bien lagrimas derramadas en las noches. María Inés le nacían sus recuerdos tristes a partir de cualquier incidente suelto, que los rememoraba rápidamente sin examinarlos, y terminaban siempre en el mismo tema, porque en realidad era que no podía pensar en otra cosa diferente al ambiente familiar que había dejado atrás sembrado en Martínez, a su hija Filomena Segunda, a sus Suegros, ni siquiera había aprendido a esterilizar las reminiscencias ineludibles para que ya purificadas, no lograran lastimarle ningún sentimiento amargo pero al contrario, solo habían conseguido indignarlos hasta convertirlos en auténticas y eficaces trampas de la nostalgia. A la salida del siguiente sábado en la tarde, se encontró con Luisa Ester, dialogaron serenamente en un parque recreativo, le presentó unos amigos y en la noche se fueron supuestamente a departir un rato en el apartamento de una amiga de Ciénaga de Oro que Luisa Ester le había presentado y que también trabajaba en el servicio domestico de otra casa de familia. Luisa Ester trataba de distraerla, porque la apreciaba demasiado preocupada, siempre meditando y cavilando y si le tocaban las razones que ocasionó su viaje a la capital, era como abrirle las llaves de un estanco de dolor que le lavaban la cara de lagrimas y todo el cuerpo como si estuviera sudando a causa de un intenso esfuerzo físico. El bolsito o taleguito de salir que le había regalado su cuñada, se lavaba del sudor, se le mojaba la blusa y el jeans parecía más bien que le hubiera caído un diluvio encima. No daba explicaciones íntimas de nada, ni formulaba expectativas de su situación sentimental, no contestaba ni respondía alternativas o atendía sugerencias ni propuestas, porque su respuesta para todos los comentarios y las preguntas era siempre la misma, llorar y más llorar, como si las lágrimas lavando su rostro y su cuerpo fueran el único bálsamo aliviador de su dolor. Llamaba a su suegra por celular y hablaban largas horas diariamente, conversaba con su hija de tu a tu, le preguntaba con quien dormía, quien le servía o le daba la comida, que si a qué hora se dormía, a qué hora se despertaba, en fin averiguaba el más mínimo detalle que le removía más los recuerdos y el dolor. Cuando escuchaba los vallenatos de Diomedes, de Piter, de Silvester, de Villazón, de Mario Perez y otros más, esos discos le hacían sentir en el corazón, los mismos deseos de llorar del comienzo del sufrimiento, sentía el mismo sentimiento delirante inicial desde el primer día de su maldición, como si los escarmientos no envejecieran por el transcurrir de los tiempo y realmente no los modificaran para nada. Los C.D que ella misma había echado a la basura con el pretexto de que estaban rayados sin embargo seguían girando, seguían sonando y esas grabaciones persistían respondiendo lealmente a los poderosos rayos láseres de los recuerdos que retocaban y retocaban incansablemente la memoria del dolor. Le daba como un repentino patatús los discos del gran Villazón. No podía quitarse de su mente el entristecido y palpitante garganteo del incomparable Poncho Zuleta. Ella se preguntabaa que si las bellas composiciones de Diomedes, de Piter y Silvestre eran reconocidas terapias muy eficaces para apaciguar el asma incurable de los jadeantes acordeones, por qué razón entonces no le correspondían igualmente a ella para tranquilizar ese dolor que le chamuscaba el batir del corazón. Por el contrario, ese agraciado canturreo de esas guapas entonaciones, lo que hacían era atizarle más leña al fuego, para terminar de lastimar e irritar con mucho más ímpetu las sangrantes heridas de su molido espíritu. Deseaba contar con esa armadura venenosa en aguijón de la avispita voladora del cotizado Mario Pérez, para deleitarse desquitándose ese ardiente sufrimiento y rabia ponzoñosa, incluso a veces desesperada hasta se metía mendrugos de algodón en los oídos, pero eso no le servía para nada, ni siquiera le importaban al corazón esos pañitos de agua tibia en las encajadas emociones, que ya estaban fielmente montadas y bien gravadas en el disco duro enorme del golpeado corazón. Había tratado de hundirlos en una falsa pasión muy delicada de fiestas e invitaciones, había tratado de refugiarse soberbiamente en la aparente protección vigorosa de un incondicional admirador, que le había presentado su cuñada y a quien se le entregó sin resistencia, sin pudor, sin formalismos por venganza, pero no habían conseguido derrotarlos ni con el acto más desprendido y desesperado de su destierro lejano. Le dolía haber dejado a su paso aquel reguero de dichas y desventuras, y a veces le daba tanta rabia que se rayaba las manos y se cortaba a propósito los dedos al cocinar, pero a medida que más le dolía más rabia le daba y más la atormentaba la fragante y descompuesta nostalgia de amor que siempre iría remolcando hacía la eternidad. María Inés pensaba en Domingo y su hija, sin poder evitarlo. Sin embargo había descubierto que a medida que pasaba el tiempo, la concentrada, fiel y exclusiva compañía del trabajo silencioso, perpetraban una acción paliativa en su corazón, ya que sentía con el oficio exagerado como un lento y pequeño decaimiento de la perturbadora fogosidad de los recuerdos, que aun alcanzaban siempre a lastimarla, pero ya no lo hacían con esa misma fiereza e inmensa irritación amarga de antes. No importaba el sufrimiento de tener que trabajar y trabajar sigilosamente para poder remediar esas sangrantes heridas abiertas pero, si tenía que transar la complacencia de esa manera para poder tener más despejada el alma maltratada, estaba dispuesta a concebir ese sacrificado trato con el engañado corazón. Se avecinaba la semana santa, en el trabajo le daban plácidamente dos semanas de vacaciones, igual que a Luisa Ester que si quería viajar porque ya tenía dos años de no volver a Martínez, pero María Inés por su lado estaba dispuesta a no regresar por ahora al pueblo por el lapso de un tiempo, hasta que las agudas y profundas heridas lograran adquirir mayor cantidad de cicatrización, aunque sus oscuras huellas quedaran marcando para siempre al pisoteado corazón. Pero eso sí aprovecharía el viaje de Luisa Ester para mandar, una ropita y unas muñequitas para su hija, unas cositas para su madre, para doña Filomena, para don Martín su querido suegro y una platica para que su suegra la tuviera a la mano por si las moscas algo se le presentaba de urgencia a Filomena Segunda. Aún todavía no había adoptado, aquel modito rebuscado de hablar enrevesado por la cadencia lánguida de la gente del páramo, pero el inmenso poder ineludible y sobrenatural del destino, lentamente le estaba transfiriendo iluminación para asumirlo, porque era una estrategia que le daría una extraordinaria conformidad con la fatalidad, vislumbraba con ella que era tal su efecto que terminaría de reprimir aquellos momentos de tanta ansiedad y agitación interior, aquellas cantidades de anhelos cohibidos por las peripecias del obstinado aislamiento en el porfiado oficio. La divina providencia para rescatarla totalmente ilesa de la soledad, le había inspirado una vocación que era tan fluida en el hablar, una intuición tan sabía al conectar las ideas con tanta destreza en las conversaciones, que a cualquier bogotano por más suspicaz que fuera, al escucharla hablar, hubiera podido confundirla con una acendrada oriunda de la sabana cundinamarques. Las circunstancias en que tan apaleada por la agreste adversidad, la sacó de su pueblo la suerte con un corazón que estaba tan sacudido por el martirio del desamparo. Estaba desafiada a muerte a que definitivamente, tenía que defenderse, tenía que cambiar a todas aquellas costumbres y remembranzas que estaban marcadas con el dolor en su piel y debía dejarlas para siempre con un hierro amargo. Debía evitar aquellas evocaciones que estaban identificadas eternamente con el sello imborrable del recuerdo nostálgico del sufrimiento. Había que sin ascos sustituirlos si era que en verdad, se quería hallar con seguridad a la tan perdida, escurridiza y descarriada felicidad. Había que hacer cambios profundos y drásticos en las tradicionales costumbres del diario vivir y andar martinero. Había que comprometer con el arrebato de una fiera, de manera radical y definida, a valores que aunque parecían muy simples, eran difíciles para cualquier ser humano desprenderse de ellos pero, tenían que permutarse con orgullo, sin llorar, pero sin generarle dudas a nadie del coraje tan bárbaro y suficiente que existía por detrás, denuedo que estaría respaldando decisivamente a esa comprometida transacción. Estaban implicados numerosos e impresionantes valores autóctonos propios, pero le permitían demostrar a muerte aquella insaciable capacidad de arresto y adaptación, capaz de acoger cambios que demostraran que su despedazado corazón era todavía competente de llenarse de ensueños, de soportar lo que fuera, no importaba que fueran atroces bombardeos de formaciones provocativas y desafiante derramadas por el sufrimiento y la fatalidad con ese modo de apreciar las cosas, es decir estaba adoptando una nueva forma de pensar. Un domingo de descanso se fue todo el día de compra con Luisa Ester. En esa misma jornada se arregló y se pintó las uñas, se sacó unas finas y largas cejas, se engalanó y se pintó de negro el esbelto cabello, adquirió unas bellas botas talladas de cuero negras a media pierna, compró una hermosura de correa ancha negra y repujada, un elegante bolso de cuero grabado negro de salir, unos estupendos brasieres y unos perturbadores hilos dentales que no tenía nada que envidiarles a las que usan las modelos famosas, una hermosísima maleta mediana negra de cuero con rodachines, dos bien parecidas chaquetas de cuerinas cinceladas que una de ellas era negra y la otra café, una larga y agraciada bufanda de terciopelo blanca, unas distinguidas gafas polarizadas de lujo, dos lindos pantalones jeans para mujeres, uno azul y otro negro, que hacían juego con dos recompensadas blusas estampadas de colores y una pequeña muñeca lenguaraz dotada de una hermosa cabellera rubia con ojos verdes para Filomena Segunda. María Inés en sus conversaciones ya no se comía en sus palabras la “s” final absoluta incluso, le causaban hasta repugnancia, le ocasionaban su mal sabor que le parecía más bien desagradable, y si era que alguna letra en el hablar se le quedaba enredada por alguna circunstancia en la boca, mejor rápidamente la escupía para que no tuviera tiempo de facturar ningún sabor del recuerdo ingrato. Tampoco aspiraba la “s” de final de silaba en posición antisonántica y si era que le permanecía embolatada porque se le quedaba en la garganta, mejor la vomitaba, para evitar que le contaminara o le volviera desagradable el sabor del paladar actual de la vida. No dejaba perder la “r” final absoluta, le tenía mucho miedo quedarse con ella en la reminiscencia y tampoco se comía la “d” final incondicional que también le tenía mucha aversión y pavor de que por dentro le dañara la retentiva. No permitía tampoco que la “d” intervocálica de silabas finales como en los participios, tranquilamente se le cayera y que no pasara nada, no señor, eso no lo permitiría jamás su nuevo lenguaje del olvido. María Inés también había prohibido tajantemente las ablaciones en su nuevo vocabulario del borrón y cuenta nueva. Había dejado de golpear las palabras y de tutear familiarmente a las personas porque se le llenaba la boca de espuma y enseguida le daban ganas de orinar. Había al pie de la letra, aprendido además el “ustedeo”, también usaba a veces el “sumerceo” que en el pueblo de Martínez tenía un saborcillo a cachaco, aunque no se estuviera la persona identificada totalmente con la expresión. María Inés no se había dado cuenta en qué momento dejo de orinarse en la cama, a medida que se sentía más aliviado y recuperado el corazón, la cantidad de orina en la cama era menor, y se fue lentamente disminuyendo hasta que se sintió totalmente liberada de la melancolía y el desconsuelo amargo de la enuresis. Entonces comenzó a hacer unas conclusiones y a formularse unas respuestas de preguntas que antes no entendía. Había dejado sin vestiduras a los santos de tanto estar agarrada a la virgen del Carmen, a San Antonio, a San José, en fin a casi todos les había desgarrado sus atuendos porque, tenía aferrada sus esperanzas de un milagro en los desesperados momentos de desasosiego. La humedad de sus sábanas y mantones no era orina, era la lágrima pura. Por eso era que la orina de sus sabanas no tenía ese desagradable olor a amoniaco y a uratos. Ahora entendía porque la orina de Filomena Segunda era incluso era hasta más repugnante que la suya. Entendía porque casi en dos años de orinarse a diario en el colchón nupcial no se había podrido. Ella misma se calificaba ahora de boba. Tantos tropezones que le ha tocado soportar, tantas ansiedades, tantos litros de lagrima viva derramadas por sus ojos, por los poros, por su corazón, por la orina para finalmente encontrar la honda conformidad con la soledad de su destino. Había encontrado al fin el reposo y el beneplácito que no tuvo un solo instante de su vida anterior, y el único miedo que le persistía era el de que de pronto existiera un posible resarcimiento. Pero sin embargo, a salvo de todo temor, ya no podía hacer nada y le dolía profundamente, no haber tenido antes, esas revelaciones actuales descendientes de la providencia, cuando aún fuera posible depurar las memorias, enderezar el camino y reconstruir el universo bajo una nueva luz. Ni siquiera a María Inés le inquietaría la encendida certidumbre, de que hubieran podido estar abiertas todas las puertas de la rectificación. No, no quería eso jamás, quería mejor que no fuera una ilusión sino una realidad, quería que definitivamente estuvieran cerradas todas pero todas las posibilidades de reparación. María Inés cumplía tres años de estar trabajando en Bogotá, se le había metido en la cabeza esta vez de pedir unas vacaciones, y regresar a Martínez a observar desde otra óptica el ambiente que había dejado además, para estar un rato con su hija Filomena Segunda. Sin haberle comentado nada nadie, ni siquiera en Bogotá a su cuñada Luisa Ester. Incluso, no se lo había desenmarañado todavía ni a su propia madre. No estaba segura aún si regresaría nuevamente al mismo hogar en donde hacía 3 años había quedado abandonada por Domingo cuando partió de Martínez. El viaje a la capital había levantado inadvertidamente un maravilloso fuego embaucador en las plumas de sus alas, se le habían crecido tantos esos alones que tenía que andar ahora, con los brazos abiertos para no dejar que se arrastraran las inconmensurables ilusiones. Por lo tanto sus vuelos podían ser ahora mucho más libres y colosales que antes. Ese viaje de trabajar a la ciudad, había ocasionado tanto ruido perturbador en su vida, que incluso habían hecho que dispuestamente se le despertara ese corazón, que estaba dormido en un mundo que aunque fascinante era increíblemente desprendido de toda ineludible realidad. Le había cambiado ahora la visión de los escenarios, veía las cosas de una manera diferente y pensaba ahora que en verdad, no mantiene ninguna fuerte atadura afectiva obligatoria de dependencia con su suegra Filomena. Sentía mucho cariño por ella, por don Martín, por todas sus cuñadas que habían sido muy especiales y le estaba hondamente agradecida por todos los gestos afectivos que ellos le había suministrado en el momento del menosprecio pero, en sí ellos no tenían culpa ni el poder de entrometerse de alguna manera, en los movimientos afectivos de su hijo Domingo, mucho menos en los propios de ella. Estaba mirando la fría posibilidad de que al llegar a Martínez, debía bajarse a quedarse en la propia casa original de sus padres, con su propia madre y visitar a sus suegros como cualquier otro extraño recién llegado, recuperar el cuidado de la niña y llevarse a su hija para con su abuela materna. Estuvo pensando y planeando el viaje hasta casi completar aproximadamente los tres años y medio de trabajo, pero finalmente se llevó a cabo en un mediado del mes de Diciembre. Le dieron quince días de vacaciones, y puso de acuerdo sus planes con las conveniencias de su patrona. Compró su pasaje con una semana de anticipación, el mismo domingo le compró también un corte de tela beige para su madre y otro para su suegra color verde, una botella de agua de colonia para don Martín su suegro, dos conjunticos para una niña de cinco años y medio de edad, unos zapaticos de cuero negros, unos interiores, unas piyamitas y unos pantaloncitos jeans para niñas hermosas como Filomena Segunda además, compró chocolates y galletas para regalar. Empacó su equipaje no en la maleta que primero compró sino en otra valija negra nueva que había tenido que adquirir de mucha mayor capacidad, también de rodachines y lo complementó con unas compras adicionales que habían hecho para otros familiares entre ellos sus cuñadas y amigas. Le comentó del viaje a su cuñada Luisa Ester y se le puso a la orden a ver si se le ofrecía mandar alguna encomienda para Martínez, pues para que de una vez aprovechara con ella. Como si estuviera ubicando secretos en un refugio confidencial también le manifestó, que tenía las intenciones de no llegar a quedarse en las vacaciones, tal como lo estaba antes donde su suegra, sino que al llegar recogería a su hija y se iría con ella a vivir y a pasar la temporada de ocio como si no hubiera pasado nada donde su propia madre. Luisa Ester la escuchó atentamente, entendió sus impresiones y se sintió además tan obligada en el momento a tener nuevamente que soportar el recuerdo de su propia leyenda, que fue casi exacta y reconoció en silencio, que era como si tuviera enfrente de ella un espejo donde veía un reciente duplicado de su vida, como si estuviera viendo el propio retrato hablado de su pasado, el de sus tiempos aciagos, por donde ella también había estado transitado hace unos años y le contestó, utilizando un propósito adecuado para martirizarla, en aquel lenguaje original del recuerdo, le habló como si nunca en la vida hubiera salido de Martínez y le dijo –vedda es-. No quiso hacerle ninguna pregunta adicional porque ya conocía esa respuesta. Ambas en silencio se cruzaron miradas reveladoras que precedieron, unas profundas inspiraciones suplementarias, que fácilmente se comprendieron sin la necesidad de utilizar palabras complicadas. Luisa Ester estaba segura de que para cambiarles el matiz doloroso a los recuerdos del amor, había que cambiarles su lenguaje original. Tenía además la convicción de que el centro del dolor en el corazón, se ubicaba precisamente en el mismo sitio donde estaba situado y encendido el foco del amor. Que además el fondo apagador del olvido para el mismo corazón, ocupaba idéntico sitio, que el eje del lenguaje en los recuerdos. Por todo esto Luisa Ester estaba de acuerdo que para poder olvidar sin nostalgia, los diferentes contratiempos del amor, había que abandonar radicalmente hasta el mismo lenguaje original con el que se habían suscitado las humillaciones afectivas. María Inés estaba lista y dispuesta de un todo para el viaje desde una semana antes, hablaba por celular a diario y por separado con su suegra y su hija. También últimamente había iniciado un período de sigilosa reconciliación con su madre, donde la comunicación por celular era casi que constante, mucho más frecuente ahora. A pesar de que se comunicaban infatigablemente, María Inés sí había manifestado que tenía planeado un viaje para Martínez, pero que apenas estaba proyectándolo y nunca, mencionó en qué momento era que debían prepararse para esperarla, incluso ni siquiera sugirió la idea de que de pronto estuvieran pendiente de su llegada en el terminal de transportes de Cereté. A las diez de la noche de un sábado de Diciembre, maquillada con una cabellera arreglada en hongo con rayos de color verde caña, vestida de pantalones jeans azul, botas a medias piernas negras, una blusa de color azul cielo llegó al terminal de transportes de Bogotá acompañada de su cuñada Luis Ester. Se despidieron con un beso y se embarcó en el antepenúltimo puesto derecho, al lado de la ventanilla del termoquín. No terminaba de despegar bien el bus de la ciudad cuando Luisa Ester, estaba llamando por celular a su madre en Martínez y le dijo –para allá salió María Inés- Filomena al principio creyó que su hija la estaba perequeando pero después se convenció de que en verdad Luisa Ester estaba hablando en serio, y no le cayó bien es más, le impacto tanto el detalle que definitivamente le interrumpió el curso del sueño, no pudo continuar dormida porque ya estaba recogida y no pudo conciliarlo más y además, fue una sorpresa enterarse de esa manera, consideraba que así como diariamente se la pasaban hablando de manera personal de otras cosas, debió habérselo dicho también con suficiente tiempo, para prepararse y hacerle la antesala de esperarla con su hija como era lo más natural. Filomena dijo –si era que no quería veni pa cá – me lo hubiera dicho con tiempo poqque yo no le iba a poné un pie en-e peccuezo paque se viniera pacá-. Ese episodio que acababa de suceder, sin querer, hizo recordar a Filomena un pequeño detalle, de que después que María Inés se había ido a trabajar para Bogotá, jamás había vuelto a mencionar a Domingo en sus conversaciones, ni siquiera por equivocación. Aunque Filomena estaba de acuerdo con María Inés y consideraba que el comportamiento de Domingo era detestable, tenía la honda esperanza de que el destino, algún día volviera a juntarlos felizmente. En un hamaquear lateral, unas veces hacía el lado de la ventana, a veces sesgada hacia el lado contrario en dirección al pasajero contiguo se despedían así de la ciudad. A María Inés ese permanente bamboleo del lugar a lado y lado del puesto en el pulman, hacía que su pensamiento se empantanara sin querer y sin rescate en los recuerdos del primer día de su trabajo de parto. Casi que se explotaba de muchacho esa tarde remota cuando su suegra y ella, se montaron sobre el espinazo de dos corcoveadoras rapimotos que volando las llevaron al hospital. Comparaba la fantástica altivez que traía ahora en el bus, alimentada por el hecho de haber abierto muy bien los ojos para poder cautivar los concejos incuestionables que le proporcionaron los escarmientos del destierro y la soledad. Confrontaba esa atractiva ilusión de libertad que sentía ahora, con la cándida percepción de aquel entonces que aún en embarazo, en el instante en que ya Domingo incluso, hasta la había desterrado de su incierto corazón. Cerraba los ojos para ver si podía un rato dormirse mientras viajaba soñando pero no, no podía concentrarse, y tenía que seguir soñando despierta. Mientras el termoquin apresurado avanzaba, zarandeándose sobre el sombrío y frío suspiro de las serpenteadas carreteras, como en el recuerdo de un sueño María Inés se veía a sí misma en sus despabilados recuerdos que incluso, hasta le hablaban para torturarla en el sueño, con aquel viejo vocabulario olvidado que era un tragulón de letras. Se hubiera sentido viajando mucho más cómoda en el pulman, si los recuerdos del sueño despierto, por lo menos hubieran hablado en unos términos del nuevo lenguaje recién adoptado que no acostumbraba de sopetear a las palabras de las reminiscencias. Se advertía en el recuerdo a sí idéntica como era ella, entrando al hospital piponota, con aquel presuntuoso caminado escoltando el engreimiento candoroso de su espíritu, con las piernas hinchadas y totalmente abotagada. María Inés percibía que el encanto en el corazón de la incitante atmosfera cereteana, lentamente se le estaba intensificando más y más a medida que el termoquín se iba acercando al hermosísimo pueblo. El olfato en el corazón de María Inés, a medida que mansamente el bus se aproximaba al seductor terruño, sentía mucho más cerca e intensa la dulce fragancia nostálgica de aquel aire milagroso que era siempre cautivador, que descansaba milagrosamente sobre ese pedazo de apacible tierra cereteana. Le horrorizaba tener que reconocer el peligro inminente que existía, de que de pronto por alguna razón, desfalleciera seducida al momento de enfrentarse a la intensa carga del hechizo que tiene ese aire nostálgico cereteano, y no poder soportarlo con la suficiente resistencia que ella necesitaba. A las siete de la noche llegó el bus al terminal de Cereté, bajó sus equipajes, se tomó una gaseosa porque tenía demasiado calor, llamó un willys y salió rumbo a Martínez, le dio las instrucciones al chofer que la llevara directamente a su casa donde su propia madre. Encontró a su madre más vieja que antes, saludó a su padrastro, bajo el equipaje del carro. Sentía un desconsuelo y unas ganas de llorar. Enseguida hizo las vueltas para llegar donde su suegra a buscar a Filomena segunda. Efectivamente llegó donde su suegra, se saludaron se besaron y hubo intensos abrazos, se entrevistó con don Martín, a Filomena Segunda la abrazó con fuerza y con llantos, a sus cuñadas y a los respectivos maridos de sus cuñadas. Le ofreció verbalmente a cada uno de ellos los detalles que le había traído desde Bogotá. Hablaron como hasta las once de la noche y definitivamente se fue a dormir a su casa con su hija y despidiéndose dijo –mañana vengo por acá-. Después de que se fue María Inés para su casa de su madre, Filomena, sus hijas y los yernos, quedaron comentando, la descomunal diferencia que había entre la María Inés que se fue y la que vino ahora. Habían quedado sorprendidos del cambio tan radical que había experimentado inclusive, cambió más contundente de lo que había cambiado en su momento la misma Luisa Ester. Lo bello que tenía la textura de su piel, los cachetones rosaditos, la agraciada lozanía de su cabello, la gallardía y las impresionantes curvaturas de su tentador cuerpo que no eran curvas ni muy cerradas ni muy planas. Su magnífico modo de hablar que fascinaba la perfección del léxico y el acompañamiento preciso de sus gestos en sus manos, la gracia en el movimiento de los labios y la forma de la boca, de tal forma que parecía más bien, graduada en la mejor facultad de las reales academias más seductoras de la lengua española. Abismaba la forma como expresaba completicas las palabras, que no dejaba perder ni una “s”, tampoco desperdiciaba ninguna “r” o alguna “l”. La bella cadencia que le imprimía a las expresiones por ejemplo cuando hacía una pregunta, jalaba con aguda fuerza y elegancia a la silaba final. Al llegar a la casa original esa noche, habló casi dos horas con su madre, ocupo la misma vieja cama abandonada donde ella había dominado la enuresis juvenil con los extractos de damiana cuando estaba en la casa, se acostó con su hija y como estaba demasiado cansada se durmió casi enseguida y juntas pernoctaron feliz hasta las seis de la mañana. Al día siguiente comenzó a organizar los regalos de su madre, de las cuñadas, los postres y chocolates los repartió todos. Conversó de todo con su madre y en la tarde se fue para donde su suegra, acompañada por Filomena segunda. Filomena, al recibirla delante de sus otras hijas y yernos le dijo –eres una cachaca limpia-. María Inés, la miró ruborizada y les repartió a todos, una leve sonrisa, que la seleccionó de un recóndito yacimiento secretamente ubicado en las intimas cavernas del corazón, que tenía a disposición repleto de todo tipo de explicaciones convincentes. Miraba y reparaba a su hija Filomena Segunda, no salía del asombro de ver a su hija que hablaba de tal manera tan asombrosa y con unas respuestas demasiado maduras a la par con ella y reconocía la compleja terminología que usaba sin complicaciones. Su hija estaba casi de cumplir cinco años y no tenía edad para presentar ese semblante preadolescente que se le estaba insinuando en todo el aspecto sicofísico. Se le veía ya un fino y suave vello púbico incipiente en la línea media de los labios, que era un signo fiable y aterrador en este caso de la progresión puberal, tomado como un índice indiscutible de madurez sexual prematura, correspondiente al inicio de la adolescencia y la madre estaba segura de que no había tiempo para eso todavía. Le había comenzado a aumentar el espesor del pliegue de la grasa subescapular. Filomena casi que no había notado ningún signo especial aterrador, de pronto porque la pasaba mirando constantemente, excepto el hecho de que dormía mucho, además preguntaba demasiado y aunque además, estaba cayendo en cuenta ahora, que tenía demasiado pudor, y era muy sensible en los genitales cuando por ejemplo la limpiaba pero, no lo había relacionado con una pubertad prematura. María Inés la notaba que le estaba empezando a aparecer un pequeño brote mamario. Si no hubiera tenido el incipiente vello púbico, la tuviera distraída la idea de que podía ser de pronto una simple ginecomastia. Filomena segunda efectivamente ya tenía desde hacía unos meses, un leve aumento de la pigmentación, de la vascularización y de la sensibilidad de los labios mayores de la vagina y un ligero crecimiento del clítoris. Además ya se le estaban cayendo los dientes caninos y los primeros molares de la dentición inicial. Filomena Segunda además tenía ya un pensamiento operativo formal, que la ponía incluso a ser capaz de crear hipótesis que ella misma permitía que se pusieran a prueba casera antes de confiar en ellas o juzgárselas. Era capaz de hacer una cosa y estar pendiente de otra sin mucho esfuerzo. También era capaz de imaginarse de antemano por la lógica las soluciones de algunas situaciones, sin la necesidad de haberlas visto en la práctica. Había presentado un formal interés por el ocultismo y el misticismo que incluso, la hacía entender situaciones que tenían que ver con las inclinaciones religiosas. Usaba la memoria con facilidad y le provocaba la intimidad y permanecer sola. Por esos días había llegado el resultado preliminar, de los estudios de la semilla de las mazorcas que se llevaron los científicos cuando estuvieron visitando a Filomena segunda en el tiempo en que cumplió su primer año de vida y concluyeron que era una variedad amarilla pura de maíz homocigoto, resistente a la polilla y al gorgojo y además, que conservaba una fertilidad ideal para poder guardarla como semilla productiva en los pañoles ventilados comunes y corrientes del medio ambiente húmedo de Martínez. Además recalcaban que era posiblemente el único y ultimo recóndito libre del mundo en donde no habían llegado las atravesadas multinacionales y por eso persistía aún una variedad pura de maíz, porque en el resto del planeta habían desaparecidos esas razas de semillas como la que se está trabajando en Martínez, debido a la aparición y desplazamiento ocasionado por los infértiles híbridos de las multinacionales. Es más el informe manifiesta que no se le había encontrado ningún efecto o influencia de la respectiva variedad de semilla en el cociente intelectual de Filomena Segunda, pero lo que si era cierto era que tenía un efecto reconocido en los estudios sobre la pubertad precoz. Esa variedad de semilla tenía una isoflavona con actividad agonista sobre unos receptores estrogénicos que se expresaban en individuos superdotados homocigotos como Filomena Segunda. Esos receptores se expresaban en individuos o niñas de doble superdotación pronunciada de manera homocigótica. Es decir el gen inteligente era doble, porque estaba presente en cada uno de los dos cromosomas x de Filomena Segunda. Por esos días también había llegado un informe de la visita previa de los pedíatras y pedagogos que la habían visitado en sus días del primer cumpleaños. Daban también un informe detallado explicando que gran parte del componente intelectual no era debido a la alimentación con la variedad de maíz pero que si, ese cociente superdotado de los individuos, estaba ligado al cromosoma x, en general las niñas suelen tener una población proporcionalmente mayor en cuanto a un nivel de inteligencia promedio. Las niñas tienen una doble probabilidad de ser mucho más inteligentes que los niños. Según el informe recibido por Filomena donde le hacen saber, que la persona registrada con el mayor coeficiente intelectual del mundo, sin incluir a los marcianos, es una mujer estadunidense con 228 puntos y a los 10 años de edad ya tenía 145 lugares. Mientras Filomena Segunda al año de edad ya tenía un cociente intelectual de 224, hecho que es muy probable que corresponda a un caso excepcional de supergenialidad femenina al haber heredados los dos cromosomas x inteligentes. Como muchos de estos niños se destacan en las materias sin haberlas estudiado previamente como le ocurre a Filomena segunda con la lectura y las matemáticas ya que a ella nadie la ha enseñado a leer ni a contar. Como esos niños a veces son perfeccionistas, eso los lleva a aparecer molestos o que tienen intenciones de irritar. Hacen preguntas constantes desde por la mañana hasta el anochecer. A veces parecen estar en las nubes. Sus necesidades afectivas son mayores debido a su hipereceptividad e hipersensibilidad tanto sensoriales como emocionales e intelectuales. Debido a que estos alumnos en sus escuelas no reciben el estímulo intelectual que necesitan, a causa de que los profesores por falta de formación o recursos, se orientan en atender a la mayoría y no a los extremos. Como consecuencia, el desarrollo intelectual y afectivo de los más capaces puede sufrir seriamente y convertirse en un problema. Muchos superdotados llegan a naufragar debido a los pocos estímulos externos que reciben por una detección muy atrasada de la superdotación y puede llegarse al fracaso escolar total. Esto quiere decir que es preciso incluir a Filomena Segunda en un ambiente educativo donde se le puedan ofrecer procedimientos efectivos de búsquedas sistemáticas y regulares, que vinculados de modo adecuado a programas educativos diversos, permitan identificarla por sus características personales para que sea adecuadamente estimulada por los programas regulares. Esta política nos llevaría a una promoción activa y decidida de su talento, ya que ella es superdotada pero de modo potencial por lo que es necesario un entrenamiento depurado y sistemático. Sin tales acciones corremos el riesgo de privar de la ayuda específica a Filomena Segunda que necesitaría un aprendizaje a un ritmo y con unas características y nivel de reto diferentes. Su superdotación debe ser vista como un proceso continuo no como un proceso único que dice de una vez y para siempre que Filomena segunda es superdotada. Los talentos emergen y crecen evolutivamente, y algunos no llegan ni a emerger porque no se produce una adecuada estimulación en la familia y la escuela. Es evidente que sin acciones sistemáticamente encaminadas al desarrollo del talento, corremos el riesgo de que estos puedan perderse por falta de atención a los mismos. Es por eso que la Universidad de Ulm en Alemania le regala una beca a Filomena Segunda para que adquiera en Alemania de manera gratuita y permanente sus estudios desde el preescolar, escolar, bachillerato, universidad y posgrado si fuese necesario. Finalmente el informe de la comisión de notables que visitaron a Filomena Segunda afirma, que a pesar de que el inicio precoz del nivel intelectual y la madurez cerebral en las niñas, deprimen ostensiblemente la edad de la menarquía, no hay una relación directa sin la variedad de maíz entre el cociente intelectual y la menarquía. Es decir que el cerebro de las niñas madura totalmente de manera integral, y que a medida que las niñas inician precozmente el grado de madurez intelectual, ya sea que instruyen desde los dos primeros años los escalones del prejardín, prequinder, preescolar y otros, también se maduran al mismo ritmo y al mismo tiempo la hipófisis buscando la menarquia. Pero el mecanismo del maíz es independiente de ese tipo de madurez de la hipófisis. Por esos mismos días Filomena, pensando en iniciar rápidamente el cultivo de las capacidades intelectuales de su nieta, sin comentarle nada a nadie, ni siquiera a su madre María Inés, la había llevado al colegio público de Martínez donde le dijeron, que tenían órdenes explícitas de no recibir en la institución a estudiantes menores de 7 años de edad. María Inés y Filomena hablaron todo el resto del día hasta muy tarde en la noche, cuando se fueron madre e hija a dormir donde la madre de María Inés. Conversaron de todo en ese poco tiempo menos, de las delicadas cuestiones del amor, Filomena no quiso tocar ese punto sobre todo porque no había logrado determinar todavía con suficiente precisión, el estado afectivo de su transformada nuera, y ella tenía la experiencia con su querida hija Luisa Ester, que cuando llegaban esas muchachas por esos sitios se transfiguraban. Con el sol del día si podía decir que había reparada muy bien la fisonomía de María Inés, y en verdad, le parecía muy linda y distinta. El cutis y el resto de la piel eran de aspecto limpiecito. Aún sin maquillar, los cachetes se mantenían bien rosados y los labios fulguraban coloraditos. El pelo resplandecía de lo bien asistidito. Se le veía desde lejos que la cuchara la tenía bajita y no estaba pasando hambre. Los callos de las manos y los uñeros de los dedos habían desaparecidos y los pies se le notaban saludables, sin cicatrices ni maltratos. Parecía una cachaca. El cuerpo lo tenía muy bien formadito, provisto de unas caderonas y las nalgonas que le habían salido. Le quedaba muy lindo un precioso collar de fantasía y unas largas argollas de colores que combinaba con las relucientes blusas. Releyeron minuciosamente esa tarde por intermedio de un yerno de Filomena, los documentos recién llegados de los estudios hechos con respecto a Filomena Segunda por allá afuera de Colombia en otra parte del mundo, sobre la variedad de semilla del maíz que se sembraba en la casa y el intelecto de Filomena Segunda pero, no analizaron la propuesta de la beca para la niña, ni siquiera la consideraron con la atención y la seriedad que merecía, para no correr el peligro de tener que tocar de pronto algunas fibras sensibles e intimas del despego y la nostalgia que por ahora, estaban dormiditas, algo que parecían no estar por estos tiempos, muy dispuestas, ningunas de las dos, a hacerles frente despertándolas y poniéndoles del todo la cara con el arrebato que correspondía. Hablaron de otras cosas en la cual ambas sustentaron secretamente las conversaciones, con la esperanza de aparentar olvidarse mutuamente del tema de Filomena Segunda. Se hizo tarde en la noche y nuevamente despidiéndose de Filomena, partieron María Inés y su Filomena Segunda, se fueron a dormir donde su abuela materna. Al día siguiente María Inés se quedó todo el día en la casa de su madre, lavando una ropa que ya tenía sucia. Mientras María Inés va a su casa donde su madre y viene diariamente donde su suegra pasan los días de las vacaciones de su trabajo en Bogotá. Es tanta la suerte de domingo y María Inés que no logran coincidir en los tropiezos de encontrarse, quizás porque lo quieren y de pronto no pretenden demostrarlos ninguno de los dos, al parecer quieren encargarle la oportunidad para que sea el destino quien disponga las cosas de la vida según lo reglamentan las infalibles leyes de la fatalidad, incluso Filomena a tenido ganas de manifestarle o traerle a colación el tema a María Inés pero no se ha atrevido a decirle, aunque a su hijo Domingo si ha tenido la confianza y la oportunidad de mencionarle o hablarle sin miedo la cuestión, pero es que la bendita tribulación que le ha causado Raúl, no le ha dado tiempo de hablar seriamente de otra cosa con Domingo ni con Filomena, porque en realidad su madre siente también la misma tribulación, pesar y tormento que siente Domingo con respecto a Raúl, tal como si le estuviera saliendo el poeta también a ella y quizás esa sería la razón, del por qué le ha faltado la suficiente serenidad para comentarle el sosegado tema a María Inés. Lo que no sabía Filomena era, de que María Inés no estuviera tan distraída como a ella le ha parecido porque en realidad ella estaba totalmente al día de todo lo que le ocurría a Domingo. Incluso el día en que le entregó prestada la plata a su suegra, de ante mano ella ya se había imaginado y el sexto sentido la había puesto al tanto de para quien era esa plata, y sin decirle nada a Filomena de que en realidad sabía el destino a donde iría a parar el dinero, la complació sin ninguna reserva. Sabía las veces que le había salido Raúl a Domingo, estaba al corriente de toda la ropa que se había tenido que llevar puesta al revés Domingo para ver si podía convencer a Raúl. Se había puesto al día de la cantidad de atuendos de colores rojos color sangre, para tratar de embolatar a Raúl pero este no quedó complacido. No pecaba de ignorancia de cómo le rogaba Domingo a todo el mundo e incluso al alcalde de Cereté, para que lo ayudaran a desenterrar y volver a enterrar bien a Raúl. Conocía al pie de la letra el incidente del día en que Domingo salió gritando del miedo como un loco por todo Cereté, de que -un ladrón- -un ladrón- y era porque le habían dicho que Raúl ese día lo estaba desgañotando, gracias a la oportuna intervención salvadora de la mano de un indigente que lo amparó, cuando ese hombre de la calle tuvo que interrumpir su profundo sueño que disfrutaba felizmente en una bóveda vacía del cementerio. Le habían informado con todo el lujo de los detalles de la gran misa que le había mandado a celebrar a Raúl, que lo hizo incluso, hasta contratar un numeroso coro de la iglesia central. Estaba al tanto de cuanto fosforo y agua consumió en la primera ocasión que desenterraron a Raúl y lo que hizo en verdad fue sofocar la ira de su padre Joaquín Pablo. Sabía al dedillo de cómo le fue y la cara que puso Domingo, la noche que no solamente le salió Raúl, sino que su padre Joaquín Pablo también le jaló las orejas, le comentaron a María Inés. Estaba al tanto de la plata que le había tenido que pagar al otro celador para que le ayudara a desenterrar a Raúl y su padre. Se moría de la risa cuando se enteró de que Domingo había andado por todo Cereté buscando plata prestada para recomponer a Raúl, y que si no hubiera sido por ella que tenía el efectivo, se lo hubiera comido Raúl esa noche. No se le habían comido ni un pelo al contarle con precisión, aunque las personas que le hacían los encantadores relatos con su placentera complicidad, le exageraban de manera dramática, que nada de lo que había experimentado para evitar la salida de Raúl le había servido e incluso que una noche Raúl le pegó un tatequieto en el brazo que le ocasionó una zafadura de la mano derecha. María Inés sentía por Domingo, un odio desmedido y deseaba que Raúl lo despedazara, o por lo menos amargándole la vida para siempre y que en ningún momento lo dejara tranquilo, pero el problema era precisamente que ese rencor que llevaba por dentro estaba guardado de manera desconcertada en el mismo dispensario donde ella también depositaba las pasiones y los buenos amores. Estaba tan perturbado ese íntimo lugar del corazón, que cuando necesitaba escoger un sentimiento con respecto a Domingo del respectivo sitio, no sabía ni siquiera, cual tomar, no tenía la suficiente habilidad ni la experiencia adecuada para poder distinguir desde lejos, cuál de ellos era el que necesitaba en el determinado momento, aunque le maltratara el rostro del corazón. Incluso, los sentimientos hasta la engañaban placenteramente y sufrían unas asombrosas transformaciones, que no le molestaban por el contrario le causaban un entretenido, delicioso y extraordinaria satisfacción. Es decir que María Inés ni siquiera diferencia el sentimiento que buscaba, si era el del amor o el del rencor por Domingo. Además, a medida que empezaba a mover los recuerdos, ellos se comunicaban con María Inés y le susurraban al oído del corazón era en el viejo dialecto y ese detalle le fascinaba y la conmovía mucho más, de volver a pensar en ese mismo lenguaje viejo que antes nostálgicamente quería olvidar pero, no lo pudo jamás. Ahora cuando el lenguaje del corazón, se le come las letras apenas en las conversaciones del pensamiento, le saben exquisitamente idénticas a Domingo, y no le desagradan incluso, les parecen demasiado dulces y muy placenteras. Las letras que se come cuando expresa actualmente las palabras incompletas, ahora, le parecen nutritivas en el corazón y es muy maravilloso volverlas a degustar, porque le traen aquel sabor que tiene muchos recuerdos de la manera como aquel hombre se atrevió a decirle a todo el mundo que la deseaba incansablemente. Todo esto le hacía sentir como un desgano, cuando apenas empezaba a tantear el inminente viaje para Bogotá nuevamente. Ella actual y supuestamente solo disfrutaba de unas simples vacaciones, que le había concedido la patrona, quien la esperaba nuevamente en la capital y además, la pasaba llamando por celular mientras con prisa jalaba más el tiempo de esa manera, para que se aproximara más el momento del regreso a Bogotá. Ya María Inés estaba planeando las festividades del 24 y el 31 de Diciembre. El día de la noche buena Domingo llegó muy temprano a la finca de Martínez donde sus padres, estuvo todo el día hablando diferentes temas con sus hermanas, con su mamá y con su padre Martín Iglesias. Había hecho un trato con el otro celador del cementerio, para que Domingo disfrutara toda la fiesta del 24 y 25 de Diciembre mientras el compañero se complacería de manera compensatoria el 31 de Diciembre y 1º de Enero del año nuevo. Esa tarde del 24 de Diciembre Domingo se bañó como 6 de la tarde después que se afeitó. Se sentó a charlar con sus hermanas y sus cuñados. Mandaron a comprar unas botellas de ron y comenzaron a paladear los tragos. Como lo tenía previsto María Inés se presentó en la casa de Filomena aproximadamente como a las ocho de la noche. Estaba bañadita, fresquecita, con un pantalón jeans color azul, una blusa rosadita, con un par de argollas que hacían juego perfecto con la blusa y los zapatos. El cabello lo tenía recogido en un moño con la forma de una copa prensada en el occipucio cubierto por una flor rosada. Tenía agarradita de la mano a Filomena Segunda, quien apenas vislumbró a su padre Domingo fue a saludarlo. Domingo, reposado en un asiento de madera en cuero de vaca recostado a un horcón, manoseando sonriente el cabello de Filomena Segunda y mirando a María Inés, le entró un intenso escalofrío que le ingresó por el cuello y se le clavó en el corazón. Quedó paralizado por una ambigua y rara sensación, tenía una sonrisa picaresca que por un lado la disponía el sobresalto de una culpabilidad y vergüenza en el fondo, mientras que por el otro lado también había la turbación ocasionada por una gran satisfacción y alegría de cumplir el secreto deseo de verla. Cuanto tiempo sin buscarlo, pero esperado y anhelado, apareció al fin este momento tan afortunado. Quedó totalmente pasmado aunque risueño, sentado y en un silencio inusual, que sorprendió a todos los presentes, porque él tenía acostumbrado a todo el mundo ya en la casa, a que casi siempre reaccionaba de manera precipitada a cualquier acontecimiento familiar simple sin pensarlo dos veces, pero esta vez se había quedado sentado quietecito, revisando sigilosamente los distintos valores que conservaban, cada uno de los diferentes recuerdos afectuosos que profundamente guardaba en el corazón desde hacía mucho tiempo. En ese momento Domingo, comenzó a justificar y a explicar a su manera, la necedad de Raúl. María Inés ya no era aquella delgadita mujer de otros tiempos, tenía un hermoso cuerpo bien tallado con unas medidas que parecían perfectas, que lucía con buen estilo, decoro y distinción. Todos los presentes también habían esperado para presenciar este encuentro anhelado, momento que se veía venir pero no se presentaba por asuntos del destino. María Inés como de costumbre saludó primero que todo a Filomena, a don Martín, es decir les extendió el saludo a todos los presentes y se ocupó en conversar un rato con su suegra, hablando de lo que se había puesto Filomena segunda, de lo que ella tenía como prenda y al fin llegaron al punto esperado cuando la mamá de Domingo le dijo a María Inés –Allá está el tuyo- Ella lo miró y no dijo nada porque no podía decir nada y ni siquiera tenía palabras para expresar todo el beneplácito que sentía por haber encontrado a Domingo. En ningún momento sintió ningún resentimiento ni antipatía contra Domingo como todo el mundo esperaba que reaccionara de parte de ella, porque en realidad por dentro lo que sintió sin saber fue todo lo contrario, su corazón paladeó fue aquel sabor delicioso que tiene un inmenso entusiasmo y una extraordinaria alegría de tener la dicha de volverlo a ver. No corrió a besarlo y abrazarlo porque en realidad de eso le dieron muchas ganas pero no lo hizo, no porque no quisiera sino porque le daba mucha vergüenza hacerlo delante de todos los presentes, que eran testigos fieles de lo mal que Domingo se había portado con ella. A pesar de que María Inés era consciente de todo el daño que le había proporcionado Domingo, sin embargo ella justificaba que esa aptitud no era producto de un sentimiento envenenado que tuviera el propósito de causarle daño directo a ella sino era un fruto de la chifladura y la inexperiencia de Domingo. Estaba más gordo y rechoncho pero seguía teniendo esa misma locura y sonrisa, que a ella siempre la había desvelado y este momento no era la excepción. Volvía a experimentar la misma seducción que cuando él la esperaba en las esquinas del colegio. Se sentía igual que cuando ella se salió con él y se vinieron esa misma noche a experimentar las primeras locuras del corazón. Después de que habló Filomena y mutuamente se saludaron silenciosamente con las miradas reveladoras. Ella le dijo –Raúl el que casi te saca la lengua- Siguió diciendo María Inés de una manera sonriendo y a la vez acercándose mucho más hacia Domingo –lo que debe hacer Raúl es de sacarte y llevarse hasta el bofe- Domingo sonrió y sacó la lengua como tratando de mostrársela. Esa noche se sentaron frente a frente y se preguntaban mutuamente entre sí, de cómo les habían ido a cada uno por su lado, y ambos se contestaron recíprocamente que muy bien, todo bien, pero en el fondo cada uno realmente estaba al tanto de los males recíprocos, que les habían correspondido enfrentar al otro de su parte. No necesitaron más preguntas porque en realidad, todas tenían sus respuestas servidas sin querer en la misma mesa de la conversación. Las miradas hablaban por sí solas. Había preguntas que tenían que hacerse pero era mejor callarlas para siempre, no porque se quisieran callar sino, porque de antemano, las respuestas eran reconocidas y no interesaban ni valían la pena. Ambos sentían en sus corazones, el constante impacto que ocasionaban los descomunales golpetazos del corazón que llevan implícitas las propias miradas. Utilizaron largo tiempo en la conversación de cuestiones puramente insignificantes, que absolutamente nada tenían que ver con la suerte de ellos, pero sus pensamientos jamás se perdieron de vistas ni se confundieron y siempre estuvieron atentos escudriñándose entre sí, sin querer se examinaban mutuamente incluso hasta los reconocidos resuellos característicos de sus propias respiraciones se enfrentaron. Todos los presentes en la casa sin la necesidad de incitarse, ni ponerse de acuerdo, impensablemente el destino a todos los había confabulados para que trataran de suscitar un ambiente propicio para que no se entorpeciera la apacible entrevista, solo Filomena Segunda le aceptaba la fatalidad a que los interrumpiera y los distrajera un poco cuando se les metía entre sus regazos. La pareja había entablado un dialogo fascinante, tal como si no hubiera pasado nada irreconciliable en la vida de ellos. Los acontecimientos desagradables, aunque permanecieran allí presentes y sosegados en los recuerdos pero, eran vistos totalmente sin el más mínimo rencor en sus memorias, más bien eran observados por los dos, desde el ángulo de la justificación y la pasión. Nadie los quería tocar porque descansaban cubriendo unas heridas, que si bien ya habían dejado de sangrar, aún permanecían abiertas aunque lentamente estaban cicatrizando, tampoco nadie quería ni si quiera lastimarlas, era mejor dejarlas que el tiempo a su medida se encargara de ellas en irlas cerrando a ver si definitivamente, lograría llegar a sanarlas aunque permaneciera la mancha para siempre. En la madrugada se pusieron de pie y partieron como dos corderos llevándose a la niña que se había dormido en los brazos de María Inés, se fueron juntos con rumbo directo a donde la suegra de Domingo. Al poco rato Domingo regresaba solito a su vieja morada, tocó una trasera vieja de la casa y su mamá Filomena, le abrió sorprendida la porta falsa de la casa que tuvo que levantarla debido a que se oía muy fuerte en el peso de la noche, cuando raspaba el irregular piso de tierra, porque ya se habían encerrado, y todo el mundo había partido a descansar en sus respectivos ranchos. María Inés si quería, aceptaba muy complacida y tranquila reconciliar de nuevo con Domingo aunque ella había puesto una condición, de que solo volvería a vivir con Domingo pero solo, al lado de su propia madre, y que estaba dispuesta de empezar de una vez a rehacer la vida y las gestiones de llamar enseguida a la cachaca patrona, para cancelar definitivamente el trato y la vuelta de regreso a Bogotá. Por su otro lado Domingo se comprometió en su momento de todo corazón, a que sí renunciaría definitivamente de seguir trabajando en el cementerio, pero se dedicaría a trabajar el maíz en la parcela de sus propios padres y no la de su suegra, incluso le suplicaba a María Inés a que volvieran a vivir como antes en la casa materna vieja donde Filomena y le juraba que la acompañaría para siempre a su lado definitivamente donde su madre Filomena. Domingo no quiso comentarle, ni quiso decirle posiblemente por miedo a María Inés, del porqué tan tozudamente no quería dar el brazo a torcer para irse definitivamente a vivir de un todo con ella donde su suegra, pero en realidad, era que en el fondo a él, le daba mucho miedo por aquellas fama escalofriante por las cualidades de bruja que todo el mundo en Martínez le decían de su suegra. Domingo, revisándose sincera e íntimamente su propia alma y su aterrado corazón, se decía en silencio por dentro el mismo –yo no creo en brujas pero, de que la jay, la jay- Al día siguiente, Domingo se levantó muy tempranito en la finca, tal y cual como lo hacía antes de dedicarse a la celaduría de cementerios, que era algo parecido como si fuera a trabajar de madrugada en el campo de maíz, pero esta vez no se le podía quitar de la mente la complicada y decidida propuesta de María Inés, quien ahora además de presentar y lucir una gran belleza, estaba mucho más limpia y maravillosamente inconmensurable, parecía tener también una fría disposición insospechada, parecía más bien como si alguien diferente a su madre Filomena la estuvieran carboneando, sobre avisando, preparando y predisponiendo en unas premisas preconcebidas e inesperadas, condiciones que para Domingo aparecían todavía en un momento difícil para poder digerirlas. Todo el día permaneció pensativo y no tenía componte fijo en toda la casa. Esperó impaciente todo el día para ver si llegaba la visita de María Inés pero no fue así, se quedó esperando ese día con los crespos hechos porque no apareció, la quería ver porque sinceramente no aspiraba por ningún pienso dejar de observarla, codiciaba quedarse detallándola constantemente a su lado para siempre seguir adorándola, estaba más linda y limpia que antes, parecía una doncellita bajada del cielo que él jamás pero nunca de los jamases en la vida, la hubiera tenido en sus manos, no se explicaba cómo fue capaz de despreciar tan miserablemente a una virgencita tan hermosa y tan linda como María Inés, recordaba con nostalgia aquel adagio que uno siempre repite por repetir pero sin reales escarmientos, de que en verdad uno no valora las cosas útiles y hermosas que Dios le da, solo hasta el momento preciso en que realmente las pierde, sobretodo Domingo hacía este conmovedor análisis porque en realidad él no se atrevía, ni siquiera llegar a la casa de su suegra donde con seguridad se encontraba en ese mismo instante María Inés, sobretodo porque le tenía mucho miedo a su suegra pero sin embargo sentía prisa de verla porque al día siguiente, le tocaba trabajar en el susodicho cementerio.
A la noche siguiente al hacer el turno que le correspondía a Domingo de trabajo en el cementerio central del tranquilo Cereté, después del 24 de Diciembre. Desde que el puntual celador martinero, muy temprano llegó al sereno campo santo, sentía algo raro en el corazón, era un presentimiento, de que algo grave lo estaba esperando y acechando. Se le venía a la memoria sin querer y con mucha facilidad, la imagen de su suegra. No sabía por qué la relacionaba tan corridamente con la cuestión de los muertos. El comentario público en sus prácticas de brujerías, que a nadie le constaba pero era una cuestión que en Martínez todo el mundo alegremente sostenía. Efectivamente, el angustiado martinero esa noche encontró nuevamente a Raúl, abstraído totalmente observando al árbol de Roble y fumándose un largo cigarrillo con filtro pero más incursionado quizás hacía el propio estar de los celadores incluso, ese día más que nunca Raúl, se veía demasiado eufórico, como si se hubiera ganado una lotería, complacido, arrogante, estaba tan sonriente que a Domingo este detalle le llamó mucho la atención, porque nunca lo había visto sonreír desde la muerte, así totalmente entretenido en el árbol de Roble. No sintió miedo porque fue lo contrario, se sentía embargado, como poseído por un sentimiento de complicidad, en compartir la alegría de Raúl que él sin decírselo nadie, la justificaba más por la suerte de tener esa previa entrevista con María Inés. Recordaba que ella no le había reprochado nada y solo le había pedido o puesto una condición, que vivieran juntos al lado de su suegra donde siempre había vivido su propia madre. Eso le daba una gran alegría pero estaba tocado ese regocijo también por el miedo insalvable y lleno de mucha duda sobre las cualidades funestas de su suegra. Aunque también lo atormentaba el ultimátum que le había puesto María Inés, que si no resolvía eso favorablemente, ella se iría para Bogotá definitivamente y se llevaría consigo mismo a su hija Filomena Segunda, para poder brindarle y ofrecerle en un medio tan adelantado y apropiado como la capital, las anteriores recomendaciones científicas que habían sugerido los ilustres pedagogos alemanes a la hija superdotada, cuando la visitaron en su momento. Iglesias tiró la vista hacía el entorno alrededor de Raúl y evidentemente no estaba solo como siempre, porque su padre también lo acompañaba y con razón, estaba también tan eufórico y contento al igual que Raúl. Sin embargo, había reunido como una especie de un conclave municipal de la muerte en el viejo cementerio del sugestionado Cereté. Estaban allí también muy sonrientes Parmenio Padilla quien debajo el brazo izquierdo tenía apretado con el codo como un pequeño maletín negro, engalanado de un overol azul y además encajada vestía una camisa de grandes cuadros rojos y verdes que permitía vislumbrar la pretina derecha del revólver, pisaba unas botas picudas de color café de tacón cubano y un alón sombrero blanco tejano. Aunque Parmenio Padilla no había sido sepultado en el mismo cementerio central de Cereté, había venido desde las catacumbas localizadas en Manguelito, de manera exclusiva para visitar principalmente a Raúl y al Capi Rehenals, quería entrevistarse con él después de que afanosamente lo había buscado en los complejos planos de la muerte y finalmente lo había localizado porque, este ineludible dictamen de la muerte los había vuelto totalmente inmune al rencor y a la amargura, resistente al sentimiento de la venganza ya que en el eterno pellejo de la muerte no existía, por que se había quedado rezagado y arrinconado en los avispones recónditos e intransigentes confines violentos de la vida. El Capi Rhenals tenía una camisa a rayas rojas sin encajarse, tenía un kilométrico negro en el bolsillo izquierdo de la camisa y un nuevecito sombrero diez y nueve vueltiao. A medida que Domingo seguía girando angustiado la cabeza, vislumbraba muchos más difuntos reunidos que no acostumbraban acompañar a Raúl. Vio a don Mariano, a su hijo Carlos y al gago Adriano conversando los tres, estaban sentados en el suelo con sus piernas cruzadas haciendo como un círculo en el piso muy concentrados en los temas ventilados. Don Mariano utilizaba toda la paciencia del mundo y estaba muy atento al relato extenso relato tartamudo de Adriano, que comentaba sobre todas las tristezas que de nada valían la pena sufrirlas, pero que en vida las sintió. Al millonario ganadero lo sorprendía sobre manera que la conversación en medio de la muerte con el gago Adriano, ya no lo fastidiaba como antes en la vida, incluso hasta le fascinaba ahora en la letalidad la forma graciosa como el tartamudo curiosamente se afanaba tanto para transmitir con sus muecas a sus nobles pensamientos. Don Mariano hablaba serenamente de todo con su hijo Carlos, utilizando todo el dilatado tiempo de la muerte que fuera necesario en los diferentes temas. Sin prisa y sin apuros. Comentaban los motivos sencillos que en la vida habían ocasionado tantas discordias insignificantes y pendencieras. Hablaban tranquilamente porque era que ambos ya se habían puesto y estaban eficazmente defendidos por la primera y única dosis de la poderosa vacuna incuestionable de la muerte, inmunidad que también actuaba en contra de la contagiosa peste del mal genio, el miasma de la envidia, el destello de la venganza y la hediondez de la amargura. Tantas situaciones desagradables innecesarias que se habían suscitado entre ellos dos. Hablaban de las tantas cosas que habían pasado pero que realmente ni si quiera valían la pena desperdiciar en ellas el escaso tiempo que permitía el muy pero muy breve transito de la vida. Platicaban de gallos de pelea. Conversaban gráficamente sobre la suerte de las bagatelas y las ruletas. Carlos le explicaba a su padre que si en la vida se dejó fácilmente seducir por vicios, como los gallos finos y las amañadoras apuestas de ruletas y azar, había sido porque en realidad, él no había sido capaz de evitar la contaminación que impidiera definitivamente que se contagiara en Cereté de una espantosa pandemia, que ha caminado siempre soberanamente por toda la vida. Saña que anda como una plaga diseminándose y esparciéndose con mucha facilidad por todas partes. Esa es el pestilencial tufo de la tiranía, la epidemia de la desazón, el contagio de la envidia y el tormento. Estaba presente también conversando con Don Mariano el mismo Miguel García Sánchez. Domingo no lo conocía pero en las conversaciones y las referencias de la muerte lo llamaban con el nombre completo y le preguntaban cuestiones relacionadas con el circo de toros, asuntos del hospital, detalles sobre villa Devora, hablaban de su esposa doña Devora quien también estaba ceñida y atenta a su lado. A Domingo Iglesias, este concierto espectacular de la muerte lo tenía tan fascinado, que incluso se le había olvidado por el momento el significado aterrador que ha tenido siempre para él la muerte, porque había comenzado a entender que en realidad, los muertos en sí, sí salen tal como se lo había enseñado la tradición y él lo había aprendido desde hacía mucho rato en su natal pueblo de Martínez. Sin embargo estaba aprendiendo también esta noche que si los muertos a él hasta ahora no le habían hecho ningún daño, mucho menos perjuicio y avería le causaría de alguna manera su profana suegra aun viva, esa comparación y juicio le daba un descomunal consuelo a Domingo porque, se estaba de forma lenta llenando de argumentos y razones que le fortalecían el carácter, para finalmente poder perderle el aterrador miedo que le guardaba a la madre de María Inés. Comparaba que ese prestigio aciago que tenía su suegra, reputación como una simple bruja callejera, capaz de causarle daño a cualquier ser humano, que sin embargo a nadie le constaba con exactitud, sería además con esto de los muertos como un simple alfeñique delante de lo grave y funesto que podía ser para cualquier persona este espantoso espectáculo de la muerte que desgraciadamente le había tocado vivir. Sin embargo, esto no le causa ese ideal terror y por el contrario, le significaba era lo inverso y le daba era un mayor ímpetu y mayor valor para seguir luchando por el apreciado amor de María Inés. Esa noche tomó la decisión de que si la madre de su única hija Filomena Segunda, quería que él como hombre la siguiera hasta la muerte para vivir siempre al lado de su madre, entonces él así lo consentiría y de forma resuelta la complacería y definitivamente accedería a convivir tras ella y la muchachita a donde su propia suegra. Se consideraba ser él un testigo fiel de que en realidad los muertos si salían pero no le hacían daño a nadie, por al contrario trataban era de escarmentar a la humanidad con su experiencia. Mientras que la muerte cuando la dejan salir vacía, con seguridad siempre dejarán en su camino consecuencias muy severas y letales a los seres vivos que arrastren a su paso, consideraba Domingo, que la empeñada muerte cuando deambula desolada es porque hambrienta anda buscando una vida, donde enclavarse y completar su espectro mortal. Por esa nueva decisión alentadora, seguía atentamente escuchando esa noche en el cementerio, con mucha atención el comentario que se entablaba entre los difuntos, cuando se decían entre sí que esperaban ansiosos a los distintos seres queridos, esperaban a quienes también ya la muerte los vislumbraba y les tenía marcada su llegada, incluso según sus comentarios esperaban hasta al río Bugre y al moribundo hospital San Diego de Cereté. Ya contaban según ellos, en los paisajes de la muerte, con el viejo puente de madera. Ya tenían instalada en la muerte según sus expresiones a la vieja planta de hielo de Cereté. Había aprendido y entendido Domingo que los agujeros negros en los tiempos de la muerte, están al inicio infinitamente dilatados y además estaban desacelerados y extensos, al comienzo tienen alta velocidad porque los muertos inicialmente tienen mucha prisa de viajar hacía el olvido, quizás porque ellos cuentan con todo el tiempo suspendido de la eternidad. Se pudo dar cuenta que los muertos no envejecían y siempre permanecían, de aquel lado de esa hipersuperficie límite cerrada u horizonte de sucesos, de donde jamás podrán regresar del agujero negro de la muerte, con la misma edad que habían dejado en la vida o la edad al momento en la cual los había sorprendido la respectiva muerte. Además la muerte le había permitido comprender indudablemente a Domingo, de que la capacidad de tener la suficiente paciencia en la vida con el amor, eran actitudes y pasiones que son hermanas de sangre. No pudo resistir más –Está bien, Raúl– le dijo -Dejaré este trabajo, así sea que coma mierda pero no regresaré jamás a trabajar de celador aquí en el cementerio, ahora quédate tranquilo-. Así fue Domingo desde ese día no regresó jamás al trabajo de celador, no metió carta de retiro, no pidió cesantías, no le pidió indemnización a los muertos, no volvió al cementerio de Cereté, se mantuvo todo el resto de la semana pensativo y buscando sin éxito la oportunidad de tropezar la intimidad con María Inés y Filomena Segunda. El sabía que la encontraba precisamente en la casa de su suegra pero le causaba mucho miedo llegar allá, y el 31 de Diciembre, desde muy temprano se levantó, se bañó, se vistió arregladito tal como si fuera a salir enseguida a cumplir por fuera de la casa una gran cita, o mejor como si fueran ya las seis de la tarde u horas avanzadas de la noche del día de año nuevo. Esa noche del 31 de Diciembre llegaron muy temprano y bien arregladitas María Inés y Filomena Segunda a la tradicional casa matriz de don Martín Iglesia, Domingo no perdió ni un céntimo de tiempo y anticipadamente buscó sin mucho cuidado el contacto intimo con María Inés y su hija, hablaron largamente, sonrieron todos plácidamente, después llegaron también a la casa un lote de hombres y al parecer ya iniciados por el alcohol, eran los cuñados de Domingo, con botellas de ron tres esquinas en las manos además cargando unas pesadas canastas de cervezas y todo el mundo en el casa se sumergió en un ambiente de júbilo y de fiesta, al son de las notas alegres de los casetes de vallenatos que repiqueteaban por los cachetes de una grabadora, bailaron y gritaron pero Domingo no se apartó jamás del lado de María Inés, a las 12 de la noche se dieron todos el feliz año y siguieron contentos tomando ron Blanco porque ya se había agotado el tres esquinas, permanecieron esa noche atentos jugueteando de amor y se fueron juntos a la vieja camilla podrida de la orina infantil de María Inés pero, a Domingo ese olor no le repugnaba para nada por el contrario, era un hechicero y amañador tufo seductor. Sintieron la brisa agradable de la parcela de la madre de María Inés, cargada con la atrevida agitación de la naturaleza que al parecer como simple integrante de la materia, estaba muy emocionada y les daba la bienvenida, se regocijaba de la alegría por tenerlos en casa y contar con ellos. En la semana siguiente al esperado reconcilio diariamente se cumplía la misma rutina. María Inés, Domingo y Filomena Segunda se pasaban durante todas las horas de sol del día directamente en la casa vieja de don Martín Iglesias, unas veces que si jugando, otras que si hablando o haciendo de todo tipo de planes que siempre son originados, por aquel sentimiento propio, exclusivo y maravilloso de los tiempos cercanos a la magia de las lunas de miel y todas las noches, después de haberse visto ya con todo gusto en un parpadeante televisor a botones en catorce pulgadas a blanco y negro, el entretenedor capítulo de unos novedosos y apasionantes libretos de una novela de amor, que era observada por costumbre casera todos los días de trabajo de la semana menos sábado y domingo, señal que entraba a través de uno de los dos únicos canales de televisión que salían, que con mucho esfuerzo alcanzaba a captar dicho televisor de control manual porque había sido acoplado, a través de un cable plano de color café que parecía más bien una solitaria lombriz larga y plana, que conectada el televisor a una antena defectuosa que se había instalado amarrada en la punta de una torcida vara de mangle, que se había enterrado erguida en la esquina del rancho de palma, era un levadizo radar bamboleante que se desparramaba de forma transversal y rígida como un raquítico e inestable ciempiés transversal de aluminio recto. Después de haberse visto todas las noches de forma plácida el pedacito de novela, se marchaban complacidos a dormir entonces donde la madre de María Inés, quien casi siempre en sus brazos ya dormida desde hacía mucho rato llevaba, al flácido cuerpo infantil de Filomena Segunda. Sin embargo María Inés mantenía en su corazón una leve e incómoda sensación silenciosa y secreta de desespero, porque aun no se sentía totalmente triunfante y complacida con la situación debido a la lentitud en que se venían desarrollando los sucesos porque ya casi se le estaba acabando el tiempo que le habían brindado en Bogotá para vacaciones, por lo tanto debía decidirse rápido de la encrucijada en si regresaba o no a la capital, ya fuera que siguiera laborando o anunciaba de forma definitiva que no continuaría las responsabilidades como empleada domesticas en el altiplano y ese plazo, se le vencía ya en la segunda semana de Enero. Por esos días de ocio Domingo Iglesias el sábado siguiente, en compañía de uno de sus cuñados, se quedaron sentados tomando cervezas, en los banquillos de madera que les habían pedidos prestados en la terraza de una tienda de víveres y abarrotes del centro de Martínez. Bebieron hasta la saciedad y se emborracharon tanto que no pudieron tener suficiente aliento para seguir tragando, como nunca hablaron de todos los hechos de la casa, hablaron de Raúl, de María Inés, de don Martín, de Filomena, del maíz, de sus hermanas, de sus mujeres, de las cualidades de Filomena Segunda, incluso Domingo en medio del frecuente vaivén de las botellas de las negras cervezas, de una manera sincera y con lagrimas en los ojos procedentes de aquel corazón temeroso, borracho y arrepentido por primera vez en la vida, le confesó a su cuñado del miedo espantoso que sentía por aquella fama de bruja que había adquirido la madre de María Inés en todo Martínez, hablaron del futuro, de los planes que tenían cada uno por su lado, en fin hablaron de todo lo que se les ocurría de la casa o se les pasaba por sus mentes. Al día siguiente Domingo no apareció por ninguna parte, no hizo presencia a la vieja casa donde Filomena su propia madre, ni en la casa de su misteriosa suegra, donde había dormido en los últimos días acompañando a su mujer y Filomena Segunda. María Inés, al no advertir a su lado la presencia de Domingo en casa, se fue muy tempranito de forma apresurada e inesperada a donde su suegra Filomena, aparentemente no quería que se entendiera que lo hacía era con las intenciones de ir en busca de Domingo sino, que su actitud era con el fin de afrentar y aclarar las cosas, lo hacía de una manera aparente con la intención de recoger sus motetes y de forma definitiva largarse con su hija filomena Segunda para Bogotá. Sin embargo, no tuvo tiempo para manifestar el argumento completo de sus pretextos cuando se enteró que en realidad, el ambiente en la casa era de sorpresa fatal porque una de las hermanas de Domingo, la que era casada con el cuñado que había estado tomando cervezas el día antes, se había adelantado brindando una escena parecida a la comedia que María Inés quería ofrecer. El cuñado tampoco había hecho presencia en su rancho. Al ver eso le cambiaron el tono a los quejidos y arrebatos de mujeres celosas. Toda la familia empezó a hacer tras eso conjeturas solidarias, con suposiciones manchadas por los sentimientos propios de la fraternidad. Alguien llevó al momento justo del revoloteo doméstico intra familiar el comentario fantástico y preciso de que en el cementerio de Martínez, la gente había descubierto desde muy tempranas horas de la mañana a dos muertos que fantásticamente presumían habían escapados de sus tumbas, pero que se movían con desespero en el piso del cementerio al parecer con el ánimo de fugarse definitivamente de los infortunados hierros de la muerte, el tropel había formado desde lejos esa concepción pero nadie se atrevía corroborarla llegando hasta el sitio exacto donde se hallaban los presumidos muertos para revisar y confirmar a esa inusitada versión. Filomena que presenciaba en silencio y con mucha angustia el escándalo casero de su hija y su nuera, al escuchar sin querer la inaudita reseña popular, entendió sin mucha explicación que esos dos supuestos muertos debían ser el hijo Domingo y su yerno. Enseguida hizo unas deducciones y dijo –Oye eso debensé Domingo y Mateo- Lanzó por los aires esa versión sin pensarla, tal como si le hubieran dicho o dado la noticia precisa de que eran ellos a los que habían vistos en el cementerio. Aunque el hecho la llenaba de esperanzadora expectativa porque en realidad el sentimiento materno la transbordaba a jurar que ellos eran, a pesar de eso sin embargo la intranquilizaba el presentimiento de que algo raro les había sucedido a sus descendientes. Sin perder tiempo se puso unas chancletas viejas que encontró en un rincón, se cambió el traje roto que tenia puesto, se amarró el cabello con una peineta vieja de su madre y dijo –Vamo a ve quelepasa- Salieron con prontitud de la casa y detrás de ella también se encaminaron María Inés, a quien se le pegó atrás de prisa agarrada de la mano Filomena Segunda, también se enfiló su cuñada. Cuando llegaron al tumulto precavida Filomena preguntó –Donde están- Sin más comentarios siguió derecho hacia donde en silencio le señalaron los aterrorizados espectadores mientras María Inés, Filomena Segunda y su hija se quedaron sobrecogidas con el resto de asistentes. No sentía miedo Filomena pero si ansiaba llegar rápido al sitio para salir de duda en que no estuvieran muertos. Cuando Filomena llegó al sitio exacto en donde se encontraban el par de fantasmas de quien la gente tanto hablaba, halló que precisamente eran precisamente Domingo y su yerno. Se le quitó del corazón esa mezcla de ese sentimiento de miedo, lastima, dolor y pesar que previamente la venia atormentando pero se le había transformado en una amarga y tremenda cólera que le tocó soportar. Eran ellos y aunque se les veía dormidos para ella sin mucho examen que hacer estaban vivitos y coleando, agarró un palo de matarraton que casualmente se encontraba tirado cerca de ellos, sin preguntar y de manera furibunda los levantó a garrotazos limpios diciendo contra ellos a toda clase de insultos, injurias, diatribas e improperios que además las acompañaba de agraciadas lisonjas y exaltaciones elogiando la paciencia de María Inés y la fidelidad de su hija. Cuando ellos despertaron en medio del tropel y se dieron cuenta que la promotora de esa ignición era Filomena, sin preguntas rápidamente se levantaron y asombrados salieron corriendo como un par de niños regañados, arrancaron hacia afueras del cementerio. Filomena por la soberbia que tenía no pudo lograr jamás detallar para recordar después, la manera, la posición y la forma en que en realidad los había encontrado. Además aquella resuelta obediencia y subordinación con que rápidamente habían reaccionado, la tenía mucho más convencida en el acto de que sus pronósticos eran ciertos y le habían enardecido mas su altivez. Después, ya de regreso a la multitud, Filomena todavía con el matarraton en la mano, ni siquiera le dio tiempo en el pensamiento para dirigirse en palabras a los presentes refiriéndole lo que había encontrado y que todo el mundo ansioso esperaba. Siguió su camino directo a casa y como María Inés, su cuñada y Filomena Segunda sabían el carácter de la vieja matrona del bollo sin preguntar, siguieron detrás de ella. Filomena Segunda, mientras corría para poder responderle el paso a su madre, con las manos le hacía señas preguntándole de que si ¿Que había sucedido? ¿Donde estaba su padre Domingo? Su madre no le contestaba palabra alguna, a la carrera solo la miraba tratando de que fuera ella misma quien consiguiera entender que en realidad, no podía hablar porque el dedo índice de su mano derecha se mantenía con fuerza parado transversalmente debajo de la nariz y le impedía abrir con libertad los labios de su propia boca con el fin de poder detallarle los sucesos que habían pasado. Por su lado Domingo ni siquiera pensó a rebasar en acostarse en la casa de su suegra, llegando eso si adormilado al hogar original de sus progenitores y se tiró enseguida a dormir en una camilla de tijeras con lona blanca ubicada en el cuarto trasero de la cocina. El cuñado de Domingo salió semidormido directico al rancho que desde hacía rato distintamente compartía con la hermana de Domingo. Cuando Filomena llegó a la casa, de forma inmediata sacudió con rabia a sus pies disparando hacia el frente las chancletas que había utilizado de carrera a la salida y siguió directico en silencio hasta la cocina, con mucho sigilo de inmediato empezó a revolver con el palote a una portentosa olla de mazamorra de maíz que había dejado olvidada en el fogón, enseguida le vació abundante leche de vaca para que no terminara de almidonarse porque ya se le había comenzado a humear. Detrás de la madre de Domingo al poco rato, llegó a la casa María Inés, Filomena Segunda y su tía paterna quienes de inmediato recogieron unas cosas y partieron unas para donde su madre y abuela materna mientras que su cuñada y tía retornó a su rancho. María Inés decepcionada y sin detenerse a pensarlo comenzó rápidamente a hacer sus maletas para regresar a Bogotá, consideraba que aun contaba con el suficiente tiempo de hacerlo para partir sevandose esta vez a Filomena Segunda. Existía fehaciente de lo que había decido y quería hacer. Estaba tranquila porque aunque este mes no le había llegado la regla, tenía la seguridad que le transmitía la presunción de que si estuviera embarazada, poseyera todos aquellos maliciosos síntomas de vomitos, mareos, inestabilidad emocional, ahogamiento, orinadera y otros síntomas más del primer embarazo que no la dejaron descansar tranquila desde el mismo momento en que Filomena Segunda se le sentó en el vientre. Ese engreimiento le daba la suficiente libertad para comenzar a hacer los respectivos planes de regreso a Bogotá con su hija.